Publicado

2012-05-01

EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY

Palabras clave:

Haraway, ecofeminismo, ecologismo, ambientalismo, ecoética, ética ambiental (es)

Autores/as

  • LUIS FERNANDO GÓMEZ Grupo de Pensamiento Ambiental Capítulo Medellín
El presente artículo busca presentar la propuesta ecofeminista de Donna J. Haraway, una persona que ha jugado un papel central en la historia del ecologismo y el ambientalismo norteamericanos, pero que ha sido frecuentemente malinterpretada y, además, encasillada en posiciones ideológicas y epistemológicas que desconocen la riqueza de su propuesta y los aportes que ésta tiene para los pensamientos ecológicos y ambientales. Para ello, este escrito ha sido divido en tres temas que el autor considera han atravesado el pensamiento de Haraway y han sido centrales en su formulación original de ecofeminismo. Estos son: la idea de naturaleza, la ciencia y la ética. En la primera parte, se presenta la deconstrucción que esta persona ha hecho a la idea moderna de naturaleza y la subsecuente elaboración de unas bases para una propuesta ecofeminista de orden antiesencialista. En la segunda parte, se analizan las críticas que Haraway ha hecho a la ciencia moderna ortodoxa y se presenta la alternativa que propone para la epistemología tradicional. En la última parte, se desarrollan los aspectos éticos del ecofeminismo de este sujeto, los cuales parten de una fuerte oposición al humanismo, a los ecologismos conservacionistas y a las teorías de liberación animal y derechos de los animales, basándose en la idea de especies de compañía, la cual se ocupa de especies domésticas y niega que los humanos sean entidades separables de los demás seres vivos y que los animales no humanos sean igualables a los humanos.

EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY

DONNA J. HARAWAY’S ECOFEMINISM

Luis Fernando Gómez1

1. Msc. en Medio Ambiente y Desarrollo lgomeze@une.net.co 

Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín 

Grupo de Pensamiento Ambiental Capítulo Medellín 

Recibido para evaluación: 10 de Enero de 2011 Aceptación: 27 de Marzo de 2012 Recibido versión final: 17 de Abril de 2012 


RESUMEN 

El presente artículo busca presentar la propuesta ecofeminista de Donna J. Haraway, una persona que ha jugado un papel central en la historia del ecologismo y el ambientalismo norteamericanos, pero que ha sido frecuentemente malinterpretada y, además, encasillada en posiciones ideológicas y epistemológicas que desconocen la riqueza de su propuesta y los aportes que ésta tiene para los pensamientos ecológicos y ambientales. Para ello, este escrito ha sido divido en tres temas que el autor considera han atravesado el pensamiento de Haraway y han sido centrales en su formulación original de ecofeminismo. Estos son: la idea de naturaleza, la ciencia y la ética. En la primera parte, se presenta la deconstrucción que esta persona ha hecho a la idea moderna de naturaleza y la subsecuente elaboración de unas bases para una propuesta ecofeminista de orden antiesencialista. En la segunda parte, se analizan las críticas que Haraway ha hecho a la ciencia moderna ortodoxa y se presenta la alternativa que propone para la epistemología tradicional. En la última parte, se desarrollan los aspectos éticos del ecofeminismo de este sujeto, los cuales parten de una fuerte oposición al humanismo, a los ecologismos conservacionistas y a las teorías de liberación animal y derechos de los animales, basándose en la idea de especies de compañía, la cual se ocupa de especies domésticas y niega que los humanos sean entidades separables de los demás seres vivos y que los animales no humanos sean igualables a los humanos. 

Palabras clave: Haraway, ecofeminismo, ecologismo, ambientalismo, ecoética, ética ambiental 


ABSTRACT 

This article attempts to analyze and summarize Donna J. Haraway’s ecofeminism in order to show the richness of a work that has been widely misinterpreted and pigeonholed and that may be very helpful in the current construction of the environmental and ecological discourses. To do so, this paper focuses in three topics that the author considers are pervasive in Haraway’s work and are pivotal to its particular branch of ecofeminism. They are: nature, science, and ethics. In the first part, Haraway’s deconstruction of the modern idea of nature and alternate bases for an anti-essentialist ecofeminism are presented. Then, in the second part, Haraway’s critique to orthodox modern science and substitute to traditional epistemology are analyzed. The third part focuses on the ethical dimension of Haraway’s ecofeminism which strongly opposes to humanism, conservationism and animal liberation and animal rights theories and whose core is based on the concept of companion species that deals with domestic animals and refutes the idea and contests the ideas that humans are separable from other living beings and are superior to other animals. 

Keywords: Haraway, ecofeminism, ecologism, environmentalism, ecoethics, environmental
ethics. 


PRIMERA PARTE: LA IDEA DE NATURALEZA 

Existen diversas propuestas que sugieren que la única salida a la actual crisis ecológica es la realización de cambios profundos a la manera como las sociedades modernas conciben y actúan en el mundo. Dobson (1997) recoge estas propuestas bajo el nombre de ecologismo para diferenciarlas de aquellos planteamientos que consideran que el proyecto de la modernidad, con algunas reformas, posee las herramientas necesarias para solucionar los problemas ecológicos. Estas últimas son agrupadas por esta misma autora bajo el rubro ambientalismo. 

El ecologismo surge en la segunda modernidad1, un período que tiene como una de sus características principales el posicionamiento de la ciencia como práctica discursiva legitimadora de todo conocimiento relacionado con el mundo (Wallerstein, 2007: Lyotard, 1998). Esto tiene como consecuencia la necesidad de que los discursos sociales reivindicativos y liberadores no puedan dejar la ciencia a un lado, al mismo tiempo que se enfrentan a una entronización de esta que ha conducido a un cientificismo que ha sido contraproducente para la práctica científica misma (Dalmedico y Pestre, 2003) 

1. Por segunda modernidad, nos referimos al período posterior a la Segunda Guerra Mundial. 

La erosión de la credibilidad científica no se da sola, pues diferentes prácticas discursivas comienzan a hacer duras críticas al proyecto moderno ortodoxo. Tal es el caso de la posmodernidad, en la que se cuestiona la idea de un mundo social que está separado en esferas que operan de manera independiente (Lyotard, 2006). Este reparo hace que se dude de la pertinencia de distinguir el mundo en pares diferenciables como tradicionalmente se ha hecho en la modernidad. Así, las fronteras entre sujeto/objeto, racional/irracional, verdad/falsedad, entre otras, empiezan a tornarse difusas (Lyotard, 1994: Foucault, 2007). 

Algunos de los planteamientos de la posmodernidad y el posestructuralismo son recogidos por algunas personas teóricas del feminismo de la tercera ola norteamericana, quienes a su vez cuestionan la neutralidad científica con respecto al género, poniendo en duda los dualismos ciencia/cultura, naturaleza/cultura u hombre/mujer (Adán, 2006). Una de las figuras más relevantes del feminismo de la tercera ola anglosajón de corte posestructuralista es Donna J. Haraway. Esta teórica se ha ocupado de la ciencia, la naturaleza y el Otro no humano, por lo que su trabajo puede ser de interés para el ecologismo y el pensamiento ambiental. Además, su enfoque original y un tanto renacentista, que abarca gran variedad de temas desde distintas ópticas, puede ser un aporte importante a la búsqueda de qué es necesario cambiar de las Weltanschauungen modernas ortodoxas hegemónicas en la segunda modernidad, una labor que, como ilustra Dobson, ha sido significativa en la definición del pensamiento ecologista. 

El trabajo de Haraway es bastante amplio y cubre una gran variedad de temas, lo que lo hace de difícil clasificación. Sin embargo, el desarrollo profundo que esta persona pensadora le ha dado a inquietudes que han sido primordiales en las discusiones ecologistas, como el concepto de naturaleza, el papel de la ciencia y la tecnología en la actual crisis ecológica y en la estructuración de las Weltanschauungen modernas tradicionales, y su interés en sus últimos escritos por las relaciones interespecies, hacen de ella alguien que debe incluirse dentro del ecologismo en general y el ecofeminismo en particular. Además, su punto de partida feminista enriquece la discusión ecologista que algunas veces ha descuidado las injusticias y opresiones intraespecie que son de vital importancia en la construcción de propuestas alternativas que realmente conduzcan a prácticas más deseables a las actualmente desarrolladas por el proyecto moderno ortodoxo (Kheel, 1991). 

Debido al interés que Haraway ha tomado por diferentes temas significantes dentro del ecologismo y el pensamiento ambiental, presentaremos nuestro estudio sobre su trabajo dividido por temas. Primero, haremos un análisis de la crítica al concepto de naturaleza elaborado dentro de la ciencia ortodoxa, para posteriormente pasar al problema de la ciencia, y, por último, ocuparnos de la alternativa que Haraway ofrece a las relaciones interespecie que la modernidad tradicional ha establecido. 

La separación de esta investigación por temas es puramente metodológica, pues estas diferentes cuestiones están entrelazadas en la obra de Haraway, haciendo imposible tratarlas de manera aislada, algo que refleja la renuencia de la teoría posmoderna a la compartimentación moderna, como ya mencionamos al comienzo de la introducción. Además, debido a lo profundo del trabajo de esta autora, creemos que en un solo artículo no sería posible condensar sus aportes frente a las temáticas aquí presentadas. Por este motivo, cada temática será desarrollada en un artículo aparte, siendo esta primera la dedicada al concepto de naturaleza. 

En esta primera parte sobre el ecofeminismo de Donna J. Haraway, nos ocuparemos de la crítica que esta autora ha hecho a la idea de naturaleza que ha ido elaborando la ciencia moderna ortodoxa, y como este análisis ha influido en su propuesta ecofeminista. Para esto, tomaremos escritos realizados y publicados por esta autora posteriores a su primer libro (Haraway, 1976), hasta su cuarto libro (Haraway, 1997). 

Los sentidos modermos ortodoxos de la naturaleza en la segunda modernidad 

Haraway defiende una visión constructivista del conocimiento y la experiencia humana. Esto no significa una concepción relativista a ultranza de la realidad como algunas han insinuado (Cartmill, 2003: Pierssens, 2003). Por el contrario, en el construccionismo, se intenta cuestionar la objetividad trascendental propia de la ciencia y la epistemología de la ciencias ortodoxas sin caer en la trampa del relativismo a ultranza o el todo vale (Adán, 2006). Haraway aclara que afirmar que el mundo es una construcción no es lo mismo que decir que es una creación arbitraria ex nihilo. Esto significa que “el constructivismo tiene que ver con la contingencia y la especificidad y no con el relativismo epistemológico” (Haraway, 1997: 99). En otras palabras, el constructivismo y la propuesta de Haraway están relacionadas con la inevitabilidad de tener un conocimiento del mundo limitado y localizado, el cual es una emergencia de nuestras particularidades culturales, personales e históricas, y no con el hecho de que exista o no un mundo por fuera de nosotros. 

Esta confusión se debe en parte, estima Haraway (1991), al fetichismo tan imperante en la ciencia. Es decir, por lo general las científicas tienden a confundir la teoría por la cosa misma. En el caso de la naturaleza, una cosa son las ideas, teorías, hipótesis que tenemos de ella y otra muy distinta, el mobiliario del mundo. Para esta autora, se puede avanzar en la discusión realismo trascendental/ relativismo “recordando [por ejemplo] que la biología no es el cuerpo en sí, sino un discurso. (…) La biología es un logos, es literalmente una forma de adquirir conocimiento” (Haraway, 1990: 11), pero no es la vida o la naturaleza en sí. Esto no quiere decir que la naturaleza sea una invención o que no allá nada ‘ahí afuera’, lo que sea que esto signifique. 

Que el conocimiento sea función de la cultura y el momento histórico indica que todo lo que digamos del mundo está necesariamente cargado de sentidos propios de nuestra cultura. El caso de la naturaleza no es diferente y el estudio que Haraway ha hecho de este término en la segunda modernidad nos muestra que éste es un concepto complejo, multívoco, cuyos sentidos se entrelazan entre sí. Por esto, esta autora considera que es importante develar los diferentes sentidos contingentes, culturales e históricos de la naturaleza como uno de los primeros pasos para el planteamiento de alternativas a las Weltanschauungen hegemónicas en la segunda modernidad. A continuación, presentaremos algunos de los sentidos que la modernidad le ha dado al concepto de naturaleza y que Haraway ha expuesto en su obra. 

La naturaleza como ente aislado 

El rechazo a la concepción moderna ortodoxa de un mundo compartimentado en dominios aislados y en algunas ocasiones irreconciliables entre sí, es determinante en la propuesta teórica de Haraway. Para esta autora, esta creencia ha hecho posible la reproducción y la legitimación de la Weltanschauung liberal, al igual que muchas de las prácticas dominadoras a las que se oponen las prácticas discursivas liberadoras contemporáneas, entre las que se encuentra el ecologismo (Haraway, 1978a). 

Una de las maneras más prominentes en que el pensamiento moderno tradicional ha dividido el mundo es a través de dualismos. Estos han permitido construir pares de entidades que se asumen excluyentes y opuestas entre sí. Además, estas dicotomías han servido como herramientas epistemológicas/ cognitivas/ experienciales que se han articulado de manera sistemática “a las lógicas y prácticas de dominación (…) de lo que se ha constituido como otro” (Haraway, 1991: 177). 

En lo que compete al ecologismo, la deconstrucción del dualismo naturaleza/cultura ha sido de vital importancia en la tarea de elaboración de Weltanschauungen alternativas a las hegemónicas en la segunda modernidad (Ángel, 1996). Haraway comparte esta posición, resaltando que “la dominación de la naturaleza” es un principio dentro de la historia occidental del que “desde Aristóteles hasta Hegel y Sartre, no se ha estado en desacuerdo” (1984: 492). Además, esta autora agrega que este tiene que ser analizado junto con el dualismo sexo/género, pues este último ha sido una construcción que se ha hecho sobre las bases de la escisión naturaleza/cultura (Haraway, 1989). 

La intersección entre los pares naturaleza/cultura y sexo/género es el argumento inicial de Haraway para justificar la utilidad y relevancia que pueden presentar el feminismo y los estudios de género para el ecologismo. Muchos de estos últimos, desde el decenio de 1970, han analizado la forma como la categoría ‘naturaleza’ha sido una construcción dinámica que no puede verse como un ‘hecho’o una realidad independiente de las prácticas discursivas humanas. Conjuntamente, este concepto ha operado como discurso legitimador de la dominación de los seres animales humanos que dentro de la modernidad se han catalogado como mujeres (Haraway, 1978b). 

Que la naturaleza sea una construcción social quiere decir que la idea que tenemos de ella es función tanto de las experiencias que adquirimos al interactuar con ella, como de la red discursiva que constituye nuestras Weltanschauungen personal y cultural. Así, la visión constructivista de la naturaleza significa que la idea que tenemos sobre ella está completamente permeada por nuestra cultura y prácticas discursivas personales, y esto es inseparable de la ‘correspondencia’de ésta con el mundo, para ponerla en términos positivistas. Haraway ilustra este punto de diversas maneras. Una es mostrando como la biología nos ha presentado los seres vivos sospechosamente acorde a los principios del neoliberalismo moderno tardío. En la sociobiología, uno de los discursos imperantes dentro de la biología actual, los seres vivos son entendidos como “estrategas sociales”, lo que convierte la vida animal no humana en una lucha muy similar a la que llevan los seres animales humanos dentro del mercado neoliberal, en donde toda acción es reducida a una estrategia. Así, metáforas como “reservas energéticas, patrones de forrajeo, posibilidades de inversión genética, beneficios por el engaño sexual, maniobras sociales” (Haraway, 1989: 128) son las que describen la conducta animal no humana. Igualmente, “todas las estructuras biológicas son [presentadas como] expresiones de un cálculo genético de intereses” (Haraway 1991: 99), y “la naturaleza” queda “construida [estrictamente] en términos del mercado y la maquinaria capitalistas” (Haraway, 1991: 51). 

Otro ejemplo que Haraway (1978b) emplea para mostrar la incrustación de las redes discursivas culturales en nuestra visión de la naturaleza tiene que ver con el masculinismo propio de Occidente. En las teorías sobre el origen del ser animal humano –que curiosamente es denominado, incluso dentro de la ciencia, como el ‘hombre’-, las primatólogas masculinas de comienzos de la segunda mitad del siglo XX desarrollaron una hipótesis, conocida como el “hombre cazador” o la “hipótesis de la caza”, en la que los rasgos que tradicionalmente se han asociado como masculinos –e.g. la agresividad, la caza- son mostrados como los motores del surgimiento del ser animal humano como especie única dentro de los primates. Esta formulación, si bien es plausible en función de datos y fósiles, fue posteriormente cuestionada por otra –la de la “mujer recolectora”- que, al ser complementaria, se ha constituido en una fuerte adversaria como modelo explicativo dentro de una concepción de la ciencia reduccionista, donde una de las dos estrategias adaptativas debe ser el motor evolutivo. Este caso es muy ilustrativo de la tendencia ‘natural’que tienen las científicas masculinas modernas en considerar primero al macho de la especie como agente de cambio, pues, al ser las dos teorías complementarias, no hay criterios, con base en la ‘evidencia’, que permitan concluir que la hipótesis de la caza tuvo mayor incidencia en el brinco evolutivo que los roles recolectores y de trasporte de crías de nuestras antepasadas hembras (Cobb, 2005). 

La naturaleza como discurso de dominación 

Lo anterior nos lleva a un segundo sentido de naturaleza: lo inevitable. Efectivamente, lo natural ha sido visto dentro de la tradición moderna ortodoxa como aquello que está por fuera de la agencia humana y por lo tanto es inalterable y, en consecuencia, ineluctable. “La unión [de lo político y lo fisiológico] ha sido una gran fuente de justificaciones de la dominación, modernas y antiguas, especialmente de aquellas basadas en las diferencias vistas como naturales, dadas, inevitables y, por lo tanto, morales” (Haraway, 1978a: 22). 

Lo natural significa dado y, por lo tanto, de obligatoria aceptación. En los discursos científicos, principalmente en las ciencias sociales y biológicas, se han presentado ciertos rasgos, conductas o fenómenos como inherentes, que han sido legitimados mediante los principios de verdad y corroborabilidad de los discursos científicos tradicionales. Dichos principios operan, por lo general, a través de la diferencia, al mostrar como existen distinciones entre entidades similares, las cuales se convierten en categorías. Así, la raza, el sexo, la especie son términos que efectivamente hacen referencia a diferencias experimentables –i.e. veraces y corroborables-. El problema surge, señala Haraway (1989: 1991), cuando estas distinciones, entre otras cosas arbitrarias, son extrapoladas para abarcar otras conductas o características. 

El problema no es si en verdad se puede hablar de raza, sexo, o especie, sino qué implican estos conceptos. ¿Qué implica ser negro, ser mujer, o ser humano? Es aquí donde la dominación entra en los discursos científicos, pues estas categorías experimentables, son empleadas para naturalizar conductas y así legitimar acciones frente a ciertas personas, especies, poblaciones o grupos sociales. En consecuencia, un rasgo, digamos la organización social jerárquica y la posición al interior de esta en las sociedades modernas, es visto como inherente a las sociedades animales, naturalizándolo y, por lo tanto, legitimando y perpetuando su existencia dentro de las sociedades humanas en la segunda modernidad (Haraway, 1991). Por esto, es importante resaltar que “el profundo grado en el que está incrustado el principio de dominación en nuestras ciencias naturales no debe subestimarse, especialmente en aquellas disciplinas que buscan explicar el comportamiento y los grupos sociales” (Haraway, 1978: 22). 

Son innumerables los ejemplos en los que una categoría aparentemente científica o neutra se ha empleado –y se sigue empleando- para controlar la conducta de personas humanas o no. Por su posición feminista, Haraway menciona de forma recurrente la naturalización de prejuicios frente a los seres animales humanos femeninos, pero éste no es el único caso que utiliza para ilustrar que la naturaleza opera como discurso legitimador de prácticas de dominación. Volviendo al caso de las teorías sobre el origen de la especie humana, esta autora llama la atención sobre la manera en que el estereotipo moderno ortodoxo de la heteronormatividad es presentado como un atributo natural de la organización social humana. En palabras de esta autora (Haraway, 1991: 137), en la lucha por la perpetuación de la especie, las teorías evolucionistas afirman que “para sobrevivir materialmente cuando los hombres y las mujeres no pueden hacer el trabajo de los otros [i.e. cazar o recolectar alimentos y ocuparse de las crías] y para satisfacer estructuras profundas de deseo dentro del sistema sexo/género, en el que los hombres intercambian mujeres, la heterosexualidad se hace obligatoria”. En otras palabras, la heteronormatividad ha sido de vital importancia en la evolución humana, para asegurar su supervivencia como especie, por lo que conductas homosexuales, implícitamente, significarían la extinción de estos homínidos exitosos. Esta naturalización de la heterosexualidad –y la complementaria exclusión de la homosexualidad- opera como mecanismo para la reprobación de organizaciones sociales distintas a la familia cristiana de comienzos de la modernidad industrial, que tiene como consecuencia, ‘natural’, la imposición y legitimación de los roles tradicionales de género. De esta suerte, Haraway muestra como “la heterosexualidad obligatoria es entonces central a la opresión de la mujer”. 

Esta normalización de comportamientos de género tradicionales va más allá. La idea de lo natural, en la lógica moderna, tiene que tener un opuesto, que en el caso de los discursos sobre el comportamiento toma la forma de lo patológico. Para Haraway (1989: 358), “a la sombra de lo normal acecha el espectro de lo patológico: el placer sexual femenino para la satisfacción personal de las mujeres - como signo de su existencia como fin en sí mismo y no como elemento funcional- y no como mecanismo que se activa dentro del reino del género bajo los roles de madre, esposa o incluso amante, es decir, bajo la dominación masculina”. Con esto Haraway revela como los discursos ‘inocentes’, ‘naturales’, sobre los seres animales humanos implican la dominación de algunos sujetos, mediante la perpetuación de ciertas conductas que son presentadas como naturales, es decir, necesarias. 

En este punto vemos la intrincación de los sentidos de la idea de naturaleza. “El concepto de existir como fin en sí mismo es incompatible con la división binaria entre normal y patológico; este binarismo es sobre funciones y medios y no sobre fines. En la ideología patriarcal, Ser mujer se logra mediante funciones a ellas asignadas y nunca a través de los fines por ellas mismas establecidos” (Haraway, 1989: 358). 

La naturaleza como discurso científico 

Lo anterior nos muestra otro sentido central en la construcción de la idea de naturaleza en las sociedades de la segunda modernidad: la naturaleza como una construcción científica. Efectivamente, la ciencia se ha convertido en la red de discursos que dictamina qué vale como realidad, y por lo tanto, por naturaleza (Wallerstein, 2007: Lyotard, 1998). Por esto, es imposible no ocuparse de la ciencia en un análisis del concepto de naturaleza en la modernidad tardía. 

El aspecto más importante que Haraway resalta en la deconstrucción del concepto moderno ortodoxo de naturaleza como elaboración discursiva científica, es su cambio a través de las elaboraciones discursivas de la ciencia tradicional. Esta autora (1997) menciona que la naturaleza se trasforma primero en biología, para después convertirse en genética. Esto es crucial, pues una de las críticas más fuertes por parte de algunos ecologismos y de la epistemología de la ciencia y la ciencia ortodoxa a los desarrollos posestructuralistas –incluyendo a Haraway- es el rechazo por parte de estos últimos de una idea fija de realidad o naturaleza (Sessions, 1995: Popper, 1997: Sokal y Bricmont, 1999). Que a través de la biología ortodoxa, la naturaleza se haya ido trasformando, muestra cómo la ciencia no puede dar recuentos ahistóricos de sus objetos de estudio. Por lo tanto, nos volvemos a encontrar con el carácter constructivista de la naturaleza, incluso por parte de los más fervientes defensores de un objetivismo trascendental. Esto es central en el discurso liberador de Haraway, pues cuestiona la autoridad científica que tradicionalmente, bajo su argumento de verdad y objetividad, desea presentarse como la “cultura de la no cultura” (1997: 23). 

Un ejemplo claro de constructivismo dentro de la ciencia es la raza. Haraway (1996: 339) señala que “si el escéptico del análisis posestructuralista aún necesita ser convencido con un ejemplo del entrelazamiento inextricable entre una realidad física, científica y discursiva específicamente histórica, la raza puede ser el indicado”. Y agrega que “lo discursivo nunca ha tenido tanta vitalidad como en los siempre vivos corpus de sexo y raza”. Efectivamente, la raza ha sido una categoría ‘natural’donde se han entretejido lo biológico, lo científico, lo político y lo religioso. Si bien la ciencia ha querido pasar el racismo científico de la primera modernidad2 como un evento bochornoso de mala ciencia ya superado, éste es un discurso que sigue haciendo su aparición dentro de las prácticas científicas (Bernal, 1995: Stengers, 2003). Como muy bien señala Haraway, el problema del racismo no se limita a textos puramente científicos, sino perdura en el cruce de múltiples prácticas discursivas. Es más, el nacimiento del racismo científico surge, a finales del siglo XIX, del cruce de las teorías sobre la herencia y el Arianismo, una ideología que se basaba en la supuesta supremacía de las recién ‘descubiertas’razas europeas (Jackson, 2005/2006). 

2. Desde la Revolución industrial hasta la Primera Guerra Mundial.

El Arianismo que, dependiendo de los indicadores elegidos para corroborarla, está en el límite entre ideología y ciencia, muestra lo difícil que puede ser sostener la idea de una división clara entre mala ciencia y buena ciencia. Hoy día, el racismo científico sigue tomando el vestido de la salud, la biología y la higiene –lo que Foucault llamo biopolítica, y que Haraway utiliza constantemente-, pero también se esconde detrás de la omisión, por lo que el claro sesgo ideológico que supuestamente permite identificar fácilmente a la mala ciencia no es tan obvio (Bernal, 1995: Joseph, 1995). 

Por otro lado, Haraway muestra el dinamismo del concepto de raza dentro de los discursos biológicos mostrando no sólo cómo éste cambia con el tiempo, sino también la manera en que ciertos discursos de racismo científico han sido apartados de las prácticas científicas más por razones políticas que por simple refutación. Esta autora comenta que, tras el escándalo del ariocentrismo nazi, fueron las Naciones Unidas las que impulsaron una versión antirracista de las ciencias biológicas y sociales con proyectos como el “Hombre de la Unesco”, y no un avance en biología que obligara el retroceso de ciencias como la eugenesia o la biometría (Haraway, 1989). Esto muestra ciertas limitaciones a las ideas realistas de validación y neutralidad científica desarrolladas por Popper, pues, como apunta Gautero (2003: 70), no existían motivos ‘empíricos’para rechazar los postulados racistas de la primera modernidad, por lo que “el paso de una de esas verdades a la otra se ha debido más a la Segunda Guerra Mundial y la consideración de las mortíferas consecuencias de las ideologías racistas que a descubrimientos científicos decisivos”. 

La naturaleza como discurso dinámico 

Otra consecuencia del enfoque constructivista de Haraway es que el concepto de naturaleza es dinámico. Esto implica que la idea que se ha ido construyendo la modernidad ortodoxa de esta no es una, y por lo tanto no corresponde a una simple concordancia con la realidad como pretende el positivismo. Por ejemplo, esta autora hace un recuento de cómo, antes de la Primera Guerra Mundial, la primatología norteamericana estaba repleta de teorías que estaban en fuerte sintonía con el modelo liberal del momento, basado en el funcionalismo y en los sistemas jerárquicos (Haraway, 1978a). Por el contrario, con el advenimiento de la Guerra Fría y el retorno de los discursos ultraliberales, las relaciones sociales entre los seres vivos dentro de los discursos de la primatología, se trasformaron en un campo de batalla, en el que el individualismo metodológico y las tácticas de guerra y del libre mercado dejaron de ser exclusivas de la especie humana o de las civilizaciones modernas, para ser un rasgo común a los seres vivos, gracias al triunfante discurso de la sociobiología. Así, Haraway (1991: 68) escribe que, en la segunda modernidad, “la naturaleza, incluida la naturaleza humana, ha sido teorizada y construida con base en la escasez y la competencia”. Dicho cambio de enfoque, afirma la autora, no se limita a una mejora de las teorías científicas a través de métodos intrínsecos a ella como la falsación popperiana, sino a un cambio de mentalidad que se dio en la segunda modernidad, donde los discursos del neoliberalismo económico y el militarismo norteamericano, cambiaron las Weltanschauungen modernas hegemónicas. De esta forma, la biología de la primera modernidad no es simplemente recogida por la sociobiología, la biología molecular y la biología genética de la segunda modernidad, sino que estas últimas implican completas revoluciones científicas en el sentido kuhniano del término. 

Sin embargo, el dinamismo del concepto moderno de naturaleza no obedece únicamente a los cambios conceptuales, paradigmáticos y epistemológicos al interior de las ciencias, sino que, de igual forma, aduce a la pluralidad de sentidos del término. Por ejemplo, Haraway (1997: 102) recuerda que, además de su papel dentro de los discursos científicos, “la naturaleza a su vez ha servido como modelo para la acción humana, siendo una base poderosa para el discurso moral”. De esta manera, el concepto de naturaleza dentro de la modernidad ha tenido tanto un sentido moral como de realidad. 

Una clara ilustración de la naturaleza como referencia moral está dada en la heteronormatividad que esta autora menciona en varias ocasiones. Efectivamente, frente al surgimiento de los movimientos por la diversidad sexual en la segunda modernidad, diferentes posturas ortodoxas han acudido a la idea de naturaleza para oponerse a la lucha por la igualdad de derechos por parte de las personas que se adscriben o son adscritas a identidades en función de gustos sexuales diferentes a los establecidos por la tradición moderna hegemónica. Por ejemplo, diferentes personas simpatizantes de Weltanschauungen modernas con un fuerte anclaje judeocristiano argumentan que el homosexualismo constituye un conjunto de “relaciones sexuales contra natura” (Martínez, 1999: 20). Esta afirmación no está basada simplemente en sistemas de creencias o Weltanschauungen premodernas, sino que está apoyada en métodos de discusión y argumentación propios de la filosofía y la ciencia modernas ortodoxas. Independientemente de que las creencias en contra de la diversidad sexual de corte judeocristiano no resistan un análisis riguroso, éstas se han trasformado durante la segunda modernidad, al incorporar elementos de la filosofía y la ciencia en sus Weltanschauungen. En consecuencia, diversas religiones cristianas han empleado discursos provenientes de la ciencia para validar sus posiciones provenientes de la interpretación bíblica (Moon, 2005). Esto ha conducido a Weltanschauungen que a pesar de estar fundadas en tradiciones religiosas que en principio se pueden considerar premodernas, son fruto de la modernidad. Por ejemplo, Martínez legitima su posición antes mencionada tras hacer un análisis del homosexualismo desde diferentes discursos científicos, señalando que, “desde el punto de vista biológico, la función básica de la sexualidad es la reproducción de las especies mediante la unión de gametos de distinto sexo”, por lo que “el ser humano es, no de modo excepcional sino fundamentalmente, bisexual” (1999: 5). Así, Martínez (1999: 3) afirma que no es una persona homófoba, sino que ha llegado a esta posición después de “renunciar de antemano a posturas dogmáticas” y “hacer frente a determinados hechos honestamente, sin someterse de modo incondicional a la tradición [cristiana]”. 

Este último argumento nos permite ver la pluralidad de Weltanschauungen modernas ortodoxas, y la forma en que la idea moderna de naturaleza es empleada con diversos sentidos. Esta última no es un concepto exclusivo de la ciencia, o de las sociedades que las han impuesto en otras regiones. “Si alguna vez lo fue, la naturaleza ha dejado de ser simplemente una imposición social y epistemológica occidental. Como otros lenguajes del colonizador que han sido reinventados para otras conversaciones, los lenguajes de la naturaleza se han vuelto poliglotas e internacionales” (Haraway, 1989: 274). 

La reapropiación de la idea de naturaleza por distintos agentes humanos y los múltiples sentidos que esto conlleva es central en la propuesta de Haraway, pues este acto le da una nueva centralidad a este concepto. Según esta autora, las diversas “construcciones de la naturaleza” son “un proceso cultural crucial para la gente que necesita y espera vivir en un mundo menos invadido por las dominaciones de raza, colonialismo, clase, género y sexualidad” (Haraway, 1991: 2). Esto se debe, en parte, a otro sentido que la palabra naturaleza ha tenido en la modernidad: qué cuenta como ser humano. 

Precisamente, la idea de naturaleza humana ha jugado un papel fundamental en los discursos de reivindicación, construcción, aceptación, rechazo, negación y dominación del otro humano. Haraway (1996) ha escrito que la biología es la continuación de la política por otros medios, pues ésta ha servido para definir “quién puede contar como ‘nosotros’” (1984: 490), al igual que como herramienta para legitimar la reproducción de prácticas sexistas y de dominación (1978). Para esta autora (1991), las ciencias de la naturaleza brindan herramientas para la dominación del cuerpo y comunidades humanas mediante la construcción de la categoría naturaleza, la cual permite imponer límites a la agencia y libertad humanas. Por esto la apropiación y resignificación del concepto de naturaleza es importante en los procesos de reivindicación y liberación social. Esto se puede corroborar, por ejemplo, volviendo al caso del actual debate sobre la diversidad sexual. Justamente, algunos grupos del movimiento por la diversidad sexual han considerado vital definir la homosexualidad como una variación humana normal o natural para legitimar la aceptación de la multiplicidad de comportamientos sexuales, al igual que el reconocimiento de los LGTB como minoría (Miceli, 2005). 

Con el sentido de naturaleza que dan ciertos discursos morales y religiosos, y la idea de naturaleza humana vemos que el concepto moderno de naturaleza, aunque tiene una base científica, es una construcción con múltiples sentidos que escapan a las regulaciones propias de la práctica científica. Algo que nos remite de nuevo al diagnóstico de Lyotard sobre la condición posmoderna: la permeabilidad de las esferas creadas por los discursos de la primera modernidad. 

La naturaleza como espacio de reinvención 

Por último, Haraway, a partir de mediados de los años 1980, se aleja de la idea de intersección entre la diferentes esferas de la agencia humana planteada por Lyotard, para afirmar que éstas implotan en la segunda modernidad. “Si la creencia en la separación estable de sujetos y objetos fue el rasgo distintivo de la modernidad, la implosión de objetos y sujetos en entidades que pueblan el mundo al final del Segundo Milenio –y el amplio reconocimiento de la implosión tanto en la cultura técnica como popular- es el rasgo de otra configuración histórica” (1997: 42). Esto significa, para esta autora, que categorías como naturaleza, cultura, humano, no humano, natural, artificial, vivo, inerte, sexo, género, son trasgredidas por nuevos fenómenos y sujetos. “Para finales del siglo XX la frontera entre humano y animal ha sido completamente traspasada en la cultura científica en Estados Unidos. Los últimos resquicios con características únicas han sido contaminados o trasformados en parques de diversiones. Ni el lenguaje, ni el uso de herramientas, ni el comportamiento social, ni los eventos mentales, logran, hoy día, establecer una separación convincente entre humano y animal” (1991, 151-152). A su vez, estamos ante “una distinción borrosa entre animal-humano (organismo) y máquina. (…) Las máquinas de finales del siglo XX han hecho completamente ambigua la diferencia entre lo natural y lo artificial, entre mente y cuerpo, entre lo autopoiético y lo externamente diseñado, y entre muchas otras distinciones que solían aplicarse a organismos y máquinas” (1991: 152). 

Esta implosión de esferas se hace evidente en una entidad con la que muchos identifican el trabajo de Haraway: el cyborg. Éste es una criatura híbrida, compuesta por entidades que la modernidad tradicional creía separadas. En ella ya no es posible distinguir entre lo natural y lo artificial, entre lo vivo y lo muerto, entre sujeto y objeto. Esto lo ilustra Haraway con el caso del OncoMouse™, un ratón modificado genéticamente por investigadores de la Facultad de Medicina de Harvard con el fin de volverlo propenso al crecimiento de tumores (OMPI, 2006). Esta nueva criatura es un híbrido entre la intervención humana y la reproducción biológica. Distinto a los primeros cyborgs de Haraway (1991), en los que prótesis mecánicas eran introducidas en organismos vivos –algo cercano a la ciencia ficción y la robótica-, el OncoMouse™ es un todo orgánico, donde la hibridación se da por la manipulación genética y no la incorporación de piezas robóticas o mecánicas. 

El OncoMouse™ disuelve el dualismo naturaleza/ cultura en varios aspectos fundamentales. Primero, este ser vivo no es fruto de la evolución biológica –i.e. natural-, sino de la intervención científica que es responsable de la presencia del oncogen que lo hace propenso a padecer tumores. Esto lo torna un invento y no una alteración normal –e.g. una raza-, según concluye la Oficina Europea de Patentes (OMPI, 2006). Segundo, “su hábitat natural, su escenario de evolución corporal/genética, está conformado por el laboratorio tecnocientífico y las instituciones reguladoras de un Estado-nación poderoso” (1997: 79). Esto problematiza el término principal del ambientalismo: el medioambiente. Efectivamente, el ambientalismo –y el ecologismo, pero recurriendo a conceptos como ecosistema o entorno- parte de la protección o cuidado de un medio natural, no de un laboratorio o unas instalaciones tecnocientíficas. Por último, el OncoMouse™, al ser un cyborg sin prótesis robóticas o mecánicas, disuelve la frontera entre organismo y artefacto de manera distinta a como lo había planteado la ciencia ficción. Este ser vivo deja de ser una emergencia puramente natural, no porque se le incorporen componentes no orgánicos, sino porque se le altera artificialmente lo más orgánico o biológico que pueda tener un organismo: su genética. 

Así, el caso de los organismos genéticamente modificados muestra cómo la implosión de los dualismos modernos es inevitable y compleja. Por un lado, evidencia que el cyborg es una producción de la ciencia moderna que ya habita la segunda modernidad y no una invención de las novelas y cuentos de ciencia ficción, que sólo es tratada como ‘real’por autoras posmodernas o posestructuralistas mediante juegos del lenguaje irresponsables. Por otro lado, nos revela que los cyborgs van más allá de la discusión entre hecho/ficción o verdad/impostura, y que asimismo disuelven la frontera entre ética/ciencia, público/privado, naturaleza/cultura, ser vivo/artefacto, modernidad/posmodernidad, creación/destrucción. Así, la posmodernidad no solo surge como una propuesta filosófica –o un “modo”, en términos de Lyotard-, sino también como un diagnóstico de eventos –i.e. hechos- que se dan en la segunda modernidad. 

El ecofeminismo no esencialista de Donna Haraway 

Este primer análisis de la obra de Donna Haraway, enfocado en el estudio de su crítica al concepto moderno tradicional de naturaleza, nos permite hacer unos primeros esbozos de la propuesta ecofeminista de esta autora. Recordamos que nuestra intención en esta investigación es hacer un análisis de la propuesta de la autora y no una crítica a esta. 

En primer lugar, el partir del cuestionamiento posmoderno o posestructuralista a los dualismos y compartimentaciones modernas, para luego declarar la implosión de las esferas modernas en la segunda modernidad, conduce a esta autora a renunciar a la posición esencialista del ecofeminismo clásico o espiritualista. Este último legitima la idea moderna de que la mujer está más cerca a la naturaleza y considera que existe una relación ontológica entre mujer y naturaleza que hace a las primeras algo así como intrínsecamente ecologistas (Sevilla y Zuluaga, 2009). Por el contrario, Haraway se opone a la concepción del feminismo de la segunda ola, en el que se reconoce al género como una construcción social, al mismo tiempo que se ancla al sexo, el cual se sigue viendo como un rasgo natural u ontológico. Para esta autora (Haraway, 1991: 138), “lo que hace a una mujer es una relación específica de apropiación por el hombre. Al igual que la raza, el sexo es una creación ‘imaginaria’del tipo que produce realidad, incluyendo cuerpos que después son percibidos como anteriores a toda construcción. La ‘mujer’solo existe como esta clase de ser imaginario, mientras las mujeres son el producto de una relación social de apropiación, naturalizada como sexo”. De esta forma, Haraway desnaturaliza la mujer al disolver el dualismo sexo/género que ha sido decisivo en el feminismo de la segunda ola, al problematizar el concepto de sexo. 

Por otro lado, Haraway ha querido mostrar la forma en que la ciencia ha sido empleada por la modernidad para presentar sus categorías como universales –e.g. sexo, trabajo, raza, mujer, reproducción, cultura, naturaleza-, negando su carácter de construcciones históricas altamente problemáticas. Esta universalización, a su vez, ha funcionado como mecanismo de legitimación de prácticas de negación y dominación, pues hace pasar particularidades culturales como rasgos constitutivos de la naturaleza humana. Por esto Haraway se centró en sus primeros escritos en la primatología, pues ésta, al tratar del origen del ser humano, ha establecido qué es cultural y qué natural –i.e. obligatorio- en el ser humano. En esta disciplina, esta autora observa, por ejemplo, que las hembras primates son descritas como seres que “simplemente no buscan el poder, evitan todo problema y ayudan a su familia y a sus amigos” (1989: 147). Esta caracterización sirve de herramienta a las personas modernas para negar que la mujer haya sido apartada de la esfera política y relegada a la vida privada y familiar, pues funciona como argumento para sostener que esa es su ‘naturaleza’, ya que no está en su esencia tener un espíritu activo o interesarse por los asuntos públicos. A su vez, la primatología ha naturalizado las conductas del ser humano liberal, al igual que el autoritarismo moderno. En primatología, escribe Haraway, se llega a afirmar que la agresión humana, principalmente la masculina, es una propiedad de los primates. Por ejemplo, en un texto de Washburn y Hamburg, se dice que “en primates no humanos, la agresión es constantemente remunerada y, sostienen los autores, los individuos (machos) agresivos tienen mayor cantidad de crías” (Haraway, 1978b: 52). 

Manifestar, como hacen las ecofeministas espiritualistas, que la mujer está más cerca de la naturaleza, es dejarle la puerta abierta a la naturalización de toda una serie de creencias, discursos y prácticas propias de la modernidad ortodoxa. Haraway, por el contrario, sueña con un mundo sin género, donde la naturaleza es reconocida como “un proceso cultural crucial para la gente que necesita y espera vivir en un mundo menos invadido por las dominaciones de raza, colonialismo, clase, género y sexualidad” (1991: 2). Para esta autora, la pérdida del género no necesariamente tiene que ser negativa para el feminismo o las personas que se insertan –o son insertadas- en la categoría mujer. El (eco) feminismo de la tercera ola ha defendido la posición de que los esencialismos más que beneficiosos son riesgosos, pues han operado como base de los discursos colonizadores. “El sueño [de la segunda ola] feminista de un lenguaje común, como todos los sueños de un lenguaje completamente verdadero en el que se describe la experiencia con una fidelidad perfecta, es totalizante e imperialista” (Haraway, 1991: 173). 

Abandonar los esencialismos y la idea de que se posee la ‘Verdad’conduce a Haraway a ahondar en otro de los grandes aportes del feminismo de la tercera ola: la crítica a la heteronormatividad. Esta autora descubre que los discursos esencialistas provenientes de la biología naturalizan la idea de la mujer como agente encargado de la reproducción de la especie, una figura que es compartida por el ecofeminismo clásico pues, según éste, las mujeres tienen “una relación particular con la naturaleza en virtud de su biología (principalmente por su capacidad de engendrar)” que les da una mayor proximidad con ella, lo que las califica “a hablar en nombre de la naturaleza de forma más sincera” (Buckingham, 2004: 147). Aceptar esto es avalar la heteronormatividad, ya que legitima, mediante la naturalización, el discurso moderno de la coherencia heterosexual. Según Haraway (1991: 138), “desde este punto de vista, las lesbianas no son ‘mujeres’porque están por fuera de la economía política de la heterosexualidad”. Y agrega que “la sociedad lésbica destruye a las mujeres como grupo natural”. De esta forma, la propuesta de Haraway introduce la discusión sobre la diversidad sexual dentro del ecofeminismo. 

De manera similar, el cuestionamiento de la naturaleza humana, y por lo tanto del sexo y el género, va acompañado en Haraway por la defensa del cyborg como posibilidad de nuevas formas de existencia. Esto le ha traído fuertes críticas. Por ejemplo, Sessions (1995: 10) considera que “ella anima a las mujeres a que no busquen una totalidad orgánica”, al sugerirles que “no deben apartarse del nuevo futuro biotecnológico y de las comunicaciones, pues ellas tal vez puedan guiarlo en la dirección de la creatividad y la libertad, disminuyendo así sus impactos negativos”. Sin embargo, Haraway no defiende la tecnociencia incondicionalmente, y es crítica de esta. Aunque es cierto que ella ve en la tecnociencia un mecanismo de liberación, y manifiesta que “desde el principio, la ciencia ha sido utópica y visionaria”, por lo que “la necesitamos” (1991: 192), también ha reconocido que la ciencia ha operado, asimismo, como herramienta de opresión. Asimismo, los cyborgs no son una defensa de un mundo completamente artificial, donde lo no humano ha dejado de ser libre y espontáneo, para convertirse en invento como el OncoMouse™. Los cyborgs, más que un rechazo a “nuestros orígenes orgánicos” (Sessions, 1995: 10), se refieren a la negación de la posibilidad de volver a un pasado sin tecnociencia, donde las esferas creadas por la modernidad vuelvan a ser válidas. La salida a la actual crisis ecológica, según Haraway, es reinventarnos, no devolvernos. Para la autora, los cyborgs representan una regeneración y no un nuevo comienzo. Regenerarse significa sustituir partes, no comenzar de cero. Como sucede con la salamandra, cuando pierde una extremidad, otra le vuelve a crecer, pero bajo el riesgo de que sea distinta, deforme, monstruosa. La salamandra no vuelve a comenzar sino que sigue, pero sustituyendo o regenerando, y no replicando, una de sus partes. Igualmente, la regeneración mediante la hibridación, escribe Haraway (1991: 181), abre la posibilidad de que, como la nueva extremidad de la salamandra, la parte “regenerada sea monstruosa, esté duplicada o resulte más potente”; algo que abre la posibilidad de soñar con “un mundo monstruoso sin género”. 

De esta manera, Haraway no es inocente, como afirma Sessions (1995), sino que es muy consciente de los riesgos que puede acarrear la reinvención tanto de los seres humanos como de su entorno. Además, esta autora toma la ciencia ficción como metáfora y relatos con un fuerte contenido político y crítico de la segunda modernidad, pero no como guía incuestionable. Por ejemplo, en lo que respecta a la escritora Octavia Butler, critica su incapacidad de superar los sesgos heterosexuales de la modernidad; un crítica que, curiosamente, nunca va acompañada de un reconocimiento de las trasgresiones -es decir, del cyborg- que Tiptree, Jr., otra autora de ciencia ficción, realizó al reinventarse como Alice James Racoona Tiptree Sheldon, Jr., un nombre que la identifica como mujer –Alice-, hombre –James-, ser animal no humano –Racoona (mapache)-, vegetal –Tiptree-, ser humano miembro de una cultura específica –Sheldon, un único apellido como en la tradición anglosajona-, la cual es patriarcal –el Jr.-. 

Otro aspecto del planteamiento de Haraway que puede haber dado pie a malentendidos, es la primera definición de cyborg, que da en el Manifiesto para cyborgs. En este artículo, ella escribe que “un cyborg es una criatura híbrida, compuesta de organismo y máquina” (1991: 1). Así, el cyborg se limita a aquella criatura presente en la ciencia ficción donde la hibridación sólo se da entre tecnología de punta y organismo vivo. Sin embargo, para los años 1990, esta autora empieza a ampliar el sentido de cyborg, para incluir entidades como el OncoMouse™, y para mostrar como el cyborg más que una figura que representa la tecnofilia aparentemente ubicua en la ciencia ficción, es una metáfora del mestizaje y la trasgresión. Haraway, al trasgredir las esferas propias de la modernidad tradicional, busca construir un discurso que se opone a los purismos. 

Esta oposición a los purismos no ha sido fácil dentro de los debates ecologistas y ambientalistas, pues incluye una desconfianza a discursos como el conservacionista o los antitrasgénicos. Sin embargo, la posición de Haraway no es de rechazo a espacios aparentemente prístinos o a prácticas agrícolas más sistémicas, no tecnocientíficas, sino a los efectos secundarios que pueden emerger de discursos que se mueven alrededor de la idea de pureza. Para esta autora este tipo de discursos pueden correr el riesgo de asemejarse a los discursos nacionalistas y racistas de la modernidad ortodoxa, donde la pureza es un valor capital. “No puedo evitar escuchar en los debates sobre biotecnología, un subtexto inconsciente de miedo al extraño y de sospecha al mezclado” (1997: 61). En consecuencia, su defensa del cyborg puede interpretarse como una invitación a rechazar los purismos tan propios de la modernidad y que se han manifestado como racismo, nacionalismo, homofobia, conservadurismo, entre otros. 

A su vez, una de las razones por la que el rechazo al purismo de Haraway haya despertado tanta aversión puede deberse a la falta de alternativas que ella ha dado a la modernidad tardía de corte tecnocientífico. Aunque esta autora intenta incorporar en sus textos las críticas que escritoras no blancas, no occidentales, y no heterosexuales han hecho a la modernidad, el ecologismo, y el feminismo anglosajón, su metáfora del cyborg no logra plasmarlo satisfactoriamente. Como bien indica Fischer (1997: 840), en su trabajo, en general, “no hay un estudio serio de perspectivas culturales alternativas”. Por esto las metáforas de Haraway pueden parecer simpatizantes de relatos, como muchos de la ciencia ficción y la tecnociencia, que se articulan cómodamente a las prácticas hegemónicas dentro de la modernidad tardía, donde la tecnofilia y el desprecio a discursos, grupos sociales, o culturas no occidentales son omnipresentes. Precisamente, el ecofeminismo de Haraway, a pesar de su crítica al universalismo científico y al androcentrismo moderno, no logra develar las normas universalistas, las prácticas racistas-sexistas, el antropocentrismo, y el liberalismo centrista que proporcionan el andamiaje cultural-intelectual que hace que la modernidad se imponga y opere en todo el mundo (Wallerstein, 2007). Aunque esta autora propone un conocimiento situado alternativo al universalismo científico, al igual que parte de un feminismo crítico y dedica sus últimos textos a las relaciones interespecies, su ambigüedad frente a la tecnociencia y su escaso estudio de propuestas no provenientes de académicos o escritores no primermundistas, ha facilitado malentendidos dentro del ecologismo que, a veces, han conducido a presentar a Haraway como una académica eurocentrista antiecologista o antiambientalista. 

Por último, el papel que el concepto de naturaleza juega en la propuesta de Haraway es diferente al que juega en otros desarrollos de autoras posestructuralistas. Por ejemplo, para Escobar (1999: 4), la naturaleza “es una categoría específicamente moderna”, ausente en muchas sociedades no modernas. Además, agrega que este concepto se encuentra “conceptualmente ausente” en el dominio posmoderno. Así, aunque esta persona autora conserva el término “por nuestra cercanía histórica al régimen moderno”, su propuesta antiesencialista no le da centralidad a este. Por el contrario, Haraway ve en la naturaleza un concepto que ha sido reapropiado por grupos sociales colonizados por la modernidad, y que ha tomado un papel central en sus luchas por la reivindicación, la supervivencia, y la libertad y la independencia, por lo que el problema no radica simplemente en mostrar que éste es una construcción social o cultural. Haraway adopta la propuesta de algunas autoras frente a la idea de globalización, en la que las prácticas modernas se han vuelto inherentes tanto a sociedades en el centro como en la periferia, por lo que la separación en diferentes regímenes de naturaleza o grupos sociales ya no es posible (Comas, 1998). 

La globalización nos lleva entonces a uno de los mayores obstáculos a los que se ha enfrentado el ecologismo como red de discursos que buscan alterar radicalmente la Weltanschauung moderna ortodoxa: qué cambiar de la modernidad y cómo, cuando ésta es profundamente heterogénea y se ha mezclado con otras Weltanschauungen hasta tal punto que es difícil distinguir qué es moderno y qué no. 

Aquí vuelve a surgir la metáfora del cyborg como una criatura híbrida y bastarda cuya fortaleza radica precisamente en su impureza y no en ser posiblemente la última fuente de una alternativa anterior, ajena completamente a esa extraña Weltanschauungen que llamamos moderna y que hace rato dejó de ser simplemente Occidental o europea. 


SEGUNDA PARTE: CRÍTICA A LA CIENCIA MODERNA TRADICIONAL 

La legitimidad de la ciencia moderna ortodoxa ha resultado problemática incluso para las personas que la defienden, pues los retos a los que se ha enfrentado en la segunda modernidad han sido más amplios y complejos que la distinción metodológica bastante clara entre ciencias y pseudociencias, o la relativamente sencilla detección de fraudes como los de Luk van Parijs o Woo Suk Hwank, que se efectúa a través de la corroboración o la revisión por pares. Por ejemplo, mientras Skybreak (2006: 13) afirma que la evolución es considerada “una de las teorías mejor fundamentadas de la ciencia”, y que es “tan innegable como el hecho que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol”, Popper (1981: 121-123) señala que “la hipótesis evolucionista” no es “una ley universal de la naturaleza, sino una proposición histórica particular”, y “no puede de ninguna forma caer dentro del campo del método científico”, por lo que no puede “ser tomada en serio por la ciencia”. Esta discrepancia no trata de prácticas como la astrología, donde el consenso sobre su invalidez científica supera incluso los límites de la comunidad científica, sino del estatus y legitimidad del evolucionismo, una teoría que está en la base de muchas disciplinas científicas, e incluso de las Weltanschauungen modernas hegemónicas. 

Las críticas que se le han hecho a la ciencia tradicional en los últimos cincuenta años han provenido desde diferentes posiciones y han estado dirigidas a varios aspectos. Solamente en el caso del ecologismo, podemos observar que el cuestionamiento es múltiple y abarca elementos tan diversos como su metodología analítica (Gómez, 2002), su monismo disciplinar (Bryant y Goodman, 2008), su efectividad (Naredo, 2001) y su concepción de objetividad (Maturana, 2002), entre otros. Estos reparos no implican una posición anticientífica. Por el contrario, el ecologismo ha encontrado en la ciencia una de sus herramientas de legitimación más efectivas (Kovel, 1996). Por esto, las críticas a la ciencia tradicional y a las alternativas que proponen no deben ser tomadas a la ligera. 

Szasz (1994: 174) escribía en 1961 que “la existencia de un abismo lógico entre naturaleza y convención es un principio fundamental de la ciencia moderna”, pero a partir de los años 1980, el ecologismo posestructuralista ha visto en este “abismo lógico” uno de los grandes problemas de la ciencia tradicional. Donna J. Haraway ha tratado de eliminarlo al mostrar cómo en los discursos científicos, la cultura irrumpe en todo momento, por lo que estos no pueden desarrollar tanto una idea de naturaleza como de ser humano que sea inseparable del contexto cultural en el que se elaboran. Precisamente, Haraway, a través de su estudio de la historia de la biología -especialmente de la primatología y la sociobiología-, ha intentado ilustrar la forma en que datos y teoría se descubren y construyen a través del lente de una cultura y un momento histórico concretos, lo que invalida las ideas de neutralidad y universalidad que las Weltanschauungen modernas hegemónicas han sostenido de los discursos científicos. 

El cuestionamiento de la neutralidad científica mediante la deconstrucción del concepto de naturaleza es un tema de principal interés para el ecologismo, pues éste ha jugado un papel central en la elaboración de esta esfera discursiva y, en muchas ocasiones, en su legitimación. Además, ciertas autoras como Attfield (2006) han sostenido que la idea de naturaleza es indispensable tanto para la filosofía ambiental como para la ética en general, y otras, como Frank (1997), han mostrado cómo ésta, mediante una resignificación, ha sido fundamental en el surgimiento de tratados internacionales y discursos globales, los cuales conforman dos de los logros más importantes de los movimientos ecologistas y ambientalistas. Por estos motivos, tanto la resemantización como la deconstrucción o la posible eliminación del concepto de naturaleza no pueden tomarse a la ligera por el ecologismo y deben estudiarse detenidamente, pues esta práctica no debe olvidar que al buscar ser una alternativa a las Weltanschauungen modernas ortodoxas, la revisión y crítica de cualquier aspecto de estas últimas puede ser de vital importancia. 

El presente artículo busca analizar lo que consideramos son las principales formas de entrelazamiento entre ciencia y cultura halladas por Haraway. Por claridad, dividiremos el estudio de la ciencia de esta autora en cuatro apartados, sin querer decir que estos sean separables en su obra o que obedezcan a una cronología. El primero comprende las críticas más relevantes que Haraway hace a la biología moderna, principalmente en las áreas de la primatología y la biosociología. El segundo, presenta ciertos aspectos éticos de la práctica científica, especialmente en lo referente al otro no humano y a las personas humanas tradicionalmente distinguidas como mujeres. El tercero se ocupa de la tecnociencia, una forma de hacer ciencia que surgió en la segunda modernidad y que tiene diferencias notables con la ciencia tradicional, especialmente en el aspecto praxiológico, aunque sigue obedeciendo a lógicas propias de una Weltanschauung moderna ortodoxa, algo que se aprecia en sus dimensiones epistemológicas y metodológicas (Echeverría, 2003). Por último, esbozaremos rápidamente la alternativa que esta autora ofrece a la epistemología científica moderna, y que ella denomina conocimientos situados –situated knowledges-. 

Este estudio comprende la obra de Haraway posterior a su primer texto, hasta 1997, pues sus más recientes escritos se dedican fundamentalmente al aspecto del Otro no humano, un asunto central para el ecologismo, del que nos ocuparemos en una tercera parte de la propuesta ecofeminista de esta autora. 

Ciencia moderna ortodoxa, cultura y naturaleza 

Muchas personas de ciencia han encontrado el trabajo de Haraway de escaso valor para la ciencia argumentando que es explícitamente sesgado y poco riguroso. Sin embargo, algunas de las críticas más fuertes que resaltan la falta de rigor en algunos de sus datos, se alejan de la discusión científica al no proporcionar ejemplos que ilustren esta afirmación (Dunbar, 1990: Stanford, 1991). Por otro lado, en el caso de críticas a sus estudios en primatología, se puede encontrar dentro de algunas de las reseñas, el reproche al carácter selectivo de los momentos o personajes dentro de la primatología que decide incluir en sus estudios sobre esta ciencia (Betzig, 1991), sin embargo el problema con este cuestionamiento es que olvida que en historia, y Haraway aunque tiene formación como bióloga escribe en gran parte desde la historia de la ciencia, necesariamente tiene que haber un descarte de ciertos acontecimientos, el cual no obedece a criterios normalizados como puede suceder en otras prácticas discursivas (Zinn, 2006). Si bien puede ser claro para la persona dedicada a la química qué registros reunir en su reporte o investigación, la persona que estudia la historia tiene que decidir por sí misma el enfoque y, por lo tanto, los hechos a incluir, en la historia de un objeto cualquiera –sea una persona, un país, un momento, una disciplina, etc.-. Por lo tanto, el caso de Haraway no es de falta de rigor documental, sino de una tarea que muchos podrían ver de traidora, y por lo tanto la fuerte oposición, pues consiste en cuestionar dos valores que en ciencia ortodoxa se han creído indispensables para su legitimidad: la neutralidad y la universalidad; ambos son invalidados por la autora desde diferentes ángulos que veremos a continuación. 

Heterogeneidad metodológica 

A partir de la Segunda Guerra Mundial, la civilización moderna ha sufrido una gran cantidad de cambios que nos permite hablar de otra época: la segunda modernidad. Usamos este término acuñado por Beck (2002) ya que, a pesar del anuncio del fin de los grandes proyectos (Fischer, 1997) o los grandes relatos modernos (Lyotard, 2006), la Weltanschauung moderna ortodoxa sigue siendo hegemónica, aunque muchos de sus pilares se encuentren profundamente cuestionados o estén en crisis. Efectivamente, Haraway (1997:42), señala que aún seguimos en la modernidad y no en la posmodernidad porque “los tres ejes principales de la episteme moderna planteados por Foucault –la vida, el trabajo y el lenguaje- todavía siguen operando en las configuraciones actuales del poderconocimiento”, además de que “el colapso de los grandes relatos que se supone es un síntoma del posmodernismo, no se ve en ninguna parte de la tecnociencia o el capitalismo trasnacional”. 

Sin embargo, algunos de los diagnósticos de Lyotard están en la base de las críticas de Haraway a la modernidad tradicional. Uno de estos es el aumento observable de la complejidad durante la segunda modernidad (Lyotard, 1996). En su análisis de la primatología, Haraway muestra cómo, después de la Segunda Guerra Mundial, ésta se convirtió en una floreciente disciplina que se expandió hacia la investigación en campo y la paleoantropología. Esto no es de menor importancia, pues ilustra cómo la expansión del discurso científico conllevó a la inexorable heterogeneidad metodológica. 

En la ciencia experimental clásica que se lleva a cabo en un laboratorio, una hipótesis es validada gracias al diseño de un experimento –i.e. evento-, que permite el aislamiento de una cadena causal. Esto significa que, en la ciencia experimental clásica, la validación de hipótesis se da gracias a que se logra que ocurra un mismo evento mediante la eliminación de interferencias y el manejo constante de las mismas condiciones iníciales y de proceso. En otras palabras, en un laboratorio se puede afirmar que X es el resultado esperado cuando ocurre x1, sólo porque no sucede x2, x3,…, xn y porque si se repite exactamente el mismo experimento que llevó a la observación de que X es el resultado esperado cuando ocurre x1, sucede este mismo evento. Por lo tanto, la universalidad y corroboración son posibles únicamente porque se replica el mismo evento, y esto es posible gracias a la posibilidad de aislarlo de interferencias. En este sentido, los equipos de laboratorio, la elaboración de un método para la replicación del experimento, y el manejo de objetos replicables se pueden ver como herramientas diseñadas para la replicabilidad de un fenómeno –i.e. experimento-, que viene a ser lo mismo que su blindaje de interferencias (Cartwright, 1999). 

En el caso de la primatología en campo no sucede lo mismo, pues aislar una variable de otras que puedan interferir en la cadena causal, o trabajar con réplicas está por fuera de las posibilidades. A su vez, el comportamiento de los primates es altamente complejo y su descripción y explicación no son sencillas (Reynolds, 1991). Además, el objeto de estudio no está siempre disponible para la observación directa, por lo que la dicotomía sujeto/objeto propia de la ciencia ortodoxa comienza a ser insostenible (Altmann, 1974). Esto implica que la validez de los discursos emergentes de esta práctica no se puede dar mediante la corroboración a través de la reproducción de un experimento. En consecuencia, las personas primatólogas de campo han tenido que recurrir a otros métodos para validar sus teorías, que amplían los criterios de validación científica. Efectivamente, al ser la primatología en campo un área de “investigación no experimental”, ya no es el rigor y la estandarización de la manipulación del objeto de estudio lo que asegura la confiabilidad de la observación. Las científicas de campo tuvieron que recurrir a otros métodos para que sus “descripciones y explicaciones de regularidades que sucedían en sus estudios de campo de simios y monos fueran tomadas en serio” (Haraway, 1989: 304). Según Haraway (1989) estos empezaron a ser establecidos por Altmann en su primer artículo como autora individual. 

Para Altmann (1974), la investigación no experimental se encuentra con el reto de maximizar la validez de sus teorías tanto interna como externamente, a diferencia de la experimental, en la que la maximización es básicamente interna. Es decir, la maximización de la validez de una teoría, esto es, la minimización “del número de hipótesis alternativas plausibles que son consistentes con los datos”, no se puede lograr únicamente con la observación directa del objeto de estudio, sino que a su vez requiere de “del contraste de las interpretaciones y generalizaciones de la muestra [estudiada] con otras situaciones o poblaciones [reportadas por otras investigadoras]” (Altmann, 1974: 229). Justamente, la legitimidad de resultado en la investigación en campo depende de la posibilidad de compararlo con otros resultados, y para esto, el método no es el diseño estándar de un experimento sino el de pautas de muestreo. En consecuencia, la primatología en campo se ocupa de métodos distintos a los experimentales, y esto muestra una manera de hacer y validar ciencia diferente a la establecida durante el siglo XIX. 

La importancia de la manera en que se toma una muestra en el estudio de comportamientos animales en campo radica en que ésta determina la posibilidad de responder satisfactoriamente las preguntas de investigación planteadas (Haraway, 1989). Por ejemplo, con el método de muestreo ad libitum “rara vez es posible establecer cuáles diferencias en los datos se debe a diferencias verdaderas entre individuos, entre sexos-edades o entre comportamientos, y cuáles son simplemente por errores en el muestreo” (Altmann, 1974: 236). Igualmente, la técnica de muestreo por secuencias no provee “buenos estimativos de las frecuencias relativas de los patrones de comportamiento” (Altmann, 1974: 250). 

En el caso de la paleoantropología, el problema de la validación de resultados se enfrenta a otras dificultades no previstas por la ciencia experimental clásica. En primer lugar, la abducción es una etapa central en la investigación con fósiles. La imposibilidad de observar eventos históricos impide que las científicas en este campo no recurran a la inferencia para construir y concatenar hipótesis y que dichas inferencias puedan después ser validadas a través de la inducción, como tradicionalmente sucede en la ciencia experimental (Haraway, 1984). Así, la abducción se convierte en una herramienta metodológica fundamental, y no en un paso despreciable en la investigación científica como lo han retratado tradicionalmente las epistemologías de la ciencia ortodoxas (Hacking, 1996). Efectivamente, Haraway (1989: 188) resalta que, “el discurso evolucionista en general, y la paleoantropología y la primatología en particular, son altamente narrativas”, y agrega que “la teoría evolucionista es una historia imaginaria en la que el requisito de producir reconstrucciones narrativas es la regla principal del juego”. En segundo lugar, la maximización de la validez de resultados por medio del recurso a la revisión por pares es difícil. Como bien señala Haraway (1989: 343), los trabajos de “los investigadores independientes dependen de las afirmaciones hechas por aquellos que controlaban los fósiles, algo que es inadmisible” dentro de una práctica –la ciencia ortodoxa- cuya legitimidad se basa en la corroboración por parte de terceros -¿sino, cómo hablar de universalidad?-. Efectivamente, la paleoantropología es una disciplina que tiene la particularidad de tener como objeto de estudio algo que no está a disposición de cualquiera, por lo que el argumento de Popper (1973: 218) de que el secreto de la objetividad –i.e. legitimidad- científica es que ella, en principio, es pública, es decir, que “cualquiera que se tome la molestia la puede repetir”, no suena muy convincente en esta disciplina. 

Ficción y hechos en las ciencias modernas ortodoxas no experimentales 

Haraway muestra que en la ciencia en la segunda modernidad surgen una serie de estrategias metodológicas debido a la ampliación y complejización de la práctica científica con el fin de cuestionar la validez de un reduccionismo metodológico aún defendido por algunas personas dedicadas a la ciencia o a la epistemología. Esto ya ha sido tratado con detalle incluso por personas defensoras de las versiones más ortodoxas de la Weltanschauung científica moderna (Bunge, 2006). Se puede pensar, más bien, que su objetivo es advertir que la ciencia moderna ortodoxa en su proyecto de ampliación, ha dejado fisuras por donde su legitimidad como empresa que tiene como finalidad “el conocimiento objetivo” (Bunge, 2006: 52), puede ser y ha sido cuestionada. Esto se debe a que la ciencia no es “la cultura de la no cultura” como tradicionalmente se ha visto a sí misma y ha querido presentarse públicamente (Haraway, 1997: 23). 

Haraway en su estudio sobre la paleoantropología y la biosociología ha revelado como sus teorías evolucionistas y del comportamiento animal humano y no humano están cargadas de creencias y conductas propias de la modernidad. Por ejemplo, la dominación como base social de las relaciones entre sexos ha sido presentada por distintas disciplinas como un rasgo inherente a los seres animales humanos, que jugó un papel fundamental en el paso evolutivo de primates homínidos a seres animales humanos. Haraway escribe que, en el caso de Zuckerman, una persona primatóloga de los años 1930, “la dominación fue íntimamente ligada, en su teoría, a la competición masculina por los recursos (las hembras)” (1978b: 42), y agrega que, de este modo, “el control de la economía fisiológica natural fue la innovación humana” (1978b: 43) que le permitió al ser humano convertirse en esa especie que, según la Weltanschauung moderna ortodoxa, es única. Igualmente, y continuando con la visión ortodoxa patriarcal que posee una idea del macho de la especie como fuerte, competitivo, agresivo, líder –e.g. el ‘macho alfa’-, la agresividad fue naturalizada como un rasgo indispensable para la supervivencia de los primates. Según Washburn y Hamburg, anota Haraway (1978b: 52), “en primates no humanos, la agresión es continuamente remunerada y, sostienen los autores, los individuos (machos) agresivos tienen más prole”. 

Haraway intenta cuestionar la validez de estas hipótesis mostrando, en primer lugar –como ya mencionamos anteriormente- el carácter en gran parte abductivo y no únicamente ‘fáctico’de los postulados realizados en disciplinas, como la paleoantropología, dedicadas a estudiar el pasado, para después pasar a mostrar cómo otras teorías dentro de las mismas disciplinas han creado otros sistemas explicativos para los mismos datos, los cuales no recurren a la naturalización de los mismos comportamientos culturales. En lo que tiene que ver con la hipótesis del carácter inherentemente jerárquico de las sociedades animales –humanas o no-, esta autora comenta, entre otros casos, como Allee, un simpatizante de la Weltanschauung cuáquera “resaltó la cooperación como la fuerza biológica más fundamental” (Haraway, 1989: 89). Con respecto a la agresividad como motor de la evolución humana, Haraway (1989) recuerda cómo, desde una perspectiva feminista, muchas primatólogas han generado hipótesis alternativas, como la de la mujer recolectora, en la que otras conductas, como cargar las crías mediante un cinto, pudieron jugar un papel central en el surgimiento de la especie humana. Con esto, Haraway no pretende rechazar la empresa científica, como algunas personas han querido insinuar (Cartmill, 2003: Pierssens, 2003), sino mostrar su aspecto ineluctablemente cultural. Esto no significa reducirla a mala ciencia, sino a mostrar que necesariamente las teorías científicas vienen impregnadas del momento histórico cultural en el que surgen, y que la búsqueda de la objetividad científica implica el reconocimiento de sus sesgos culturales y la lucha por superar aquellos que considere ética o moralmente inadecuados. En palabras de Haraway (1983: 332), “constantemente me alineo con el complejo esfuerzo feminista de reconstruir las ciencias naturales en medio de una lucha por el conocimiento, los sentidos y las tecnologías, la cual se encuentra social y políticamente cargada de valores”. 

Haraway presenta todos estos ejemplos, con el fin de ofrecer suficientes argumentos para fundamentar su hipótesis acerca del carácter cultural del discurso científico. “Si el escéptico del análisis posestructuralista aún necesita ser convencido con un ejemplo del tejido inextricable de la realidad física, científica e históricamente discursiva, la raza es el lugar que debe observar” (Haraway, 1996: 339). De esta forma, la autora desmonta el dualismo simplista buena ciencia/mala ciencia, donde la última es claramente sesgada, mientras la primera posee una neutralidad gracias al proceso autopurificador de la corroboración científica y la revisión por pares. El asunto es más complejo; el problema de la cultura, los valores o las convicciones políticas no está por fuera de la práctica científica, ni –en caso de escabullirse esporádicamente- lo podemos concebir “como un barniz de arbitrariedad o ideología infortunado que puede removerse del centro objetivo sano de conocimiento que se encuentra debajo” (Haraway, 1978a: 27). Este es el punto central de Haraway: “mi argumento es que las ciencias naturales, al igual que las ciencias humanas, se encuentran inextricablemente dentro de los procesos que las originan, y por lo tanto, son cultural e históricamente modificadas e incorporadas, lo que resulta en hacerlas específicas y no universales” (1989: 12). 

Para Haraway (1978a), la ciencia más que una ventana que nos posibilita acceder al mundo tal como es, es un espejo en el que nos reflejamos al igual que la idea que tenemos de él. Así, es inevitable que ‘descubramos’en él conductas y fenómenos muy similares a los que existen o se dan en nuestra cultura. Esto no significa que todo discurso que tengamos sobre el mundo sea falso o subjetivo, sino que necesariamente está construido a partir de nuestra Weltanschauung. Sin embargo, esto no significa para Haraway un relativismo ingenuo –idealismo arbitrario- o un subjetivismo inevitable, aunque sí un reconocimiento de que la objetividad trascendental que ha desarrollado la modernidad tradicional “convierte en imposible la ‘objetividad concreta’” (1989: 13). De este modo, Haraway no nos pide a quienes pertenecemos a la modernidad tradicional que renunciemos a la ciencia o a la objetividad, pero sí pone en duda la objetividad trascendental ávida de verdades trascendentales y universales. 

La ciencia como continuación de la política por otros medios 

Uno de los mayores intereses de Haraway en el estatus actual de la de la ciencia ortodoxa tiene que ver con su contundente legitimidad política. Al presentarse como conocimiento objetivo o verdadero, la ciencia ha sido vista como un discurso neutro que simplemente se ocupa de revelar el mundo tal como es. Esta concepción ha sido aceptada en igual medida por la ultraortodoxia liberal, su oponente moderno ortodoxo -el comunismo-, y la modernidad progresiva, también de corte tradicional (Friedman, 1977: Bernal, 1997: Sokal y Bricmont, 1999). Este consenso, que se ha logrado a través de “una escisión tajante y necesaria entre naturaleza y cultura, al igual que entre las formas de conocimiento relacionadas con estos dos dominios supuestamente irreconciliables” (Haraway, 1978a: 23), ha hecho que la ciencia haya podido pararse al lado de la naturaleza y mostrar sus teorías como hechos propios de la esencia humana o la dinámica del mundo, es decir, como fenómenos ajenos a nuestra autoría o agencia. Esto, a su vez, ha conducido a que la ciencia se haya convertido en herramienta legitimadora de discursos, prácticas y creencias que tienen serias implicaciones políticas (Haraway, 1989). 

Al ser aceptada la separación naturaleza/cultura realizada por la ciencia, una práctica política sólo necesita entrar al discurso científico para perder su manto ideológico y convertirse en un hecho ‘natural’, y por lo tanto inevitable –i.e. obligatorio-. Por ejemplo, el principio político de dominación “ha sido trasformado en el principio científico legitimador de la dominación como una propiedad con una base fisicoquímica” (Haraway, 1978a: 35) y, en consecuencia, se ha trasformado en una consecuencia ‘natural’de nuestra configuración biológica. De esta forma, gracias a la autoridad científica de la fisicoquímica, la dominación de los sistemas políticos modernos ortodoxos, profundamente jerárquicos, ha pasado a ser legitimada como inherente a nuestra ‘naturaleza’humana y, por lo tanto, inevitable. Igualmente con muchas otras conductas culturales modernas liberales, como la insaciabilidad depredadora del individualismo posesivo, el racismo, el colonialismo, o el estereotipo macho agresivo y chovinista del género masculino, “mediante la construcción de la categoría naturaleza, las ciencias naturales imponen límites a la historia y a la autoafirmación” (Haraway, 1991: 43). 

La unión de lo político con la ciencia ha sido fuente de legitimación de un mundo social fundamentado en la dominación y negación de una gran cantidad de seres animales, humanos y no humanos. Los discursos científicos “han sido herramientas que han servido para la reproducción de ese mundo, tanto por el suministro de ideologías legitimadoras como por su capacidad para aumentar el poder material” (Haraway, 1978a: 25). Pero, para Haraway, la ciencia también ha tenido una gran capacidad liberadora ya que ha servido para realizar “descripciones del mundo que pueden desenmascarar el poder arbitrario” (1990: 9). Por esto, es inadecuado ver a esta autora como anticientífica. Por el contrario, para ella “ignorar o rehusarse a participar en el proceso social de hacer ciencia, y prestarle atención únicamente al uso y abuso de los resultados del trabajo científico, es irresponsable” (1991: 107). 

Para Haraway, su crítica ecofeminista de la ciencia moderna ortodoxa, no busca “perseguir relatos anticientíficos” que desplacen en su totalidad las Weltanschauungen modernas ortodoxas cimentadas en su práctica científica. Todo lo contrario, su propuesta es una invitación a “tomar en serio las reglas del discurso científico [pero] sin idolatrar el fetiche de la objetividad científica” (1978b: 39). Esto quiere decir, aceptar que la objetividad trascendental pregonada por la modernidad ortodoxa es una quimera y que, por lo tanto, las ciencias “son producciones culturales e históricas específicas”, es decir, “son profundamente contingentes” (1990: 9), y por consiguiente, no son neutras. En consecuencia, el problema de la ciencia no se reduce a cuestiones como “sesgo contra objetividad, buen uso contra mal uso, o ciencia contra pseudociencia” (1991: 186). La ciencia es una emergencia cultural y, por lo tanto, no es separable de ella. La propuesta de Haraway es que dejemos de creer que “los únicos aspectos políticos de la ‘buena ciencia’son aquellos que tienen que ver con las aplicaciones que las instituciones hacen de ellas” (1989: 111). “Por dentro y por fuera son metáforas equivocadas. Las fuerzas sociales y la aplicación que diariamente se hace de la ciencia están dentro [de la práctica científica]. Ambas hacen parte del proceso de producción de conocimiento público, y ninguna es fuente de impureza o polución” (1991: 92) (la cursiva es nuestra). 

La ciencia no es una práctica positiva, que a través de sus procedimientos de corroboración se limpia permanentemente de todo sesgo ‘interior’que haya podido tener en un momento dado. Esta tiene valores, presupuestos, y prácticas fruto de su sistema cultural, pero inherentes a ella, y son estos los que Haraway advierte que hay que revelar y analizar. “Los ‘valores’, y no únicamente los ‘hechos’de las ciencias naturales, están legítimamente sujetos a crítica”. Debemos recordar que “la evaluación política y cultural de estas ciencias [las naturales] se puede hacer desde ‘adentro’y no sólo desde ‘afuera’” (1989: 13) y que la ciencia, al ser conocimiento, es fundamentalmente política, pues “produce sentidos y posibilidades” (1989: 110) que “tienen profundos efectos sociales” (1989: 289). En otras palabras, es una forma de poder. 

Ciencia moderma ortodoxa y ética 

La legitimidad y trasformación de la ciencia no tiene que ver solamente con la validez epistemológica de sus teorías. Con el surgimiento del posestructuralismo -principalmente Foucault-, el poscolonialismo, el feminismo y el ecologismo, la ciencia también ha sido estudiada como práctica discursiva que se relaciona con seres vivos en función de sus valores, principios y creencias. En consecuencia, ella está sujeta a análisis éticos. 

Desde esta perspectiva, la ciencia tampoco ha podido defender con éxito su estatus de discurso neutro u objetivo. Por ejemplo, las personas que han estudiado la ciencia desde el feminismo frecuentemente (se) han preguntado cómo se puede hablar de objetividad y universalidad de un discurso del que se ha excluido a los seres animales humanos distinguidos por la modernidad como mujeres, es decir, a por lo menos el 50% de la humanidad (Frías, 2001). Asimismo, el poscolonialismo ha mostrado cómo la población humana catalogada por la modernidad como no blanca, también ha estado ausente de esta práctica discursiva y, es más, ha sido negada por mecanismos internos a la ciencia, que deslegitiman sus formas de conocimiento y saber (Deloria, Jr., 1997: Castro-Gómez, 2007). 

Haraway, enmarcada en el posestructuralismo, el feminismo y el ecologismo, ha continuado el enfoque de estas tres posiciones en lo que respecta al desenmascaramiento de actos de dominación dentro de las Weltanschauungen modernas. Al igual que Foucault, y como ya hemos visto, esta autora ha dedicado buena parte de sus estudios sobre ciencia a ilustrar la forma en que ésta es una práctica discursiva que genera mecanismos de dominación. Por otro lado, siguiendo una tradición amplia en feminismo y ciencia, Haraway también ha intentado evidenciar la relación asimétrica que la ciencia tradicional ha establecido con los varones y las hembras humanas, tanto como sujetos y como objetos de esta. Igualmente, esta autora ha mencionado cómo la práctica científica ha implicado un trato de dominación –e incluso muerte- de seres animales no humanos. En esta sección nos ocuparemos brevemente de los aportes de esta autora a las discusiones feministas y ecoéticas. 

Tal vez el aporte más sobresaliente de Haraway a los estudios feministas de la ciencia ha sido la identificación del discurso científico como un espacio en el que tanto se han legitimado como cuestionado prácticas tradicionales de dominación de las mujeres. Efectivamente, como ya mencionamos, la unión, por ejemplo entre lo político y lo fisiológico, “ha sido una gran fuente de justificaciones de la dominación, especialmente de aquella basada en las diferencias vistas como naturales, dadas, inevitables y, por lo tanto, morales” (1978a: 22). Así, configuraciones como el sexo han sido de fácil apropiación de los discursos científicos pues, al legitimarse como naturales o biológicas, caen en el terreno de los términos y la evidencia científica. Sin embargo, la apropiación que diversas disciplinas hacen de estas distinciones culturales, no se da con un proceso conjunto de eliminación de prejuicios culturales anteriores. Por ejemplo, Haraway relata cómo en primatología -debido a la perpetuación del sexismo moderno al interior de esta disciplina-, hasta los años 1960, se tomaron pocos datos sobre la interacción hembra-hembra y la ecología conductual femenina. Esto permitió la elaboración de teorías evolucionistas y etológicas que se basan en observaciones limitadas a los varones de la especie, lo que revistió con un manto de legitimidad científica la asimetría conductual basada en el género que ha existido en la historia de la civilización Occidental. “Aunque posteriormente se vio como un escándalo lógico, el comportamiento femenino no estaba en el centro de las primeras formulaciones sociobiológicas de las selección natural y la aptitud inclusiva”, por lo que conceptos como el de comunidad, se elaboró exclusivamente en términos de “interacciones y asociaciones masculinas” (1989: 175). Esto significó que las hembras fueran desplazadas de la esfera social, algo que coincidía completamente con la concepción de esfera política moderna ortodoxa, como se puede apreciar, por ejemplo, en Chimpanzee Politics, donde de Waal construye una sociedad de primates en la que “las hembras simplemente no buscan el poder, evitan todo problema y ayudan únicamente a su familia y amigos”; mientras “el macho es racional y busca el estatus” (Haraway, 1989: 147). 

Por otro lado, Haraway ha hecho un minucioso estudio para mostrar que las visiones sexistas modernas perpetuadas en la primatología han sido, a su vez, ampliamente cuestionadas. Por ejemplo, esta autora en el decenio de 1980 estudió los trabajos de diversas primatólogas mujeres que han cuestionado los estudios tradicionales de primates en los que el macho de la especie toma el centro de la organización social (Haraway, 1989). Por ejemplo, la biología tradicionalmente ha creído que el dimorfismo sexual necesariamente implica diferencias conductuales. La primatología, con base en esta creencia, construyó una visión de los primates en la que existían diferencias sexuales en la dominación, la asertividad sexual, el apego territorial y social, entre otras. Sin embargo, Haraway (1989:291) escribe que Lancaster mostró que “las hembras 1) son competitivas y toman la dominación en serio; 2) igualmente deambulan y no son corporalizaciones del apego cultural y el conservatismo; 3) son también sexualmente asertivas; y 4) tienen demandas energéticas iguales a las de los machos”. Esto cuestiona profundamente la idea liberal ortodoxa de la diferencia de géneros en la que el varón es un ser social, político, independiente, con necesidades físicas –que incluyen las sexuales- y la hembra es principalmente un ser pasivo que no se define por sí mismo sino en función de su papel social, es decir, como ser sin necesidades propias, sino con imperativos biológicos de especie –i.e. la reproducción y el cuidado de las crías-. 

El aporte de los estudios sobre ciencia de Haraway a la ecoética está relacionado con la praxiología científica. Aunque en sus textos anteriores a 1997, Haraway no se ocupa a fondo del trato que la modernidad ortodoxa establece con los seres animales no humanos, su énfasis en primatología y cyborgs hace que éste sea un tema recurrente en su obra durante este período. Su aporte a las preocupaciones éticas desde el ecologismo, en lo que respecta a este asunto, se puede resumir en dos aspectos. El primero tiene que ver con la manera en que la ciencia ha reforzado el antropocentrismo moderno. Para esta autora, la modernidad ha estado obsesionada con la construcción del Hombre. Según ella, el “acto político supremo de la historia de Occidente” es “la construcción del Hombre” (1984: 489). Esto ha requerido de un establecimiento claro de los límites entre los conceptos modernos naturaleza/cultura, sexo/género y animal/humano, una tarea que ha estado a cargo de la ciencia. 

Así, la ciencia ha establecido los discursos legitimadores que controlan “quién puede contar como ‘nosotros’” (Haraway, 1989: 490). 

Para la política moderna, la separación entre seres animales humanos y no humanos es fundamental. Ésta es una esfera exclusivamente habitada por seres animales humanos construida a partir de la idea ilustrada de Hombre, la cual se fundamenta en su universalidad a través de la separación absoluta con lo no humano. “En la versión masculinista occidental, la separación de la categoría ‘naturaleza’es esencial para el lugar natural del hombre: la autorrealización humana (la trascendencia, la cultura) lo requiere” (Haraway 1984: 511). En consecuencia, el Hombre, no sólo es el único zoon politikon, sino el único ser libre e igual dentro de la política liberal, que se convirtió en el principio de la política moderna ortodoxa en la segunda modernidad. “En las historias fundadoras de Occidente, cada ser autónomo era un hombre. De hecho, cada ser autónomo era el Hombre” (Haraway, 1984: 492). Ningún persona no humana ha contado como subjectum para las Weltanschauungen ortodoxas, sean ultraliberales, comunistas, conservadoras o progresista y, en esto, la ciencia ha jugado el papel principal. Por ejemplo, “la primatología es una práctica en la que se negocian la posibilidad de comunidad, de un mundo público y de la acción racional. La primatología es la negociación del momento del origen de la humanidad, de la familia, de la frontera entre el sí mismo y el otro, homínido y hominoide, humano y animal”, es decir, trata “de las posibilidades y limitaciones de la política” (Haraway, 1989: 284). 

Igualmente, la ética moderna ha dejado a los seres animales no humanos por fuera de sus comunidades. Esto ha permitido que ellos tengan el papel de cosas objeto de apropiación y disposición para cualquier uso; a diferencia del hombre kantiano, los seres animales no humanos son únicamente medios. Esta mentalidad ya era evidente en la ciencia desde la misma Ilustración, cuando Voltaire descabezaba seres animales caracoles en bien del Hombre, pues “el hombre vale más que un caracol” (citado por Witkowski, 2007: 106). 

En el caso de los primates no humanos, Haraway (1989) muestra como estos seres han jugado un papel primordialmente de medio para que el ser animal humano se conozca a sí mismo. Desde comienzos del siglo XIX cuando se empezaron a emplear en la investigación de enfermedades humanas como la sífilis, la poliomielitis o la fiebre amarilla, estos seres animales han operado como ‘sustitutos humanos’. Debido al trasfondo moral moderno que nos ha dado una realidad en la que muchas personas humanas solo sienten dolor, remordimiento, empatía o culpa por seres de su misma especie -pero también por el conocimiento de las restricciones en experimentación con Homo sapiens-, las científicas tradicionales han usado a los primates como un objeto que nos permite conocer la configuración humana de manera indirecta, pues por el carácter cultural –i.e. inconscienteque ha adquirido el evolucionismo, hemos visto en estos seres vivos una gran cantidad de elementos comunes con el ser animal humano, o por lo menos en un estadio ‘anterior’. Esto, ha llevado a que los estudios en primates se den tanto a nivel corporal como mental o psicológico. Por ejemplo, Haraway relata el caso de H.F. Harlow, una persona dedicada al uso en laboratorio de monos Rhesus para investigación en piscología comparada, como caso ilustrativo de la confluencia de ética, ciencia y cultura en la práctica experimental. 

Harlow se convirtió en un icono popular de la psicología en Estados Unidos durante los decenios de 1960 y 1970, gracias a la invención de la “madre de tela”. Esta persona investigaba desórdenes patológicos en infantes, empleando monos Rhesus de muy corta edad que habían sido apartados por el mismo Harlow y su equipo de investigación. Al principio, esta investigadora diseño experimentos para “probar las teorías de [el psiquiatra de Stanford] Bowlby sobre el papel de la separación madreinfante en la génesis de desórdenes emocionales infantiles” (Haraway, 1989: 235). Posteriormente, comenzó a estudiar “los sistemas afectivos maternal e infantil” (Haraway, 1989: 239). Para este fin, Harlow creó la “madre de tela”. Esta era un pedazo de madera cubierto con caucho y tela, que tenía una cabeza de muñeco y que se encontraba recostado sobre una bombilla que proveía calor. Según esta persona, la ‘madre’sustituta, como llamaba a este pedazo de madera cálido y cubierto de tela, “era una madre suave, tierna y cálida, con infinita paciencia disponible las 24 horas del día”, por lo que opinaba, “diseñamos una madre muy superior, aunque esta posición no es compartida de forma unánime por todos los padres monos” (citado por Haraway, 1984: 239-240). 

Después de que trabajó únicamente con la “madre de tela” y tras ‘demostrar’, junto con sus colegas, que “la comodidad del contacto, y no la reducción del impulso primario del hambre, era crítico para un desarrollo emocional temprano saludable de un primate infante”, Harlow pasó a investigar desórdenes patológicos modificando a la “madre de tela” original. Esta científica escribió que todas las variaciones eran “diseñadas para repeler a los infantes que se aferraban a ellas (…). Una madre sustituta lanzaba aire comprimido, otra intentaba zafarse el infante de su pecho, una tercera tenía una incorporada una catapulta que periódicamente expulsaba al infante por el aire, mientras una cuarta tenía púas de cobre debajo de la superficie de su vientre que salían automáticamente o por disposición [de un investigador]” (citado por Haraway, 1989: 238). 

Haraway señala que Harlow llegó a estas investigaciones por cuestiones del destino y un contexto histórico concreto. En primer lugar, esta persona llegó a infantes primates no humanos debido a que, por razones de presupuesto, técnicas y por la expansión de sus investigaciones, comenzó a criar sus propios monos en su laboratorio. Los primates infantes eran separados a muy temprana edad de su madre, en parte, porque se disminuía “el riesgo de lastimar tanto animales y personas”, además de que proporcionaba “a los laboratoristas fácil acceso [a los primates] cuando quisieran” (Haraway, 1989: 238). Esto le permitió observar serios problemas conductuales en personas primates criadas en cautiverio y separadas de sus madres a temprana edad. Por otro lado, el incremento de madres humanas blancas trabajadoras desde la Segunda Guerra Mundial en los Estados Unidos propició un contexto en el que las repercusiones que en la conducta pudiera generar la separación temprana de un ser animal humano de su madre se tornaran de gran importancia. 

El interés de Haraway en narrar la manera en que Harlow llegó a sus experimentos y al diseño de la ‘madre de tela’y las otras ‘madres sustitutas’está en mostrar como la práctica científica está llena de contingencias históricas, contextos éticos y morales, y visiones culturales. Por ejemplo, esta autora intenta mostrar que “la misoginia está profundamente grabada en la estructura mental de la cultura de laboratorio”. Para esto, cita un par de “chistes” sexistas de Harlow –uno se encuentra en una cita en un párrafo anterior-, e ilustra el diseño de experimentos y equipos como el “potro de violación” -rape rack-, que usaban “para inmovilizar a una hembra mientras la inseminaban artificialmente” (Haraway, 1989: 238). 

Los primates no humanos también han operado como cuerpos ‘sustitutos’en la investigación humana, por dentro y por fuera de la primatología. Por ejemplo, a finales de la década de los 80, Haraway (1989: 259) escribe: “la AFRRI [the United States Armed Forces Radiobiology Research Institute] ha asesinado más de 2000 monos Rhesus al exponerlos a dosis letales de radiación, con el fin de estudiar en un ‘sustituto humano’la variabilidad con el tiempo y los síntomas de la disminución de la habilidad de realizar tareas, como volar un jet después de una exposición a radiación severa”. Asimismo, esta autora menciona que en la Escuela de Medicina Aeorespacial de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos en San Antonio, Texas, se asesinaron alrededor de 4000 monos entre 1950 y 1980, estudiando el impacto de la radiación en ellas. El experimento consistía en ubicar estas personas dentro de una especie de cilindro o barril, a diferentes distancias de explosiones nucleares (Haraway, 1989). 

Si bien los casos de maltrato animal descritos por Haraway no indican nunca un intento de crear una comunidad ética que se extienda más allá de los seres animales no humanos, sí ilustran la existencia de unas interacciones complejas que la palabra antropocentrismo no logra manifestar. En primer lugar, la ciencia moderna ortodoxa es fruto del racionalismo clásico, liberal e ilustrado, ésta también ha sido profundamente trasformada por el discurso evolucionista. En consecuencia, aunque la científica tradicional siga concibiendo ética y políticamente al ser humano como un ente único, completamente separable de cualquier otro elemento del mobiliario del mundo, biológica y metodológicamente no puede dejar de concebirlo como otra especie, que no deja de tener un origen y una organización común con los demás miembros del sistema vida terrestre. Así, los seres animales no humanos han tenido un significado simbólico dentro de la ciencia conservadora que los presenta como espejos de los seres animales humanos mismos. Por esto, hemos llegado a crear una práctica científica que afirma que sin la investigación experimental en seres animales no humanos, “los seres humanos sabrían mucho menos de su propio cuerpo y mente” (Haraway, 1989: 64). 

Por otro lado, la palabra antropocentrismo oculta el carácter profundamente androcéntrico de las éticas, morales y prácticas científicas modernas ortodoxas. Haraway como ecofeminista, continúa con el llamado de atención de este discurso al ecologismo, el cual busca resaltar que la civilización moderna concibe a los seres animales humanos como iguales sólo a nivel teórico. El Hombre de la Revolución Francesa que heredó la primera modernidad, es una entidad abstracta, que nunca se ha materializado en ninguna esfera de la sociedad moderna. Por este motivo, las ecofeministas advierten que los discursos ecologistas se deben ocupar de las prácticas modernas de dominación y negación tanto por ‘dentro’como por ‘fuera’de la humanidad. “El holismo, (…), el cultivo de la conexión cognitiva y emocional entre humanos y animales, la ausencia de escisiones dualistas en los objetos de conocimiento, (…) son perfectamente compatibles con el masculinismo en epistemología y el dominio masculino en política” (Haraway, 1989: 256). 

Tecnociencia 

La legitimidad de la práctica científica como búsqueda de conocimiento objetivo o verdadero se ha tenido también que enfrentar a aspectos praxiológicos en la segunda modernidad. Desde el decenio de 1940, se ha ido produciendo una verdadera revolución al interior de la ciencia que ha trasformado profundamente esta práctica moderna. Este cambio, que principalmente ha alterado la práctica científico-tecnológica, ha conducido al surgimiento de la tecnociencia, una forma de hacer ciencia significativamente diferente a la propia de la primera modernidad. Una de las principales divergencias radica en que, en la tecnociencia, el conocimiento se convierte en medio para otros bienes, algo que hace que la alegada neutralidad de la ciencia sea difícil de sostener (Echeverría, 2003). 

Para Haraway (1997: 41), este cambio le da otro mecanismo de legitimación a la práctica científica. La tecnociencia, al operar como medio, es vista, especialmente por fuera de los círculos científicos y tecnocientíficos, como esperanza de alcanzar un sinnúmero de bienes altamente preciados por los seres animales humanos de las sociedades modernas. “La promesa de la tecnociencia es, posiblemente, su principal peso social”. Esta interpretación es una especie de secularización del discurso de salvación de las religiones monoteístas occidentales y, como tal, su legitimidad no es función de su efectividad corroborable. “Que algún día se logre energía limpia ilimitada mediante el pacífico átomo, una inteligencia artificial que supere a aquella simplemente humana, un escudo impenetrable que nos proteja del enemigo interno o externo, o que se prevenga el envejecimiento, es mucho menos importante que vivir siempre en un estado de promesas maravillosas”. Así, la tecnociencia, al igual que la política y la economía –que en el Sur toman la forma de discursos del desarrollo o del progreso-, es una herramienta que legitima al proyecto moderno y sus tácticas de dominación y colonización mediante la promesa y no el cumplimiento. 

El surgimiento de la tecnociencia -que no elimina completamente la práctica científica propia de la primera modernidad- subordina el conocimiento científico a fines que tienden a estar determinados por la industria, el Estado, o grupos militares, por lo que la independencia científica se vuelve casi inexistente. En la segunda modernidad, las universidades u otros centros de investigación no son instituciones independientes de los procesos económicos, políticos o militares, por lo que el planteamiento popperiano de que “el objetivo de la ciencia es el incremento de la verosimilitud” (Popper, 1974: 71), o la idea realista ortodoxa de que “la biología estudia organismos y comunidades, y no tiene nada que decir acerca de la industria, la política, o la cultura”, o que “las ciencias naturales” no “tienen un contenido o referencia social” (Bunge, 1992: 37-38) suenan un tanto inocentes, por no decir sospechosamente ideológicos. La tecnociencia no es producto de mentes curiosas o de caballeros desinteresados que, como en el mejor estilo de romanticismo decimonónico, sólo buscan descubrir los secretos de la naturaleza. Esta está determinada por las instituciones que patrocinan su realización que, en muchas ocasiones, puede resultar bastante costosa (Echeverría, 2003). Por ejemplo, en 1981, el M.I.T. recibió 125 millones de dólares de la empresa privada para el Instituto Whitehead, el cual se dedica a la investigación en biología molecular, una práctica que aumentaría considerablemente a partir de ese decenio, hasta a un punto en que la biología se acerca más a la industria que a la academia. Justamente, Haraway (1997: 92) escribe que para los años 1990, “difícilmente existía un genetista molecular de renombre [en Estados Unidos] sin conexiones comerciales de algún tipo”, y agrega que “esencialmente, tres grupos controlan cómo se hace tecnociencia en Estados Unidos: el Pentágono y los laboratorios de armas nacionales, la comunidad de investigación científica organizada, y la empresa privada” (1997: 95). En consecuencia, para el nuevo milenio, es difícil pensar en científicos críticos sin afiliaciones con la empresa privada, por lo que el sistema de autorregulación de la práctica científica a través de mecanismos como la evaluación por pares está lejos de ser ideal. 

Por otro lado, la tecnociencia se apoya primordialmente en la estadística. Ésta, a diferencia del reduccionismo tradicional, no puede sostener tan fácilmente la existencia de leyes y universales, lo que compromete drásticamente las aspiraciones de consenso, lógicamente esperables de un discurso objetivo trascendental, del discurso científico hegemónico. Según Haraway (1997: 198- 199), la estadística, si bien tiene una historia que “está directamente relacionada con los ideales de objetividad y democracia” de las Weltanschauungen modernas hegemónicas contemporáneas, hace evidente que todo dato y categoría científica está discursivamente constituido y es presentado intencionalmente de cierta manera. La “toma, la estructuración, el procesamiento y la articulación” de los datos científicos determinan los métodos y resultados de la práctica estadística, por lo que estos últimos no son válidos para todas las sociedades como afirma el realismo tradicional con respecto a todo resultado de las ciencias naturales. Para Haraway, la estadística “es una tecnología básica para la estabilización de datos y la construcción de la objetividad”, por lo que ésta apoya más fácilmente los argumentos del posestructuralismo y el constructivismo que los del realismo tradicional. “la objetividad [tal como se deduce de la práctica estadística] tiene que ver más con la intersubjetividad que con el realismo. La impersonalidad de la estadística es un aspecto de la complejidad de la intersubjetividad de la objetividad, es decir, del carácter público del conocimiento tecnocientífico”. Por lo tanto, en la tecnociencia, el “conocimiento sin un sujeto cognoscente” como Popper (1974: 109) llama al conocimiento científico, es fruto de la intersubjetividad y no de la universalidad como ella sostiene. 

Por último, Haraway señala que la tecnociencia ha incrementado las prácticas de control y negación de los seres animales no humanos, al igual que ha desarrollado “formas de dominación más y más horribles” (1997: 41). Aunque esta autora no entra en detalle y no se ocupa de dimensiones de la tecnociencia como la vivisección, ilustra este punto con el caso del OncoMouse™. Este ser, que ha perdido todo estatus de sujeto para quienes se dedican a la investigación tradicional para convertirse en invento y propiedad, evidencia como los seres animales humanos se tornan en medio para bienes humanos. Prácticas tecnocientíficas como la tecnomedicina, la tecnobiología o la tecnoquímica han dispuesto de seres animales no humanos de diversas especies para llevar a cabo sus investigaciones y para alimentar su promesa de salvación. El OncoMouse™ es un mártir en la curación del cáncer de mama, y su sacrificio está justificado en el antropocentrismo moderno que se niega a incluir a los no humanos dentro de su comunidad ética y en los beneficios potenciales que podría traer la experimentación en estos seres animales roedores. 

Para Haraway el uso de seres vivos no humanos en laboratorio no es una conducta que se deba tachar automáticamente de inherentemente inmoral, pues ésta contiene varias dimensiones que la hacen de una mayor complejidad ética, como sucede con muchos de los efectos de las prácticas tecnocientíficas. Por ejemplo, esta autora reconoce que si bien, los seres animales no humanos de laboratorio no son “simples sistemas de realización de pruebas o herramientas para que animales con más cerebro consigan sus fines” (1997: 82), también menciona que, en el caso del OncoMouse™ por ejemplo, éste “sufre físicamente de manera constante y profunda para que mis hermanas y yo podamos vivir” (1997: 79). De esta manera, el conflicto ético en el uso y creación de estos seres vivos no trata simplemente del imperativo moderno –secular, religioso, o legal- del No matarás, sino que involucra la lucha por el quién debe vivir, de qué manera, para quién y por qué. El OncoMouse™ promete avances en la investigación de la cura del cáncer de mama y, por lo tanto, implica potencialmente la salvación y la supresión de un inmenso dolor de gran cantidad de seres animales humanos hembras, por lo que el morir y el sufrir no se evita con suspender la cría y el uso de esta persona roedora. Por otro lado, El OncoMouse™, al ser un organismo genéticamente modificado, revela, a su vez, el conflicto ético alrededor de lo natural y lo artificial, el cual ha estado en el centro de los discursos éticos. Aunque, la lucha por la conservación y la no alteración de seres vivos está fuertemente relacionada con la lucha contra prácticas de dominación, Haraway menciona que éstas también contienen un elemento de pureza, que fácilmente puede estar relacionado por el racismo inherente de las Weltanschauungen modernas tradicionales. “Cuando se habla del atractivo de las naturalezas intrínsecas, escucho una obnubilación por la pureza y el tipo similar a la de las doctrinas de hegemonía racial blanca y de propósito e integridad nacional norteamericanas que tanto permean la historia y la cultura estadounidense” (1997: 61). 

La visión de la tecnociencia que elabora el ecofeminismo posestructuralista de Haraway retoma la crítica al simplismo de Lyotard. Esta última veía las sociedades modernas tardías como sistemas altamente complejos, por lo que afirmaba que “la exigencia [moderna conservadora] de simplicidad aparece en general, hoy en día, como una promesa de barbarie” (Lyotard, 1996: 92). Igualmente, Haraway acepta muchas de las críticas del primer ecologismo, pero advierte sobre los peligros de adoptar prácticas simplificadoras modernas que ven las conductas culturales modernas tardías en términos de blanco y negro, creyendo que estas se pueden dividir fácilmente en natural/artificial, correcto/incorrecto, muerte/vida, dolor/bienestar, moderno/premoderno, creencia/hecho, ciencia/ cultura, falso/verdadero, realidad/metafísica. Para el caso de la tecnociencia, ésta es una práctica compleja que está profundamente imbricada con el ecologismo, la economía, la ética y la política, que no es separable de estas esferas. Por ejemplo, en el caso de los organismos genéticamente modificados se puede apreciar que “en la disputa por el control de los genes –la fuente y motor de la diversidad biológica en el régimen del tecnobiopoder- participan por igual redactores de tratados internacionales, artífices de políticas científicas nacionales, científicos de laboratorio y activistas políticos” (Haraway, 1997: 57). En consecuencia, el negocio -¿la ciencia?- de los organismos genéticamente modificados involucra aspectos que van más allá del antropocentrismo y el trato ético de los no humanos. La cuestión de fondo no es simplemente la existencia o no de estos seres vivos, sino “qué seres vivos, para quién y a costa de quién”, pues estas preguntas descubren que la producción de transgénicos afecta “el corazón mismo de la democracia, la justicia social, la economía, la agricultura, la medicina, el trabajo, y el ambiente” (Haraway, 1997: 58). 

Conocimientos situados 

Uno de los argumentos más fuertes en contra del posestructuralismo y el pensamiento posmoderno tiene que ver con su presunta incapacidad de proponer una Weltanschauung que pueda reemplazar a la de la “razón moderna [tradicional] tan insatisfactoria” para estos, pues “mientras el pensar posmoderno continúe limitándose a expresar insatisfacción y no proponga modelos alternativos, que superen el monoteísmo de la razón instrumental, (…) no pasará de una moda cultural” (Cortina, 2000: 126). Sin embargo, muchos de los desarrollos teóricos que caen bajo estas etiquetas se han esforzado por elaborar ‘salidas’a la modernidad conservadora. En el caso de Donna Haraway, el esfuerzo ha radicado principalmente en una alternativa a la objetividad trascendental que supere las críticas que ella ha hecho a la ciencia moderna ortodoxa. 

Negándose a asumir una posición anticientífica, presente en el feminismo, Haraway retoma la posición narrativa de Lyotard y el particularismo del posestructuralismo para elaborar su propuesta epistemológica. Evitando a toda costa el ‘todo vale’que tanto le achacan las académicas y científicas conservadoras al posestructuralismo y al pensamiento posmoderno, Haraway señala que, aunque la ciencia no puede evitar las historias –i.e. la ficción-, no todo relato “puede convertirse en hecho” pues “no cualquier cosa puede ser vista o hecha y, por lo tanto, contada”. En consecuencia, no cualquier acto del lenguaje es ficción. “Los hechos son contrarios a la opinión, al prejuicio, pero no a la ficción. Tanto la ficción como el hecho están basados en una epistemología que recurre a la experiencia”. Así, el problema de la ciencia no radica en cómo evitar los relatos, sino en crear mecanismos constantes de revisión, pues en estos, siempre se corre “el riesgo de fingir” (1989: 4). 

La ciencia es un sistema discursivo, “un género literario” como el mismo Popper (1974: 185) reconoce, y esto es lo primero que debemos admitir si deseamos que ella supere los críticas válidas que ha recibido durante la segunda modernidad. “Tratar a la ciencia como narración no significa descalificarla, todo lo contrario. Sin embargo, tampoco significa asombro y adoración de un participio [el hecho]” (Haraway, 1989: 5). Para Haraway (1991: 184), el relato no está tiene que ver necesariamente con la fantasía sino con la aceptación de que toda forma de conocimiento es construida. Esto implica que “ninguna perspectiva (…) es privilegiada”, por lo que nadie se encuentra desde un punto neutro, incorpóreo, describiendo el mundo tal como es. Por lo tanto, el problema de la ciencia, es decir, su estatus como discurso legítimo sobre el mundo, no trata de cómo eliminar todo sesgo –cultural o ideológico- para volver a un punto neutro, a “una plataforma neutra de observación a partir de la cual el mundo puede ser nombrado en su esencialidad” (Castro-Gómez, 2007: 14), sino en “cómo tener simultáneamente una descripción con una contingencia histórica radical para toda pretensión de conocimiento y todo sujeto cognoscente (…) y un compromiso significativo con descripciones fidedignas de un mundo ‘real’que puedan ser parcialmente compartidas, al mismo tiempo que amigables, por diversos proyectos alrededor del mundo de libertad finita, abundancia material adecuada, sufrimiento modesto y felicidad limitada” (Haraway, 1991: 187). 

Ubicándose desde una perspectiva feminista, Haraway (1991: 188) escribe que uno de los grandes problemas de la objetividad trascendental es que pretende ser una mirada “desde ningún lado” que ha logrado apartarse del “cuerpo marcado” de la gente del común. Efectivamente, la ciencia conservadora ha creado una imagen desde el siglo XIX de sus practicantes como seres animales humanos que no agregan “opiniones o sesgos personales”, por lo que están dotados “de la grandiosa capacidad de poder establecer los hechos” (1997: 24). Esto se debe, a que ellos no poseen los sesgos inherentes a los cuerpos de otras personas como las feministas. Estas últimas, parten de una posición política y, por lo tanto, siempre ven relaciones de poder en las prácticas sociales –incluyendo la ciencia-. Por el contrario, las primeras no tienen esos intereses o sesgos y, en consecuencia, pueden hacer una descripción del mundo sin proyectarle elementos personales. Para Haraway, esto ha sido una jugada que ha querido mostrar al ser animal humano moderno blanco varón como una entidad sin un cuerpo marcado, es decir, que la condición de blanco, varón o perteneciente a los países modernos no imprime ninguna arbitrariedad a sus formas de ver e interactuar con el mundo. Así, no existe cosa tal como el masculinismo –pero sí el feminismo-, y los recuentos que una persona científica con estas distinciones corporales hace del mundo no tienen carga alguna debida a su género. De la misma manera, el ser animal humano moderno se ha querido presentar como perteneciente a una civilización que ha logrado esferas sociales –primordialmente la científica- libres de mitos, supersticiones o creencias infundadas, por lo que dice es neutro y totalmente referido a la realidad, sin pasar por el tamiz contaminador de la cultura. En la visión científica tradicional, “los ojos han venido a significar una capacidad cruel -que ha sido entrenada para alcanzar la perfección por una ciencia cuya historia ha estado ligada al militarismo, el capitalismo, el colonialismo y la supremacía masculina- para distanciar al sujeto cognoscente de todas y todo en el interés de mantener un poder sin restricciones” (Haraway, 1991: 188). 

Haraway propone una ciencia aún ocucéntrica, que no se presente a sí misma como “completamente trasparente” y que “nos permita construir una doctrina útil, pero no inocente, de la objetividad” (1991: 189). Para ella, aceptar que conocemos a través de la visión nos permitir reconocer que interactuamos con el mundo mediante un cuerpo específico, cuyos sentidos son particulares, como la “visión estereoscópica y cromática de los primates”. Al hacer esto, “la objetividad resulta tratar sobre una corporalidad particular y específica, y no sobre una visión falsa que promete la trascendencia de todo límite y responsabilidad”. Así, la propuesta de esta autora se centra en la idea de que “solo las perspectivas parciales pueden prometer una visión objetiva” (1991: 190). 

Para Haraway (1991: 190-191) “la objetividad feminista es sobre una ubicación limitada y un conocimiento situado, no sobre la trascendencia y la escisión entre sujeto y objeto”. Esto significa ser conscientes de que cuando hablamos, describimos y observamos lo hacemos desde una posición específica que sólo nos puede dar un campo visual limitado del mundo. Sin embargo, algunas prácticas discursivas, como el feminismo y el marxismo, han creído que hay unas posiciones mejor dotadas que otras para ver el mundo. Ellas creen que son más confiables “los puntos de vista de los subyugados” que “las plataformas brillantes de los poderosos”. La propuesta de Haraway se aparta de estas creencias y prefiere advertir que “las perspectivas de los subyugados no se dan desde ubicaciones ‘inocentes’”, sin desconocer que estas facilitan observar fenómenos ‘culturales’–e.g. discursos de dominación y legitimación de la opresión- que para los grupos sociales privilegiados se dan como ‘naturales’y, por lo tanto, muchas veces invisibles. 

La parcialidad y localización de una perspectiva no es una aceptación del relativismo. Por el contrario, “la alternativa al relativismo son los conocimientos críticos, parciales y localizables que mantienen la posibilidad de redes de conexiones, llamadas solidaridad en política y conversaciones comunes en epistemología. En cambio, el relativismo es una manera de estar en ningún lado mientras se alega estar al mismo tiempo en todos lados”. Además, los conocimientos situados no conllevan al todo vale, pues ellos son precisamente la lucha por visibilizar a las personas observadoras para que puedan “ser llamadas a rendir cuentas” (Haraway, 1991: 191). Estos se refieren a perspectivas concretas que, por lo tanto, deben responder por lo que narran, pues siempre lo hacen desde una mirada contingente y limitada, que “no se puede reubicar en otra perspectiva sin tener que rendir cuentas por dicho movimiento” (Haraway, 1991: 192). 

Los conocimientos situados implican dialogar con otras para elaborar una imagen más amplia y ‘objetiva’del mundo, pues este siempre será una imagen segmentada que sólo puede reconstruirse juntando diversas perspectivas. “‘Segmentada’en este contexto quiere decir multiplicidades heterogéneas que son necesarias y al mismo tiempo incapaces de ser acomodadas en retículas idénticas o en listas acumulativas”. Aquí, “el sujeto cognoscente es parcial en todas sus dimensiones, nunca está terminado (…); está en constante construcción y siempre está unido de manera imperfecta, por lo que puede unirse con otro para ver juntos sin aducir ser el otro” (Haraway, 1991: 193). Similar a la idea de objetividad de Arendt (1997: 79), en la que “se trata más bien de darse cuenta de que nadie comprende adecuadamente por sí mismo y sin sus iguales lo que es objetivo en su plena realidad porque se le muestra y manifiesta siempre en una perspectiva que se ajusta a su posición en el mundo y le es inherente”, los conocimientos situados afirman que “no hay forma de ‘estar’simultáneamente en todas, o completamente en alguna, de las posiciones” que observan el mundo (Haraway, 1991: 193). Por lo tanto, se trata de generar una ciencia y epistemología que admita que “sólo se puede ver y experimentar el mundo tal como éste es ‘realmente’al entenderlo como algo que es común a muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se muestra distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo, únicamente es comprensible en la medida en que muchos, hablando entre sí sobre él, intercambian sus perspectivas” (Arendt, 1997: 79). Por supuesto, Haraway, al partir de una posición ecofeminista no limita la construcción del mundo a los iguales, es decir a la especie humana, sino que reconoce que “las relaciones sociales incluyen tanto humanos como no humanos como compañeros socialmente activos”, por lo que no están “excluidos del intercambio de signos y preguntas” (1997: 8). 

La epistemología feminista de Haraway, como todo feminismo, es política. Su propuesta de los conocimientos situados busca darle valor epistemológico y legitimidad política a la voz de todos los grupos de seres animales humanos –e incluso no humanos-, buscando romper el aislamiento, un fenómeno político que sucede cuando a una persona humana le “es destruida la más elemental forma de creatividad humana, que es la capacidad de añadir algo propio al sentido común” (Arendt, 2004: 575). La construcción del mundo es así plural, como afirmaba Arendt, y la ciencia como práctica discursiva que aporta a esta empresa también lo debe ser. “Lo que estoy defendiendo son una política y unas epistemologías de la localización, la posición y la situación, donde la parcialidad y no la universalidad es la condición para ser escuchado en cualquier aseveración de conocimiento racional” (Haraway, 1991: 195). 


TERCERA PARTE: ECOÉTICA 

Introducción 

Para la modernidad tradicional el mundo es un gran espacio compartimentado, en el que cada uno de sus componentes se encuentra separado de los demás, formando una entidad que es explicable por sí misma, y que no tiene relación alguna con el resto del mobiliario del mundo; una especie de bodega gigante repleta de casilleros donde se ubican claramente separados cado uno de los objetos que lo conforman o, tal vez, a una colección gigantesca de muñecas rusas, en la que una categoría contiene a otras pero sin que estas estén inevitablemente unidas a ella, de manera tal que podemos remover una de su interior, ponerla a un lado, y ver como las dos se sostienen por sí solas sin requerirse entre sí. Así la modernidad tradicional nos ha hablado de una naturaleza que, por supuesto, no tiene nada que ver con las prácticas humanas; nos precede, nos trasciende y, lo más importante, se nos presenta tal como es, sin mediación de ningún tipo; las palabras que empleamos para referirnos a ella no contienen ningún vestigio de nosotros, no hablan de nuestra cultura, nuestras creencias, nuestros valores, nuestros intereses; son un simple medio que para nada la contienen o la crean. Las palabras están en una casilla, la naturaleza en otra. Lo mismo sucede con la ciencia, la religión, la política y la ética. Haraway (1997) ha criticado esta idea del mundo, para ella las categorías modernas ya no pueden continuar aislando a los objetos a los que dicen referirse, y el ecologismo es un espacio donde esto se hace evidente. 

En sus inicios, en los países del norte, la ecología se presentó como una especie de ciencia; una disciplina perteneciente a la biología que se ocupaba únicamente de los animales silvestres y las relaciones que estos tenían entre sí. Esta concepción fue la que se abanderó en los años 1970 y 1980 de la lucha ecológica; eran los ecosistemas prístinos los que teníamos que cuidar, salvar, proteger, conservar. Sin embargo, desde muy temprano, en 1975, una persona, Peter Singer, se alejó de la preocupación puramente natural o silvestre para ocuparse de los seres animales no humanos y escribir que existe en las sociedades modernas una “tiranía de los humanos sobre los no humanos”, la cual “ha causado, y sigue causando, un dolor y un sufrimiento sólo comparables a los que provocaron siglos de dominio de los hombres blancos sobre los negros”. De esta manera, la preocupación por la vida no humana ya no se refería a lo natural, entendido como lo salvaje, lo que está en peligro de extinción, sino que empezó a incluir la lucha contra a la opresión animal, la cual “es tan importante como cualquiera de las batallas morales y sociales que se han librado en años recientes” (1999, 19). 

El movimiento por la liberación animal, como lo denominó Singer en su primer texto, ha tomado una fuerte prominencia en las discusiones relacionadas con la vida no humana, haciendo difícil sostener que el ecologismo solo se ocupa de la naturaleza, es decir, ese espacio donde el ser animal humano no habita y de su preservación o conservación. Además, el ecofeminismo anglosajón se ha construido en gran parte alrededor de los principios relacionados con la liberación animal, como el cuidado, el especismo e, incluso, el vegetarianismo (Birke; 1994; Dunayer, 2004; Adams, 2010). La conexión feminismo e interés por el otro animal no humano es antigua, pudiéndose rastrear hasta la primera ola del feminismo, donde algunas feministas eran las abanderadas del movimiento antivivisección (Yeich, 1991). Tal vez por este estrecho vínculo entre defensores animales y ecofeminismo no viene como una sorpresa que Peta, la asociación pro Derechos de los animales más reconocida en la actualidad, sea liderada por una mujer. 

Bajo este contexto Donna Haraway desarrolla toda su propuesta ética ecofeminista; uniéndose al interés por los animales no silvestres, con un explícito rechazo a la defensa de una naturaleza prístina, esta persona se ha dedicado, en el nuevo milenio a pensar las relaciones humanas con los Otros animales no humanos. Esta autora se ha centrado en los perros para elaborar sus reflexiones y estudios, sin que esto quiera decir que no es una teoría que va más allá de esta especie animal; simplemente es un lugar que conoce y le permite, a partir de la experiencia, construir los argumentos para su propuesta ética y su crítica a otros discursos vigentes y poderosos dentro del contexto moderno contemporáneo. 

Haraway comparte la idea de ciertas posiciones ecofeministas ya mencionadas de que hay una relación entre la opresión moderna a las mujeres y a los no humanos, afirmando que “los escritos sobre perros son un campo de la teoría feminista, o viceversa” (2003, 3), pero alejándose explícitamente de las posiciones más visibles de la corriente de la liberación animal y de la ética ecológica. Justamente, los últimos trabajos de esta persona pueden leerse como un esfuerzo por construir una ecoética que rechace algunos de los puntos fundamentales del ecologismo conservacionista y de la liberación animal. Este escrito presenta lo que consideramos los elementos centrales en la propuesta ecoética de Haraway; el rechazo al ecologismo centrado en lo prístino o natural, al antropocentrismo atómico, y al biocentrismo aséptico que pretende rechazar toda relación asimétrica entre animales humanos y animales no humanos. 

Ariocentrismo y conservacionismo 

Desde la publicación de su Manifiesto Cyborg, Haraway se ha opuesto a todo ambientalismo o ecologismo conservacionista cuyo objetivo sea proteger a las entidades ‘naturales’de toda posible contaminación producto de la interacción –apareamiento, introducción, manipulación, trasformacióncon los seres humanos, sus artefactos, u otras unidades u organismos ajenos a su entorno ‘natural’. Efectivamente, la ecología biológica3 frecuentemente señala a la introducción de especies como una de las principales amenazas para la biodiversidad (Pimentel, Zuniga y Morrison, 2005: Arim, Abades y otros, 2006). De manera similar, existe gente que se opone al cultivo de organismos genéticamente modificados arguyendo que es “una violación de la naturaleza”, estableciendo una posición en la que hasta “la más mínima presencia de trasgenes así sean benignos en el flujo de genes sería inaceptable, aunque no hubieran efectos observables en el entorno” (Thro, 2004: 144). Para Haraway (1997) estos discursos sobre la pureza, esto es, la clara distinción entre naturaleza y cultura o natural y manipulado, tienen varias similitudes con los discursos ortodoxos sobre la pureza racial. Desde la tradición ariocéntrica ortodoxa de la modernidad que tuvo su auge en el siglo XIX con ideas como la de Gobineau, quien lanzó la teoría de que “la decadencia de las civilizaciones es debida a la degeneración de la raza y la decadencia de la raza es debida a la mezcla de sangres” (Arendt, 2004: 237), la cual perdió gran parte de su legitimidad después de la Segunda Guerra Mundial debido al infame genocidio judío ordenado por Hitler, quien pensaba que “la cuestión racial era la clave de la historia del mundo” (citado por Lukacs, 1997: 108), hasta el ariocentrismo contemporáneo en el que grupos como el Círculo Español de Amigos de Europa que aconseja a los europeos blancos: “cuida de mantener tu raza pura”, pues “es la única garantía de mantener una sociedad equilibrada” (citado por Moyano, 2004: 98), la conservación de la identidad racial y cultural ha sido una prioridad. Ambas posiciones manejan la idea de que puro, prístino o anterior es mejor, y que toda entrada de elementos extraños o extranjeros –“especies invasoras” en la terminología de la ecología biológica- es una de las peores amenazas a la integridad, la armonía, el equilibrio, o la salud de un grupo social humano o de una comunidad biótica. Desde esta perspectiva, hay un orden natural que es violado cuando un extraño aparece. Por otro lado, este discurso de la conservación se fundamenta en una lógica de la identidad que va en contra de los enfoques sistémicos en los que se ha venido construyendo el ecologismo (Boff, 1996). 

La visión identitaria de la visión analítica de la ciencia moderna ortodoxa postula que el mundo está poblado por objetos separados entre sí, que son explicables por sí mismos. Un ejemplo contemporáneo de esto es el determinismo genético. Éste señala que existe una serie de conductas esenciales en un organismo que están dictadas por su composición genética. Así, muchas prácticas que realiza un individuo se deben a la existencia de cierto gen en este. Esta creencia llevó a unas personas investigadoras a buscar correlaciones entre la orientación sexual de los seres humanos y marcadores de ADN. Ellas reportaron haber encontrado en el cromosoma X un gen gay que influye en la orientación sexual del macho de la especie (Hamer, Hu y otros, 1993). Esta creencia es válida bajo la convicción de las orientaciones sexuales como identidades ahistóricas, es decir como elementos fijos o esencias que se dan en toda época, cultura o civilización un supuesto que ha sido ampliamente cuestionado recientemente, pues para muchos seres humanos investigadores categorías como heterosexual, bisexual u homosexual son altamente imprecisas, históricas y móviles (Butler, 2007: Halberstam, 2008). 

Por el contrario, Haraway (1999, 150) cuestiona la lógica de la identidad postulando que no existen objetos con esencias fijas y prefiere hablar de “articulados”, toda entidad es un conjunto de articulaciones de diversos elementos y nunca un todo homogéneo que está determinado desde su interior. “Los articulados son animales ensamblados; no son uniformes como los prefectos animales esféricos de la fantasía originaria de Platón en el Timeo”. Ser articulado es ser impuro, ser un conjunto heterogéneo. Pero además, ser articulado implica ser inestable, siempre en cambio, sin esencia o identidad terminada o fija. “Los articulados están ensamblados de manera precaria. Es la condición misma de ser articulado”. 

Uno de los articulados es la naturaleza. “La naturaleza está profundamente articulada”. Esto implica rechazar que existe una única forma, la real o verdadera, de naturaleza. También implica heterogeneidad, es decir impurezas. “Un mundo articulado tiene un número indeterminado de modos y localizaciones donde pueden realizarse las conexiones”. Además, articular es “unir cosas, cosas espeluznante, cosas arriesgadas, cosas contingentes” (Haraway, 1999: 150). De esta manera, el reto ecoético consiste en reflexionar sobre las conexiones que deseamos hacer en nuestro mundo y no en intentar mantener un estado puro u original en el que no hayan articulaciones con humanos u artefactos elaborados por estos. 

La oposición de Haraway al sentido puro o prístino de naturaleza incluye el rechazo a la perpetuación de la visión moderna del mundo como conjunto de objetos asilados que son independientes entre sí. Para este ser humano autor, el concepto de naturaleza dentro de muchas de las prácticas ecologistas y ambientalistas busca perpetuar categorías e escisiones modernas tradicionales que son inadecuadas para el mundo que se presenta ante nosotros. Estamos en un mundo lleno de entidades mixtas –cyborgs, organismos genéticamente modificados, especies ‘mejoradas’tanto dentro de la producción animal como vegetal, seres humanos con modificaciones corporales, poblaciones invasoras- que ya no se ajustan fácilmente a la dupla natural/cultural. Estas entidades resultan inapropiadas e inapropiables para las categorías desarrolladas dentro de las Weltanschauungen modernas ortodoxas. “Ser inapropiado/ble es no encajar en la taxón, estar desubicado en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y tipos de narrativas, pero tampoco es quedar originalmente atrapado en la diferencia” (Haraway, 1999: 126). De esta forma, el mundo que se va descubriendo dentro de Weltanschauungen ecologistas y sistémicas diluye la frontera entre ellos/nosotros, sujeto/entorno, naturaleza/cultura, y descubrimiento/construcción que hace de la analítica y las disciplinas aisladas propias de la modernidad tradicional herramientas prácticas y epistemológicas limitadas frente a estas reconfiguraciones del mundo. Además cuestiona fuertemente la validez de dos de los tres pilares del andamiaje cultural-intelectual del ariocentrismo moderno: la combinación de principios universalistas con prácticas especistas-racistas-sexistas y la división epistemológica entre dos supuestas culturas –cientifismo y humanismo- en la que se parapetan las estructuras de saber modernas tradicionales. 

El énfasis de Haraway en los inapropiados/ables, en los monstruos como los llama, no es un desprecio por configuraciones bióticas silvestres, sino un cuestionamiento a los presupuestos del ariocentrismo. Esta práctica discursiva que se basa en la creencia de que existe un conjunto de seres animales humanos –los ‘blancos’- que han evolucionado y se han desarrollado culturalmente independientemente de los demás grupos sociales humanos y arreglos vivientes, el cual es superior biológica y culturalmente a cualquier otro grupo social humano o forma de vida, subyace y se perpetua en los discursos de la naturaleza prístina. Por un lado, el ariocentrismo ambientalista toma la forma de universalismo científico, superioridad moral y eficiencia cultural, cuando afirma que la civilización moderna (1) es la única que posee conocimientos, técnica y tecnologías que pueden superar la actual crisis ambiental; (2) es la única que tiene la disposición y voluntad para enfrentarse a los problemas ambientales y ecológicos actuales, pues las demás culturas –en su mayoría modernas pero no blancas o paneuropeas- debido a sus prácticas culturales, sus creencias o sus sistemas de gobierno insisten en no acogerse a prácticas más amigables con el medio ambiente; y (3) es la única que posee sistemas económicos, políticos, religiosos/arreligiosos, administrativos y culturales que pueden reducir o eliminar la actual crisis ecológica o ambiental. Por otro lado, el ariocentrismo ambientalista crea una proyección de su xenofobia en los seres vivos no humanos, en la que cualquier mestizaje o irrupción de entes foráneos es una grave amenaza a su supervivencia, grandeza, armonía o salud. Para Haraway ocuparse de los monstruos, de aquellos seres innaturales porque no estamos acostumbrados a ellos o porque no se acomodan a nuestras categorías tradicionales, es descubrir que tanto la vida humana como no humana no obedece a un orden preestablecido y que sus dinámicas están abiertas a la contingencia. “El término ‘otros inapropiados/ables’(…) [sugiere] otra geometría y otra óptica para considerar las relaciones basadas en la diferencia ya sea entre personas o entre humanos, otros organismos y máquinas, sin recurrir a la dominación jerárquica, a la incorporación de partes en todos, a la protección paternalista y colonialista, a la fusión simbiótica, o a la oposición antagonista, o a la producción industrial de recursos” (1999, 126). 

Abogar por los monstruos a su vez implica recordar que el ecologismo rompe con la escisión naturaleza/cultura o humano/no humano. Esto significa que la ecoética no solo se ocupa de lo no humano sino también de lo humano -la pobreza, la injusticia, la discriminación- y estudia sus bases ecológicas/biológicas. Por bases ecológicas/biológicas nos referimos a las estrategias de legitimación que se basan en la naturalización de las prácticas de dominación. Por ejemplo, Haraway (1989) ha dedicado buena parte de sus estudios a mostrar como la primatología ha servido como discurso que naturaliza el sexismo y la heterosexualidad moderna. La ecología al colapsar las categorías modernas de naturaleza y cultura, ayuda a develar los mecanismos de opresión que hay detrás de la naturalización de ciertas prácticas culturales como la competencia, el sexismo, el egoísmo, el monoteísmo o del rechazo de otras como el trasgenerismo el homosexualismo, el autismo. Es de esta manera como, ocuparse de los monstruos es preocuparse por los seres humanos inmigrantes, los trasgeneristas, los homosexuales, los ‘enfermos’mentales, mientras se rechazan conductas conservadoras totalizadoras y enemigas de la diferencia. 

Así, el rechazo al ariocentrismo y a la reducción del ecologismo a un simple conservacionismo consiste en recordar el mestizaje y la simbiosis como dinámicas de la vida, como posibilidades que pueden ser tan fructíferas y viables como la competencia y el egoísmo que postula la modernidad ortodoxa y el neodarwinismo. “Toda la promesa de ‘las promesas de los monstruos’ha sido que ‘presionar la tecla intro’no es un error fatal, sino una posibilidad ineludible para cambiar los mapas del mundo, para construir nuevos colectivos a partir de lo que no es más que una plétora de actores humanos y no humanos. (…) No es un ‘final feliz’lo que necesitamos, sino un no-final” (1999, 153). 

Antropocentrismo atómico 

La articulación de esferas en la ecoética de Haraway también implica la disolución de la escisión humano/no humano. La modernidad tradicional ha desarrollado un antropocentrismo atómico en el que los organismos humanos son vistos como entidades que se construyen a sí mismas sin intervención alguna de otras especies o entidades inertes. Esta separación opera a dos niveles, uno individual y otro cultural. En el primero se sigue teniendo una visión racionalista del ser humano, basada en una larga tradición metafísica, en la que el cuerpo sigue siendo ignorado (Ángel, 2004). Por el contrario, para el ecologismo el cuerpo es una parte constitutiva de nosotros, rechazando las visiones filosóficas modernas ortodoxas que insisten en ver a los seres humanos como mente, i.e. como entidades únicamente pensantes –racionales como prefieren decir los discursos filosóficos tradicionales- en las que su cuerpo no es más que una propiedad accidental que no tiene nada que ver con su prodigioso y exclusivo atributo. Varias personas autoras contemporáneas han señalado la importancia de reconocer nuestra corporalidad biológica, algo que se supone es una trivialidad para las culturas modernas desde los escritos de Darwin (Maturana, 1995: Jonas, 2000: MacIntyre, 2001) pues ellas están ampliamente cimentadas en los sistemas científicos convencionales, que tienen entre sus convicciones fundamentales que no podemos pensar, hablar o existir sin cuerpo. Por esto somos seres biológicos. Sin embargo la filosofía y las ciencias sociales ortodoxas parecen olvidar o pasar esto por alto frecuentemente. El posestructuralismo y otras posiciones que caen dentro del término un tanto suelto de posmodernidad han luchado vehementemente por mostrar lo cultural de los discursos de las ciencias naturales, pero se han rehusado a aceptar que el humanismo está impregnado de perturbaciones no humanas. En consecuencia, no es de extrañar que las teorías que sostienen el carácter genético del comportamiento humano sean frecuentemente acusadas de bordear con la pseudociencia, mientras al mismo tiempo “se da muy poca controversia por atribuirle a los genes una gran cantidad de comportamientos complejos en caninos” (Haraway, 1997: 160). 

Por otro lado, el antropocentrismo atómico a nivel individual sostiene que el ser humano es un organismo autopoiético cuyos componentes están constituidos exclusivamente por genomas humanos. Cuando los seres animales modernos decimos que somos diferentes a los demás seres vivos, hablamos como si partiéramos del supuesto de que nosotros somos distintos y diferenciables de ellos. Sin embargo, como organismos humanos existimos gracias a otros organismos no humanos. Por ejemplo, Haraway (2008) escribe que los genomas humanos sólo se encuentran en el diez por ciento de las células que se encuentran en el cuerpo humano, mientras el otro noventa por ciento corresponde a genomas de múltiples microorganismos. Esto conduce a la pregunta ¿qué me constituye?, la cual es difícil de responder si seguimos inclinados a creer que somos seres exclusivamente humanos distinguibles de otros seres que, a su vez, son exclusivamente no humanos. ¿Acaso no todo lo que llamo cuerpo no es mío, sino que gran parte de él está habitado por seres que no hacen parte de él? Si es así, ¿dónde empieza y termina mí cuerpo y dónde empiezan y terminan los otros organismos que se encuentran en él? Es más, así los otros organismos no sean parte de mí, ¿qué tanto soy yo, y qué tanto soy autónomo como aseguraba Kant si “el tejido intestinal humano no se puede desarrollar normalmente sin la colonización de la flora intestinal” (Haraway, 2008: 220)? 

A nivel cultural, el antropocentrismo atómico afirma que los seres humanos han construido únicamente entre ellos una esfera conductual llamada cultura. Sin embargo, Haraway nos recuerda constantemente cómo otras entidades del mobiliario del mundo han participado en la construcción del mundo que habitamos los humanos. “Los actores no somos solo ‘nosotros’; si el mundo existe para nosotros como ‘naturaleza’, esto designa un tipo de relación, una proeza de muchos actores, no todos humanos, no todos orgánicos, no todos tecnológicos. (…) La naturaleza está hecha, aunque no exclusivamente, por humanos; es una construcción en la que participan humanos y no humanos” (1999, 123). Nosotros entablamos relaciones con nuestro entorno y éstas son bidireccionales, es decir, nuestro entorno participa activamente de dicha interacción. “Los humanos no son los únicos actores en la construcción de las entidades de un discurso científico determinado; las máquinas (delegadas que pueden sorprender) y otros compañeros (no ‘objetos pre- o extradiscursivos’, sino compañeros) son constructores activos de objetos científicos naturales” (1999, 124). 

El rechazo al antropocentrismo atómico es el alejamiento del ariocentrismo hegemónico que ha producido al humanismo. Éste denota la creencia de “que el hombre lo hace todo, incluido a sí mismo, a partir del mundo, que sólo puede ser recurso y potencia para este proyecto y agencia activa”. Así, el humanismo “se refiere al hombre fabricante y usuario de herramientas cuya producción técnica más brillante es él mismo”, un discurso que ha operado como una de las causas de la actual crisis ecológica y el repudio a los discursos ecoéticos, al mismo tiempo que ha sido “el argumento del falogocentrismo” (Haraway, 1999: 124). 

Para Haraway simplemente debemos abandonar las ideas analíticas esencialistas de la modernidad tradicional que dan preponderancia al ser animal humano o, peor aún, al hombre y a la cultura, y aceptar que existimos en un mundo que creamos colectivamente –rechazo al atomismo individualista- actores tanto humanos como no humanos –rechazo al antropocentrismo atomista culturalista-. Lo colectivo nos lleva de nuevo a las articulaciones, es decir, al hecho de que existimos en las relaciones, una visión que responde a una lógica sistémica, de corte pericorético, en lugar de a una lógica de la identidad que insiste en que las cosas son en sí mismas y por sí mismas. “Los seres no preexisten a sus relaciones. (…) Los determinismos biológico y cultural son ambos concreciones erradas, esto es, por un lado, el error de confundir categorías abstractas, provisionales y locales con el mundo y, por otro, tomar incorrectamente consecuencias potentes por fundaciones preexistentes. No existen objetos y sujetos preconstituidos, ni fuentes únicas, actores unitarios o fines últimos” (2003, 6). 

Incluir otros organismos en la construcción de la cultura también significa dejarlos de ver como entidades determinadas genéticamente, donde el instinto es la ‘causa’de todos sus sistemas conductuales. Para Haraway los seres animales no humanos también participan de acoplamientos estructurales que podemos llamar comunicacionales o cognitivos en los que los genes no son los únicos agentes. Este ser humano autor comenta que el comportamiento animal no puede verse sólo desde teorías evolucionistas en las que una especie actúa en función únicamente de sus genes. “Sabemos por investigaciones recientes que incluso los cachorros de criadero son generalmente más hábiles con pistas visuales, indexicales y de golpecitos (tapping) en pruebas de búsqueda de comida que los lobos más brillantes y los chimpancés antropoides. La supervivencia de los perros como especie y como individuos normalmente depende de su capacidad de leer bien a los humanos” (2003, 50). A su vez, el pastoreo “no funcionaría si las ovejas no entendieran a los perros o si los perros no supieran interpretar a las ovejas” (2008, 233). Aunque la interacción interespecífica ha sido explicada por la etología y el evolucionismo tradicional en términos mecanicistas, utilitaristas, informacionales o evolucionistas en los que términos como intención, pensamiento, emociones o relaciones con las prácticas culturales son descartadas, estos ejemplos sirven para mostrar creencias muy distintas dentro de la propuesta de Haraway. Para esta persona, diversos seres animales no humanos se han articulado a prácticas que llamamos culturales –el pastoreo no es un acto biológico, y la comunicación entre caninos y humanos no es función del linaje o explicable en términos en que la inteligencia es un algo biológico (de ahí la comparación con lobos)- que hacen problemático continuar con la división naturaleza/cultura o prácticas humanas/no humanas. “Es un error ver los cambios mentales y corporales de los perros como biológicos y los de las vidas y los cuerpos de los humanos como culturales y, por lo tanto, no como coevolución, como sucede, por ejemplo, en el caso de la aparición de las sociedades pastoriles o agrícolas” (2003, 31). De esta forma, la propuesta de Haraway al diluir las esferas modernas de cultura y biología condena los determinismos y reduccionismos que tanto le achacan personas autoras de las ciencias sociales y la filosofía al ecologismo, y anota que “una vez que (…) dejemos de ver solo el reduccionismo biológico o la particularidad cultural, veremos de manera diferente tanto a la gente como a los animales” (2003, 31). 

Antes de terminar este apartado es importante señalar que Haraway no busca atribuir lenguaje a los seres animales no humanos. Los ejemplos antes discutidos no son para esta persona evidencias de que algunos animales no humanos tienen lenguaje. Para este ser humano lo que hace la articulación de las esferas cultural y biológica es mostrar la complejidad y multiplicidad de las interacciones en las que se involucran los seres animales. De esta manera, Haraway estima que “ya no es posible científicamente comparar cosas como ‘conciencia’o ‘lenguaje’entre animales humanos y no humanos como si hubiera un solo eje de calibración” (2008, 235), sino que nos enfrentamos a articulados que interactúan con su entorno de diversas maneras que son irreductibles a un solo elemento que permita trazar una línea en la que simplemente se pueden ubicar los diferentes organismos a la derecha o izquierda de esta en función del ‘grado’de adquisición, desarrollo o evolución de dicho elemento. La propuesta de Haraway, y la de muchos ecologismos sistémicos, consiste en reconocer la necesidad de trabajar en diferentes niveles, de renunciar a la simplicidad y universalidad, para reconocer que se habla desde un punto y que por lo tanto no se construyen más que “conocimientos situados”. La ciencia tradicional es insuficiente para abordar los sistemas vivientes y la crisis ecológica precisamente por su simplismo que insiste en creer que el mundo está compuesto por cadenas –no redes- causales, leyes universales y por elementos que son aislables y explicables a partir del análisis convencional. 

Especies de compañía 

Desde una lógica pericorética todos somos relaciones y por lo tanto no existen especies aisladas, tampoco la humana. En primer lugar, todo organismo es una relación que un observador humano establece con su entorno a través de un sistema lingüístico. En el caso de la ciencia, “los organismos son construidos por actores determinados y siempre colectivos en tiempos y espacios particulares como objetos de conocimiento mediante las prácticas continuamente cambiantes del discurso científico. (…) Los organismos son encarnaciones biológicas en tanto que entidades técniconaturales; no son plantas, animales o protistas preexistentes con fronteras ya determinadas y a la espera del instrumento adecuado que los inscriba correctamente. Los organismos emergen de un proceso discursivo. La biología es un discurso, no el mundo viviente en sí” (Haraway, 1999: 124). Ser una construcción producto de una práctica discursiva significa ser una porción del mundo que emerge a través del lenguaje. El mundo es una masa amorfa, que va tomando sentido –perdiendo complejidad- gracias al lenguaje, por lo que cada distinción no es función de un mundo prelingüístico, externo al lenguaje, sino a los juegos propios de sistemas lingüísticos particulares. Esto implica que cada práctica discursiva porciona el mundo de manera distinta, en función de las relaciones que establece con él, por lo que no tiene que haber una equivalencia de mobiliario del mundo para dos grupos sociales con sistemas lingüísticos diferentes. Lo que los seres animales humanos modernos llaman realidad es la manera en que un grupo social o sujeto se relaciona con su entorno. No hay naturaleza ni cultura, hay culturaleza. 

En segundo lugar, los organismos en la segunda modernidad emergen de las relaciones entre sistemas vivientes y sistemas tecnológicos. Algunos seres vivos son cyborgs, es decir unidades cuya organización es posible gracias a articulaciones entre organismo y máquina (Haraway, 1991). Existen diversos ejemplos de estas unidades: seres humanos con marcapasos, sillas de ruedas, o incluso gafas; seres caninos con prótesis debido a configuraciones corporales como la displasia de cadera, o plantas con nanopartículas de sílice. Otros seres vivos no poseen un cuerpo con articulaciones tecnológicas pero existen gracias a la tecnología. Por ejemplo, muchos animales no humanos urbanos han desarrollado formas de vida que se apropian de la tecnología, haciéndolos claramente diferentes de sus contrapartes silvestres. En el caso de los perros, Haraway (2000) escribe que “no es que la tecnología haya otra vez invadido a la naturaleza, sino que los perros han logrado otra victoria, y ahora se han apropiado de tecnología altamente reproductiva para su propia estrategia reproductiva”. Lo mismo se podría decir de microorganismos como el SARM (Staphylococcus aureus resistente a la meticilina), o seres animales como las ratas o las cucarachas que los modos de vida urbanos modernos han beneficiado enormemente en términos reproductivos. De esta forma, “las tecnologías no son mediaciones, algo que se encuentra entre nosotros y otra parte del mundo; más bien, son órganos, compañeros completos” (Haraway, 2008: 249). 

La tecnología no es una contaminación, sino un conjunto de entidades que cuando entran a ser componentes de un sistema, le permiten nuevos arreglos estructurales y capacidades. La base de la sistémica es que toda unidad es un arreglo de elementos. De manera similar, Haraway (2008, 250) anota que “las cosas [los sistemas para nosotras] están compuestas; están hechas a partir de la combinación de otras cosas que se encuentran coordinadas para ampliar el poder, para hacer que algo pase, para acoplarse con el mundo, o para arriesgarse en actos mundanos de interpretación. Las tecnologías están compuestas”. Estas últimas, para este sujeto autor, no denotan únicamente máquinas o artificios humanos. Las tecnologías son agentes que “pueden ser humanos o partes de seres humanos, otros organismos completos o parte de ellos, máquinas de muchos tipos u otra clase de arreglo de cosas hecho para operar en el complejo tecnológico de las fuerzas conjuntas”. En este orden de ideas, las tecnologías se refieren a posibilidades, a formas de lidiar con la complejidad del entorno, que están a disposición no solo de los seres humanos y que, en ciertos contextos, pueden por el contrario aumentar esa complejidad y llevarnos a la desintegración como sistemas culturales, civilizatorios o incluso vivientes. Las tecnologías no son en sí perturbaciones destructivas. 

En tercer lugar, los organismos existimos gracias a otros. “Las estructuras en un organismo no se desarrollan normalmente si no se dan ciertas interacciones con otros organismos asociados en momentos determinados” (Haraway, 2008: 219). No somos humanos y luego nos relacionamos con otros seres, existimos como humanos porque somos compañeros de otros seres vivos. “los compañeros no son anteriores a su relación ellos son precisamente el resultado de las inter- e intrarrelaciones entre seres corporales, importantes y semioticomateriales” (Haraway, 2008: 165). Somos especies de compañía. Este término, que surge en Estados Unidos en las escuelas de veterinaria para denotar un nuevo modo de relacionarse entre los seres humanos y otros seres no humanos diferente a la interacción amo/mascota, ha sido resignificado por Haraway para expresar “el moldeamiento conjunto a todos los niveles en todo tipo de temporalidades y corporalidades” (2008, 164). Así, este término es reapropiado por este sujeto autor para referirse a todos los organismos gracias a los que un organismo existe. De esta suerte, las especies agrícolas son especies de compañía para los seres humanos, al igual que aquellos miembros no humanos de la familia y todas las especies que han impedido que nuestra civilización actual no haya aún colapsado –abejas que polinizan, insectos que controlan otros organismos, aves que controlan insectos, seres animales carroñeros que disminuyen el riesgo de ciertas enfermedades humanas, etc.-. A su vez, somos especies de compañía de estas especies. “No existe una sola especie de compañía; tienen que haber por lo menos dos” (2003, 12). 

El ser especies de compañía refuerza la idea de culturaleza, pues reconocemos la agencia de nuestras especies compañeras. Para el caso de los perros, Haraway (2008, 134) apunta que “el término especie de compañía se refiere al antiguo vínculo coconstitutivo entre perros y gente, en el que los perros han sido actores y no solo recipientes de acciones”. Igualmente, este concepto impide un constructivismo ingenuo en el que los seres humanos son creadores únicos del mundo. “Los humanos no inventaron los perros, estos últimos se inventaron a ellos mismos y se apropiaron de los primeros como estrategia reproductiva” (Haraway, 2000). A su vez, los humanos se inventaron a sí mismos y se apropiaron de sus especies de compañía, por lo que “somos tanto sujetos como objetos en todo momento” (Haraway, 2008: 76). De esta manera, Haraway (2008, 164) propone “un no humanismo en que las especies de todo tipo son cuestionadas”, y en que se abandona tanto el solipsismo individual como el de especie propios del antropocentrismo atómico. 

Por último, existen las relaciones afectivas que nos hacen como seres humanos. Éstas se establecen con un Otro que nos importa, el cual, afirma Haraway, no es necesariamente humano. “Somos constitutivamente especies de compañía. Nos creamos mutuamente en carne y hueso; importante para el otro, en diferencia específica, connotamos en carne y hueso una fuerte infección del desarrollo llamada amor” (2003, 2-3). Haraway apunta que en la segunda modernidad se ha ido configurando una nueva relación humano/no humano diferente a la de mascota que, usando el caso de la relación humano/canino, ha dado pie a una “especie de animales emergentes que no son animales de producción, ni de laboratorio, ni perros de guerra, ni perros parias o plagas, sino que son parte de una relación histórica muy particular. No se trata de ‘perro’y ‘hombre’” (2000). La especie particular se diluye para dar paso a relaciones en que el Otro y uno cohabitan y emergen gracias a dicha relación. Uno cambia cuando se relaciona con otro, y viceversa. “Una vez que ‘nos’hemos encontrado no volveremos a ser ‘los mismos’” (Haraway, 2008: 287). 

En las relaciones basadas en el amor la vida de uno adquiere sentido y cambia porque hay Otro que no soy yo que es importante para mí. Esta idea es crucial en los ecologismos que ven los discursos de liberación animal como parte de su historia. El ecologismo tiene otra corriente en la que el Otro vale por sí mismo y por lo tanto se vuelve importante para los ejecutores de esta práctica discursiva. Por esto, ya no se trata únicamente del Otro silvestre, del Otro porque es silvestre, o de la función ecológica del Otro –el Otro como medio-, sino del Otro porque es vivo, porque siente, porque tiene rostro, es decir porque nosotros surgimos gracias a que nos relacionamos con él. El rostro, en el sentido que le da Levinas, no se refiere a un rasgo del Otro, sino a algo que surge en la relación. Para esta persona autora el rostro no es una cara, una nariz, una boca, unos ojos; es una comunicación que se dirige a mí y me exige que le responda -lo que este ser humano llama “el lenguaje original de sus ojos sin defensa” (Levinas, 2001: 88)-, es decir el reconocimiento de que es una alteridad importante. 

De manera similar, Haraway le reconoce rostro a todos los seres vivos, incluyendo aquellos monstruos no silvestres o naturales producto de la civilización moderna. “Los animales de laboratorio, incluyendo el Oncorratón, tienen rostro” (2008, 76). Esto se debe a que, desde una posición ecoética, las relaciones afectivas se multiplican, pues no se basan en una esencia, en un requisito para reconocer la legitimidad del Otro. En un sistema ecoético, “estar enamorada es ser mundana, estar conectada con una alteridad importante y con otros que importan, en muchas escalas, en capas de lo local y lo global, en redes que se extienden” (Haraway, 2003, 81). Dicha extensión se amplía hasta abarcar aquellos seres que el ariocentrismo y los otros discursos basados en la pureza y el origen rechazan con vehemencia. Tal es el caso del Oncorratón, el monstruo por antonomasia junto al cyborg, el humano no heterosexual y el organismo genéticamente modificado (Haraway, 1997). Esta persona roedora que nació y ha vivido siempre en un laboratorio, no tiene nicho, no es componente de un ecosistema en el sentido biológico del término. En el Oncorratón la ecología biológica encuentra su límite: no puede hablar de naturaleza, pues su entorno y origen no responden a esa categoría moderna; no puede estudiar su ecología, pues su entorno no encaja dentro de su objeto tradicional de estudio; no puede luchar por su valor ecológico, pues este sujeto no presta ningún servicio ecológico, ni es vital para la supervivencia de otras especies o poblaciones silvestres. Sólo cuando construimos un ecologismo a partir de la alteridad importante y no la pureza o el conservacionismo, es que nos preocupamos por estos monstruos, pues:

    "tanto los cyborgs como las especies de compañía juntan de maneras inesperadas lo humano con lo no humano, lo orgánico con lo tecnológico, el carbono con el silicio, la libertad con la estructura, la historia con el mito, el rico con el pobre, el Estado con el sujeto, la diversidad con la destrucción, la modernidad con la posmodernidad, y la naturaleza con la cultura. Además, ni un cyborg ni un animal de compañía satisfacen al purista que sueña con mejores fronteras para las especies protegidas y con la esterilización de los desviados de categorías (Haraway, 2003: 4)." 

Biocentrismo aséptico y liberación animal 

La opción por los monstruos ha llevado a Haraway a rechazar el ecologismo que se ocupa únicamente de los seres silvestres y que crítica relaciones que destruyen esta condición. Para este ser humano, los seres animales domésticos también importan. La ecoética no puede olvidar a la gran cantidad de sujetos no humanos que no habitan sistemas silvestres, pues su interés es el Otro, humano o no, silvestre o no. 

La preocupación por los seres animales no silvestres implica todo un reto para la ecoética, pues, entre otras cosas, son una minoría difícil de despreciar. Para comienzos del Siglo XXI, alrededor de 69 millones de hogares en los Estados Unidos, es decir el 63 por ciento, tenían mascota. Unos 90.5 millones de gatos, 73.9 millones de perros, y unos 16.6 millones de aves, entre otros seres animales no humanos, comparten vivienda con seres animales humanos en Norteamérica (Haraway, 2008). Esto es una cifra importante si tenemos en cuenta que para el 2009, la población humana estimada en este país era de unos 307 millones de individuos, de los cuales alrededor de un 16 por ciento eran latinos, la minoría étnica más grande en este territorio (48.4 millones), y un 12 por ciento afroamericanos (37.7 millones), nombre que emplean en esta región para denominar el grupo étnico que en ese momento ocupaba el segundo lugar en cantidad (USCB, 2009). En el Reino Unido, un estudio realizado en 2007, estima que el 57 por ciento de los hogares británicos tienen mascota, siendo la población de gatos la más alta, alrededor de 10,5 millones (Murray y otros, 2010); una población que para una región con un estimado de 61.8 millones de humanos para mediados del 2009 es bastante considerable (ONS, 2010), especialmente si se tiene en cuenta que para mediados de 2007 se estimaba que toda la población humana categorizada como minoría étnica sumaba alrededor de 8.5 millones (aproximadamente el 16 por ciento) en Inglaterra y Gales (ONS, 2007). 

Para Haraway uno de los principales retos que tiene la ecoética al reflexionar sobre este tipo de seres animales es el conjunto de principios en los que se ha ido construyendo el discurso de la liberación animal, el principal movimiento político-ético-académico preocupado por los seres animales no silvestres. Para este sujeto autor esta práctica discursiva parte de tres principios a los cuales se opone. El primero es el rechazo a la muerte de cualquier ser animal no humano. Para los defensores animales, los seres humanos no deben terminar la vida de seres animales no humanos a menos de que sea para el beneficio propio de estos, como en el caso de la cacotanasia. De esta forma, el movimiento de liberación animal y de derechos de los animales se opone al asesinato de animales no humanos con fines de alimentación, vestido o experimentación, por lo que el veganismo se ha vuelto uno de los principios éticos básicos de los sujetos humanos simpatizantes con este movimiento (Adams, 2010: Animal Times, 2010: Marcus, 2010: PETA, 2011). Para Haraway postular el imperativo cristiano del No matarás no es adecuado, pues es un elemento inherente a la dinámica que hace posible el sistema vida. 

La partición radical, ontológica, entre vegetales y animales que realizan los discursos de liberación animal y derechos de los animales, bajo el criterio de que los primeros no tienen capacidad de sufrir, ha permitido que el asunto del comerse a Otro como acto inevitable de seres vivos no autótrofos quede por fuera de la propuesta ética de estos (Singer, 1999). Sin embargo, el asunto es más complejo bajo la perspectiva sistémica del ecologismo. La Vida es un sistema que tiene como operación de distinción la obtención de energía mediante el flujo total de sus componentes, lo que implica que sus componentes animales también sean digeridos por otros componentes. Desde una perspectiva sistémica, la biosfera es un sistema en el que “ninguna comunidad opera sin comida, sin comer juntos” (Haraway, 2008: 294), en el que “no hay forma de comer sin matar” (Haraway, 2008: 295). Esto “no es un asunto moral, sino un hecho semiótico y material que tiene consecuencias” (2008, 294). Pretender que los seres animales humanos se aparten de esta operación es perpetuar la creencia humanista de que la especie humana está por encima de las dinámicas mundanas de la biosfera. 

Conforme a esta concepción de la biosfera, Haraway apunta que el asunto no consiste en llevar el imperativo cristiano del No matarás al plano de la ética ecológica, sino “en aprender a vivir responsablemente con la necesidad y el trabajo inevitables de matar” (2008, 80). Esto implica ser conscientes de que si bien “no hay forma de comer sin matar” (2008, 295), “no existe una categoría que haga el matar inocente” (2008, 106), es decir, la inevitabilidad de matar no hace de este acto algo libre de responsabilidades, restricciones, condenas, reproches y consecuencias. “Que no se pueda separar el comer y el matar de forma aséptica, no significa que toda forma de comer y matar este bien o que sea simplemente cuestión de gusto y cultura” (2008, 295). 

El preguntarnos por nuestras formas de comer y matar nos lleva a enfrentarnos con nuestro largo historial de prácticas crueles e inhumanas. Sólo el siglo XX fue testigo de actos de barbarie únicos como los genocidios judío y gitano durante la Segunda guerra mundial, o la implantación de técnicas de producción como las granjas fábricas que sólo en Estados Unidos cobra anualmente la vida de más de nueve millones de seres animales G. gallus domesticus tras haber llevado una existencia en lugares de confinamiento donde sufren dolor agudo y crónico debido a las condiciones de hacinamiento, selección antrópica, trasporte y muerte (HSUS, 2006). Son estas prácticas las que Haraway tiene en cuenta para formular su propuesta ética: “el problema no consiste en establecer a quién se debe aplicar una mandamiento de este tipo [No matarás] de manera que ‘otra’muerte pueda continuar como siempre lo ha hecho y alcanzar proporcionas históricas nunca vistas”, por lo que “tal vez el mandamiento debería ser ‘no harás matable [killable]’”. El punto es, escribe Haraway, “no es el matar lo que nos lleva al exterminismo, sino el convertir a ciertos seres en matables” (2008, 80). Efectivamente, el que los gobiernos modernos mataran gente no condujo a que la Alemania Nazi se embarcara en un proyecto de exterminio. La Endlösung fue el resultado de una escisión de la humanidad entre aria y judía en la que toda persona asignada a la segunda categoría era vista como “un ser fuera de la naturaleza” que “tiene que haber salido de otra cepa humana” (Goebbels citado por Steinert, 2004: 188). De manera similar, el genocidio indígena llevado a cabo durante la conquista de América no fue producto de la práctica del asesinato, común en la Europa de los siglos XV y XVI, sino por un etnocentrismo de fuerte corte religioso que veía a los indígenas como “hombrecillos [humunculos] en los cuales apenas encontrarás vestigios de humanidad” (Sepúlveda, 1996: 105). Igualmente, no es la tradición omnívora de un gran cantidad de sociedades humanas la que ha conducido a actos atroces contra seres animales no humanos, sino la lógica económica liberal y la idea de antropocéntrica de que “tenemos dominio sobre las plantas, los animales y los árboles” (Coulter, 2007). 

El segundo principio de los discursos de liberación animal y derechos de los animales con el que Haraway no está de acuerdo es la lucha contra cualquier forma de explotación animal. El uso de sujetos animales no humanos para diversas labores es visto por esta persona autora como una relación legítima que no conduce necesariamente a un maltrato de estos. Por ejemplo, comparando con la idea de que una entidad canina se encuentra mejor cuando ejerce el rol de mascota que el de animal de trabajo, Haraway escribe que en el caso del primero, para sociedades modernas como la norteamericana, ésta corre “el riesgo de abandono, ya sea porque el afecto humano se esfuma o porque el perro no logra satisfacer la fantasía del amor incondicional”. Por el contrario, “mucha de la gente que (…) toma en serio a los perros resalta la importancia que el trabajo tiene para estos, pues los hace menos vulnerables a los caprichos consumistas de los humanos. (…) El valor y la vida de los perros [en estos casos] no es función de la percepción humana de que los perros los aman” (2003, 38). 

En lo que respecta a la experimentación animal, Haraway (2008, 75) escribe que la ética que propone no implica “que la gente no pueda realizar experimentos de laboratorio con animales, incluso si estos causan dolor o la muerte”. Para Haraway (2008, 70), lo central es tener presente que “sin importar que tan fuertes sean la necesidad y las justificaciones [que se tengan para experimentar en un animal no humano], éstas no eliminan la obligación de cuidado y de compartir el dolor”. El punto de esta persona es que en una existencia mundana como la que tenemos, todos somos objetos y sujetos en función del contexto en que nos encontremos, y eventualmente todos moriremos, sufriremos, haremos sufrir y cargaremos con la responsabilidad de la muerte de otros -así no intervengamos directamente-, pero esto no nos salva de la responsabilidad de responder al Otro, de preocuparnos por él. 

Por último, Haraway no comparte la táctica de las prácticas de liberación animal y derechos de los animales de la defensa de los seres animales no humanos mediante la extensión de la figura jurídica de los derechos. Para Haraway los derechos de los animales no deben ser la base de la discusión sobre la explotación animal, pues estos parten de la idea de sujeto, la cual es parte del problema. Según este sujeto autor, ver los seres animales no humanos como sujetos, tal como se entiende esta categoría dentro de prácticas discursivas como la de los derechos humanos, pasa por alto “la diferencia específica [la cual] es al menos tan importante como las continuidades y similitudes entre especies” (2008, 67). Para esta persona es fundamental que tengamos presente que la ética ecológica no se puede fundamentar en la idea de igualdad, pues ésta olvida aspectos vitales de las particularidades de especie y de persona. “Todos los animales no son iguales. Su particularidad de clase e individuo importa. La especificidad de su felicidad importa, y esto es algo que hay que hacer emerger” (2003, 52). 

Por otro lado, Haraway piensa que la idea de derechos perpetúa una visión atómica de las entidades vivientes, en el que el carácter relacional que esta persona resalta bajo la categoría de especies de compañía no logra emerger. Para ella “no llegamos muy lejos con las categorías que normalmente emplean los discursos de los derechos de los animales, en los que los animales terminan dependientes permanentes (‘menos humanos’), completamente naturales (‘no humanos’), o exactamente iguales (‘humanos en trajes peludos’)” (2008, 67). 

Lo anterior evidencia otro problema que ha acarreado la ampliación de la idea de derechos: la humanización de los animales no humanos. En el caso de los seres animales caninos, Haraway señala que es común que estos sean tratados como niños, algo que para este sujeto autor “degrada a perros y niños, así sea [que se les diga a los primeros ‘niño’] de manera metafórica” (2003, 37). Efectivamente, ver a estas entidades como infantes humanos conduce a “la infantilización de los caninos adultos” (2003, 96) y a la proyección de deseos o comportamientos propios que conducen a negarles su alteridad, tratándolos como entidades cuya felicidad y bienestar se alcanza a través de vestuario, joyas, o bienes materiales que no tienen mucho sentido o el mismo sentido para ellos que para los seres humanos modernos embarcados en la ideología del consumismo. Reconocer que ellos son Otros que nunca serán nosotros nos permite darnos cuenta que “los perros no tratan de uno mismo” y eso es, precisamente, “lo bello de ellos. Los perros no son una proyección, ni la realización de una intención, ni el telos de nada. Son perros, es decir una especie relacionada de forma obligatoria, constitutiva, histórica y proteica con los seres humanos” (2003, 11-12). 

Responsabilidad y alteridad 

Haraway propone como alternativa al discurso de los derechos de los animales y de la igualdad interespecífica una ecoética basada en la responsabilidad. Para esta persona responsabilidad significa “capacidad de responder” (2008, 71), i.e. embarcarse en el juego de la intersubjetividad, en el que se presta “atención a la danza conjunta, cara a cara, con una alteridad que importa” (2003, 41). En otras palabras, responder quiere decir aprender a devolver la mirada al mismo tiempo que nos percatamos que nos están mirando. A diferencia de la ciencia tradicional que le exige a la persona de ciencia “ser tan neutral como sea posible”, es decir “no estar disponible” (2008, 23), la responsabilidad nos exige responder a los actos que se dirigen hacia nosotros; hacernos disponibles no implica tanto ver en el Otro un rostro como develar el nuestro al Otro. Como escribe Haraway (2008) acerca de la etología, cuando el sujeto de ciencia ignora las pistas sociales que los organismos no humanos le están dirigiendo, éste es quien no está siendo un sujeto social; en esta situación, es la gente la que no tiene rostro, no los seres no humanos. 

Responder a su vez significa tener que dar razones, siendo conscientes de que éstas nunca serán suficientes para el dolor, el sufrimiento o la muerte que podamos causar con nuestros actos, por muy inevitables que sean. “Los cálculos –razones- son obligatorios y radicalmente insuficientes para la mundanidad de las especies de compañía” (Haraway, 2008: 88). En el caso de la imposibilidad del No matarás, Haraway apunta que “los seres humanos tienen que aprender a matar responsablemente, y a ser matados responsablemente, anhelando la capacidad de responder y de reconocer cuándo el otro responde, siempre teniendo razones pero siendo conscientes de que nunca habrán razones suficientes” (2008, 81). Igualmente para el caso de la experimentación animal, responder “significa que esta práctica nunca debe dejar a los laboratoristas con una tranquilidad moral, convencidos de que hacen una buena labor”, pues “la sensibilidad moral que se requiere en estos casos es brutalmente mundana y no será aplacada mediante cálculos de medios y fines” (2008, 75). A su vez dar razones, calcular, cuando respondemos, implica señalar “para quién, para qué y por quién son hechos los cálculos de costo-beneficio” (2008, 87), al mismo tiempo que involucra el “responder a y [el] responder con” (2008, 92), esto es hacer que, “de alguna manera, las decisiones sean tomadas en frente de quienes sufrirán las consecuencias” (2008, 83). Así responder en el contexto de las especies de compañía es tener en cuenta al Otro en todo el proceso de toma de decisiones, revelando que los costos y los beneficios nunca son abstractos ni distribuidos simétricamente. 

Responder está emparentado con respetar, es decir con reconocer la alteridad del Otro. Esto se logra suspendiendo nuestros prejuicios, como es el caso de la idea totalitaria de la ciencia ortodoxa de que ella nos dice cómo es el Otro realmente. Reconocer en el Otro una alteridad irreductible -nuestra imposibilidad de predecirlo completamente- tiene la consecuencia de quitarnos la autoridad de hablar por él. Por ejemplo, cuando nos enfrentamos a la enfermedad terminal de un ser no humano amado, nunca tendremos certeza de lo que él quiere, por lo que las preguntas “¿cómo el humano de un animal de compañía juzga cuándo es el momento de que su perro muera o, incluso, de sacrificarlo? ¿Cuándo es mucho cuidado? ¿El problema es la calidad de vida? ¿El dinero? ¿El dolor? ¿El de quién?” (Haraway, 2008: 50) siempre quedarán abiertas al mismo tiempo que tendrán relevancia. Por otro lado, reconocer la alteridad del Otro tiene que ver con aceptar que las relaciones son asimétricas y, en consecuencia, con admitir que siempre corren el riesgo de transformarse en relaciones de dominación. En consecuencia, la igualdad, o la extensión de “una membrecía honoraria [a los animales no humanos] a la abstracción expandida de lo Humano” (2008, 73) no es la condición necesaria para un trato respetuoso; por el contrario, olvidar que el Otro no humano tiene necesidades, gustos, florecimientos diferentes a los de los humanos conduce a interacciones de dominación, ya que el Otro es negado cuando su particularidad es negada. La dominación siempre tiene que ver con el imponerse. 

Igualmente, responder al Otro no significa darle el estatuto ontológico de sujeto. Este es un rol, el ecologismo no busca esencias. Responder es reconocer que los otros “no han sido una materia prima pasiva ante la acción de otros” (Haraway, 2008, 62), sino que ellos han participado, a través de sus actos, en la interpretación de diversos roles. Existir junto a otros y gracias a otros implica admitir que, incluso los humanos, “somos tanto sujetos como objetos en todo momento. Responder a esto quiere decir aceptar la copresencia en las relaciones de uso” (Haraway, 2008: 76). En consecuencia, “minimizar la crueldad, aunque necesario, no es suficiente; la responsabilidad pide más que eso. (…) Las relaciones instrumentales entre gente y animales no son las que vuelven a los animales (o a la gente) cosas muertas, (…) que no tienen (…) un rostro”. Por lo tanto, “la intraacción instrumental no es el enemigo; (…) la instrumentalidad (…) [es intrínseca] al ser y al existir corporalmente imbricado y terrenalmente mortal” (Haraway, 2008: 71). 

Para Haraway el primer paso para la responsabilidad es la curiosidad. Ésta es “una de las primeras obligaciones y uno de los placeres más profundos de las especies de compañía” (2008, 7). Gracias a ella estamos dispuestos a despojarnos de nuestros prejuicios, acercarnos al Otro, prestarle atención. Además, la curiosidad nos permite bajar la guardia y dejarnos afectar por el Otro. Cuando somos curiosos disminuimos la desconfianza y, literalmente, nos interesamos por el Otro de una manera tal que recibimos algo nuevo, así sea en forma de conocimiento. Uno no siente curiosidad por lo que ya conoce a menos de que haya algo de lo que uno no se había percatado antes. A su vez, la curiosidad, para Haraway, está ligada al cuidado, i.e. “volverse presa de la inquietante obligación de la curiosidad, la cual exige que sepamos más al final del día de lo que sabíamos al comienzo” (2008, 86). 

Haraway al anteponer la alteridad irreductible del Otro rechaza toda forma de universalismo, privilegiando un conocimiento situado. En consecuencia, la ética no es un área de la filosofía como postula la tradición moderna ortodoxa, sino una práctica emergente, histórica y contextual, en la cual uno responde a y con Otros concretos y particulares. “Todos los actores se convierten en quienes son mediante el baile de relacionarse, no desde cero, ni ex nihilo, sino a partir de los patrones heredados a veces en común, a veces por separado, antes y paralelamente a este encuentro” (2008, 25). Son precisamente estas historias que son “heredadas” y “dispares” las que traemos a la mano en nuestro esfuerzo ético por construir lo que hoy parece un “escasamente posible pero completamente inevitable futuro compartido” (2003, 7). De igual manera, los principios planteados por Haraway para su ecoética son concretos. “Responsabilidad, cuidado y ser afectado no son abstracciones éticas; son cosas mundanas y prosaicas producto de la interacción” (2008, 36). Precisamente estas exigencias, con las que nos encontramos a diario, son más políticas que filosóficas, pues “tener en cuenta, responder, observarse mutuamente, notar, prestar atención, tener una consideración cortés, estimar, todo esto está relacionado con (…) la conformación de la polis, el lugar donde y cuando las especies se encuentran” (2008, 19). En inglés, la lengua que emplea Haraway, se derivan de la palabra griega polis, las palabras política –politics-, cortés –polite-, cortesía –politeness- y la expresión forma de gobierno –polity-. 

Ver la ética ecológica como un asunto político en lugar de filosófico nos lleva a considerar que muchos de sus problemas deben ser abordados a través de la discusión, pues no son asuntos cerrados para siempre por una razón incuestionable o un argumento de impecabilidad lógica. ¿Tenemos derecho a probar medicamentos en animales? ¿Qué pasa en el caso del cáncer, una enfermedad común a humanos y caninos longevos? En Estados Unidos en 2006 el Instituto Nacional de Cáncer se asoció con algunos hospitales veterinarios para probar drogas en pacientes caninos que padecían la enfermedad. Estas personas no eran animales de laboratorio y “podían beneficiarse de los medicamentos, pero estos serían probados en momentos en que aun tuvieran estándares inferiores a los necesarios para poder ser probados en humanos” (Haraway, 2008: 61); ¿es esto éticamente válido? ¿Es un acto cruel? ¿Acaso inhumano? Tanto seres humanos como caninos podrían beneficiarse de estas pruebas. La decisión de involucrar a los segundos no es cuestión de principios abstractos, ni únicamente de expertos, sino de comités de ética, médicos veterinarios y no veterinarios, investigadores, miembros de la familia de los pacientes, patrocinadores, pacientes de cáncer, familiares de dichos pacientes. Como señala Haraway (2008, 76), con respecto a la decisión de emplear animales en la experimentación, 

    "Responder a esto significa aceptar la copresencia en las relaciones de uso y, en consecuencia, recordar que ninguna hoja de balance costo-beneficio es suficiente. (…) No tengo ninguna razón suficiente, sólo el riesgo de hacer algo malo porque también puede ser algo bueno en un contexto de razones mundanas. Es más, éstas deben ser inextricablemente afectivas y cognitivas para que valgan la pena." 

De manera similar, Haraway (2008, 136) apunta que la bioética debe dejar de ser “un discurso regulador” que parte de “una necesidad de prohibir, limitar, vigilar, frenar las tecnoviolaciones potenciales, [o] responder por el daño de una acción o prevenir ciertas acciones” para centrarse en la pregunta “qué hay que hacer”. La ética para este sujeto debe abandonar sus pretensiones axiológicas y deontológicas, pues en un mundo contingente en el que el Otro no es reducible al mismo, los principios universales e inamovibles no pueden ser el punto de partida de nuestros actos. La ética debe estar movida por la preocupación y la obligación de responder al Otro y no por principios personales que operen como fines últimos. No hay fines últimos, la cuestión es “cómo florecer juntos en la diferencia sin el telos de una paz perpetua” (2008, 301), ó “tratar de ser mejor especie de compañía individual y colectivamente, a pesar de estar comprometida con la evaluación permanente de qué es mejor” (2008, 280). 

La ecoética se ocupa del vivir en mundo sistémico en el que “infección, sexo y comer son viejos compañeros” (Haraway, 2008: 287), y por lo tanto no ofrece fórmulas o salidas seguras sin implicaciones nocivas, dañinas, dolorosas o mortales para alguien. Por el contrario, la ética ecológica al ampliar la preocupación personal y colectiva a los seres animales no humanos se torna más compleja, más problemática. En ella el No matarás no puede ser una opción, pues esto implica la muerte o el sufrimiento de Otro. Preguntas como “¿mataría a nuestros gatos asilvestrados si supiera que son un problema para las codornices locales u otras aves?” (Haraway, 2008: 280) son inevitables para aquel que intenta adoptar una visión ecológica del mundo. Como escribe Haraway (2008, 106) 

    También estoy convencida de que el florecimiento mutuo de múltiples especies implica verdades contradictorias y simultáneas si en vez de tomarnos en serio el mandamiento que fundamenta el excepcionalismo humano, ‘No matarás’, adoptamos el mandamiento ‘No harás matable’, el cual nos hace enfrentarnos con el criar y el matar, dos componentes inevitables en la imbricación que son las especies de compañía. No existe una categoría que haga el matar inocente como tampoco existe una categoría o estrategia que lo exima a uno de tener que matar. 

Por otro lado, la ecoética parte de la coexistencia interespecífica, las especies de compañía, y por lo tanto lucha por la legitimación de los lazos que formamos con Otros no humanos importantes para nosotros. Como señala Haraway (2003, 96) en su caso personal, “me niego a ser llamada la ‘mamá’de mis perros porque temo a la infantilización de los caninos adultos y a la malinterpretación del hecho importante de que quería perros no niños. Mi familia multiespecífica no tiene que ver con sustitutos, nosotros estamos tratando de vivir otros tropos, otros metaplasmas”. Efectivamente, la ética ecológica también trata de los monstruos, de esas nuevas configuraciones anteriormente prohibidas o condenadas, en las que se dan nuevas posibilidades de existir, y por lo tanto de relacionarse. Ocuparse de los llamados animales de compañía en la ecoética es responder al llamado de esos millones de seres humanos alrededor del mundo en la Civilización Moderna que han decidido que para que Otro sea importante, para que reciba amor y sea acogido como miembro de la familia no tiene que cumplir con el requisito de ser humano o de ser racional o de tener lenguaje. No humanos, autistas, comatosos, bebés son seres queridos no por lo que fueron, lo que serán, lo que pudieron haber sido, sino por lo que son y porque hacen parte de nuestra existencia, es decir, porque existimos gracias a ellos. 


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EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY

DONNA J. HARAWAY’S ECOFEMINISM

Luis Fernando Gómez1

1. Msc. en Medio Ambiente y Desarrollo lgomeze@une.net.co 

Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín 

Grupo de Pensamiento Ambiental Capítulo Medellín 

Recibido para evaluación: 10 de Enero de 2011 Aceptación: 27 de Marzo de 2012 Recibido versión final: 17 de Abril de 2012 


RESUMEN 

El presente artículo busca presentar la propuesta ecofeminista de Donna J. Haraway, una persona que ha jugado un papel central en la historia del ecologismo y el ambientalismo norteamericanos, pero que ha sido frecuentemente malinterpretada y, además, encasillada en posiciones ideológicas y epistemológicas que desconocen la riqueza de su propuesta y los aportes que ésta tiene para los pensamientos ecológicos y ambientales. Para ello, este escrito ha sido divido en tres temas que el autor considera han atravesado el pensamiento de Haraway y han sido centrales en su formulación original de ecofeminismo. Estos son: la idea de naturaleza, la ciencia y la ética. En la primera parte, se presenta la deconstrucción que esta persona ha hecho a la idea moderna de naturaleza y la subsecuente elaboración de unas bases para una propuesta ecofeminista de orden antiesencialista. En la segunda parte, se analizan las críticas que Haraway ha hecho a la ciencia moderna ortodoxa y se presenta la alternativa que propone para la epistemología tradicional. En la última parte, se desarrollan los aspectos éticos del ecofeminismo de este sujeto, los cuales parten de una fuerte oposición al humanismo, a los ecologismos conservacionistas y a las teorías de liberación animal y derechos de los animales, basándose en la idea de especies de compañía, la cual se ocupa de especies domésticas y niega que los humanos sean entidades separables de los demás seres vivos y que los animales no humanos sean igualables a los humanos. 

Palabras clave: Haraway, ecofeminismo, ecologismo, ambientalismo, ecoética, ética ambiental 


ABSTRACT 

This article attempts to analyze and summarize Donna J. Haraway’s ecofeminism in order to show the richness of a work that has been widely misinterpreted and pigeonholed and that may be very helpful in the current construction of the environmental and ecological discourses. To do so, this paper focuses in three topics that the author considers are pervasive in Haraway’s work and are pivotal to its particular branch of ecofeminism. They are: nature, science, and ethics. In the first part, Haraway’s deconstruction of the modern idea of nature and alternate bases for an anti-essentialist ecofeminism are presented. Then, in the second part, Haraway’s critique to orthodox modern science and substitute to traditional epistemology are analyzed. The third part focuses on the ethical dimension of Haraway’s ecofeminism which strongly opposes to humanism, conservationism and animal liberation and animal rights theories and whose core is based on the concept of companion species that deals with domestic animals and refutes the idea and contests the ideas that humans are separable from other living beings and are superior to other animals. 

Keywords: Haraway, ecofeminism, ecologism, environmentalism, ecoethics, environmental
ethics. 


PRIMERA PARTE: LA IDEA DE NATURALEZA 

Existen diversas propuestas que sugieren que la única salida a la actual crisis ecológica es la realización de cambios profundos a la manera como las sociedades modernas conciben y actúan en el mundo. Dobson (1997) recoge estas propuestas bajo el nombre de ecologismo para diferenciarlas de aquellos planteamientos que consideran que el proyecto de la modernidad, con algunas reformas, posee las herramientas necesarias para solucionar los problemas ecológicos. Estas últimas son agrupadas por esta misma autora bajo el rubro ambientalismo. 

El ecologismo surge en la segunda modernidad1, un período que tiene como una de sus características principales el posicionamiento de la ciencia como práctica discursiva legitimadora de todo conocimiento relacionado con el mundo (Wallerstein, 2007: Lyotard, 1998). Esto tiene como consecuencia la necesidad de que los discursos sociales reivindicativos y liberadores no puedan dejar la ciencia a un lado, al mismo tiempo que se enfrentan a una entronización de esta que ha conducido a un cientificismo que ha sido contraproducente para la práctica científica misma (Dalmedico y Pestre, 2003) 

1. Por segunda modernidad, nos referimos al período posterior a la Segunda Guerra Mundial. 

La erosión de la credibilidad científica no se da sola, pues diferentes prácticas discursivas comienzan a hacer duras críticas al proyecto moderno ortodoxo. Tal es el caso de la posmodernidad, en la que se cuestiona la idea de un mundo social que está separado en esferas que operan de manera independiente (Lyotard, 2006). Este reparo hace que se dude de la pertinencia de distinguir el mundo en pares diferenciables como tradicionalmente se ha hecho en la modernidad. Así, las fronteras entre sujeto/objeto, racional/irracional, verdad/falsedad, entre otras, empiezan a tornarse difusas (Lyotard, 1994: Foucault, 2007). 

Algunos de los planteamientos de la posmodernidad y el posestructuralismo son recogidos por algunas personas teóricas del feminismo de la tercera ola norteamericana, quienes a su vez cuestionan la neutralidad científica con respecto al género, poniendo en duda los dualismos ciencia/cultura, naturaleza/cultura u hombre/mujer (Adán, 2006). Una de las figuras más relevantes del feminismo de la tercera ola anglosajón de corte posestructuralista es Donna J. Haraway. Esta teórica se ha ocupado de la ciencia, la naturaleza y el Otro no humano, por lo que su trabajo puede ser de interés para el ecologismo y el pensamiento ambiental. Además, su enfoque original y un tanto renacentista, que abarca gran variedad de temas desde distintas ópticas, puede ser un aporte importante a la búsqueda de qué es necesario cambiar de las Weltanschauungen modernas ortodoxas hegemónicas en la segunda modernidad, una labor que, como ilustra Dobson, ha sido significativa en la definición del pensamiento ecologista. 

El trabajo de Haraway es bastante amplio y cubre una gran variedad de temas, lo que lo hace de difícil clasificación. Sin embargo, el desarrollo profundo que esta persona pensadora le ha dado a inquietudes que han sido primordiales en las discusiones ecologistas, como el concepto de naturaleza, el papel de la ciencia y la tecnología en la actual crisis ecológica y en la estructuración de las Weltanschauungen modernas tradicionales, y su interés en sus últimos escritos por las relaciones interespecies, hacen de ella alguien que debe incluirse dentro del ecologismo en general y el ecofeminismo en particular. Además, su punto de partida feminista enriquece la discusión ecologista que algunas veces ha descuidado las injusticias y opresiones intraespecie que son de vital importancia en la construcción de propuestas alternativas que realmente conduzcan a prácticas más deseables a las actualmente desarrolladas por el proyecto moderno ortodoxo (Kheel, 1991). 

Debido al interés que Haraway ha tomado por diferentes temas significantes dentro del ecologismo y el pensamiento ambiental, presentaremos nuestro estudio sobre su trabajo dividido por temas. Primero, haremos un análisis de la crítica al concepto de naturaleza elaborado dentro de la ciencia ortodoxa, para posteriormente pasar al problema de la ciencia, y, por último, ocuparnos de la alternativa que Haraway ofrece a las relaciones interespecie que la modernidad tradicional ha establecido. 

La separación de esta investigación por temas es puramente metodológica, pues estas diferentes cuestiones están entrelazadas en la obra de Haraway, haciendo imposible tratarlas de manera aislada, algo que refleja la renuencia de la teoría posmoderna a la compartimentación moderna, como ya mencionamos al comienzo de la introducción. Además, debido a lo profundo del trabajo de esta autora, creemos que en un solo artículo no sería posible condensar sus aportes frente a las temáticas aquí presentadas. Por este motivo, cada temática será desarrollada en un artículo aparte, siendo esta primera la dedicada al concepto de naturaleza. 

En esta primera parte sobre el ecofeminismo de Donna J. Haraway, nos ocuparemos de la crítica que esta autora ha hecho a la idea de naturaleza que ha ido elaborando la ciencia moderna ortodoxa, y como este análisis ha influido en su propuesta ecofeminista. Para esto, tomaremos escritos realizados y publicados por esta autora posteriores a su primer libro (Haraway, 1976), hasta su cuarto libro (Haraway, 1997). 

Los sentidos modermos ortodoxos de la naturaleza en la segunda modernidad 

Haraway defiende una visión constructivista del conocimiento y la experiencia humana. Esto no significa una concepción relativista a ultranza de la realidad como algunas han insinuado (Cartmill, 2003: Pierssens, 2003). Por el contrario, en el construccionismo, se intenta cuestionar la objetividad trascendental propia de la ciencia y la epistemología de la ciencias ortodoxas sin caer en la trampa del relativismo a ultranza o el todo vale (Adán, 2006). Haraway aclara que afirmar que el mundo es una construcción no es lo mismo que decir que es una creación arbitraria ex nihilo. Esto significa que “el constructivismo tiene que ver con la contingencia y la especificidad y no con el relativismo epistemológico” (Haraway, 1997: 99). En otras palabras, el constructivismo y la propuesta de Haraway están relacionadas con la inevitabilidad de tener un conocimiento del mundo limitado y localizado, el cual es una emergencia de nuestras particularidades culturales, personales e históricas, y no con el hecho de que exista o no un mundo por fuera de nosotros. 

Esta confusión se debe en parte, estima Haraway (1991), al fetichismo tan imperante en la ciencia. Es decir, por lo general las científicas tienden a confundir la teoría por la cosa misma. En el caso de la naturaleza, una cosa son las ideas, teorías, hipótesis que tenemos de ella y otra muy distinta, el mobiliario del mundo. Para esta autora, se puede avanzar en la discusión realismo trascendental/ relativismo “recordando [por ejemplo] que la biología no es el cuerpo en sí, sino un discurso. (…) La biología es un logos, es literalmente una forma de adquirir conocimiento” (Haraway, 1990: 11), pero no es la vida o la naturaleza en sí. Esto no quiere decir que la naturaleza sea una invención o que no allá nada ‘ahí afuera’, lo que sea que esto signifique. 

Que el conocimiento sea función de la cultura y el momento histórico indica que todo lo que digamos del mundo está necesariamente cargado de sentidos propios de nuestra cultura. El caso de la naturaleza no es diferente y el estudio que Haraway ha hecho de este término en la segunda modernidad nos muestra que éste es un concepto complejo, multívoco, cuyos sentidos se entrelazan entre sí. Por esto, esta autora considera que es importante develar los diferentes sentidos contingentes, culturales e históricos de la naturaleza como uno de los primeros pasos para el planteamiento de alternativas a las Weltanschauungen hegemónicas en la segunda modernidad. A continuación, presentaremos algunos de los sentidos que la modernidad le ha dado al concepto de naturaleza y que Haraway ha expuesto en su obra. 

La naturaleza como ente aislado 

El rechazo a la concepción moderna ortodoxa de un mundo compartimentado en dominios aislados y en algunas ocasiones irreconciliables entre sí, es determinante en la propuesta teórica de Haraway. Para esta autora, esta creencia ha hecho posible la reproducción y la legitimación de la Weltanschauung liberal, al igual que muchas de las prácticas dominadoras a las que se oponen las prácticas discursivas liberadoras contemporáneas, entre las que se encuentra el ecologismo (Haraway, 1978a). 

Una de las maneras más prominentes en que el pensamiento moderno tradicional ha dividido el mundo es a través de dualismos. Estos han permitido construir pares de entidades que se asumen excluyentes y opuestas entre sí. Además, estas dicotomías han servido como herramientas epistemológicas/ cognitivas/ experienciales que se han articulado de manera sistemática “a las lógicas y prácticas de dominación (…) de lo que se ha constituido como otro” (Haraway, 1991: 177). 

En lo que compete al ecologismo, la deconstrucción del dualismo naturaleza/cultura ha sido de vital importancia en la tarea de elaboración de Weltanschauungen alternativas a las hegemónicas en la segunda modernidad (Ángel, 1996). Haraway comparte esta posición, resaltando que “la dominación de la naturaleza” es un principio dentro de la historia occidental del que “desde Aristóteles hasta Hegel y Sartre, no se ha estado en desacuerdo” (1984: 492). Además, esta autora agrega que este tiene que ser analizado junto con el dualismo sexo/género, pues este último ha sido una construcción que se ha hecho sobre las bases de la escisión naturaleza/cultura (Haraway, 1989). 

La intersección entre los pares naturaleza/cultura y sexo/género es el argumento inicial de Haraway para justificar la utilidad y relevancia que pueden presentar el feminismo y los estudios de género para el ecologismo. Muchos de estos últimos, desde el decenio de 1970, han analizado la forma como la categoría ‘naturaleza’ha sido una construcción dinámica que no puede verse como un ‘hecho’o una realidad independiente de las prácticas discursivas humanas. Conjuntamente, este concepto ha operado como discurso legitimador de la dominación de los seres animales humanos que dentro de la modernidad se han catalogado como mujeres (Haraway, 1978b). 

Que la naturaleza sea una construcción social quiere decir que la idea que tenemos de ella es función tanto de las experiencias que adquirimos al interactuar con ella, como de la red discursiva que constituye nuestras Weltanschauungen personal y cultural. Así, la visión constructivista de la naturaleza significa que la idea que tenemos sobre ella está completamente permeada por nuestra cultura y prácticas discursivas personales, y esto es inseparable de la ‘correspondencia’de ésta con el mundo, para ponerla en términos positivistas. Haraway ilustra este punto de diversas maneras. Una es mostrando como la biología nos ha presentado los seres vivos sospechosamente acorde a los principios del neoliberalismo moderno tardío. En la sociobiología, uno de los discursos imperantes dentro de la biología actual, los seres vivos son entendidos como “estrategas sociales”, lo que convierte la vida animal no humana en una lucha muy similar a la que llevan los seres animales humanos dentro del mercado neoliberal, en donde toda acción es reducida a una estrategia. Así, metáforas como “reservas energéticas, patrones de forrajeo, posibilidades de inversión genética, beneficios por el engaño sexual, maniobras sociales” (Haraway, 1989: 128) son las que describen la conducta animal no humana. Igualmente, “todas las estructuras biológicas son [presentadas como] expresiones de un cálculo genético de intereses” (Haraway 1991: 99), y “la naturaleza” queda “construida [estrictamente] en términos del mercado y la maquinaria capitalistas” (Haraway, 1991: 51). 

Otro ejemplo que Haraway (1978b) emplea para mostrar la incrustación de las redes discursivas culturales en nuestra visión de la naturaleza tiene que ver con el masculinismo propio de Occidente. En las teorías sobre el origen del ser animal humano –que curiosamente es denominado, incluso dentro de la ciencia, como el ‘hombre’-, las primatólogas masculinas de comienzos de la segunda mitad del siglo XX desarrollaron una hipótesis, conocida como el “hombre cazador” o la “hipótesis de la caza”, en la que los rasgos que tradicionalmente se han asociado como masculinos –e.g. la agresividad, la caza- son mostrados como los motores del surgimiento del ser animal humano como especie única dentro de los primates. Esta formulación, si bien es plausible en función de datos y fósiles, fue posteriormente cuestionada por otra –la de la “mujer recolectora”- que, al ser complementaria, se ha constituido en una fuerte adversaria como modelo explicativo dentro de una concepción de la ciencia reduccionista, donde una de las dos estrategias adaptativas debe ser el motor evolutivo. Este caso es muy ilustrativo de la tendencia ‘natural’que tienen las científicas masculinas modernas en considerar primero al macho de la especie como agente de cambio, pues, al ser las dos teorías complementarias, no hay criterios, con base en la ‘evidencia’, que permitan concluir que la hipótesis de la caza tuvo mayor incidencia en el brinco evolutivo que los roles recolectores y de trasporte de crías de nuestras antepasadas hembras (Cobb, 2005). 

La naturaleza como discurso de dominación 

Lo anterior nos lleva a un segundo sentido de naturaleza: lo inevitable. Efectivamente, lo natural ha sido visto dentro de la tradición moderna ortodoxa como aquello que está por fuera de la agencia humana y por lo tanto es inalterable y, en consecuencia, ineluctable. “La unión [de lo político y lo fisiológico] ha sido una gran fuente de justificaciones de la dominación, modernas y antiguas, especialmente de aquellas basadas en las diferencias vistas como naturales, dadas, inevitables y, por lo tanto, morales” (Haraway, 1978a: 22). 

Lo natural significa dado y, por lo tanto, de obligatoria aceptación. En los discursos científicos, principalmente en las ciencias sociales y biológicas, se han presentado ciertos rasgos, conductas o fenómenos como inherentes, que han sido legitimados mediante los principios de verdad y corroborabilidad de los discursos científicos tradicionales. Dichos principios operan, por lo general, a través de la diferencia, al mostrar como existen distinciones entre entidades similares, las cuales se convierten en categorías. Así, la raza, el sexo, la especie son términos que efectivamente hacen referencia a diferencias experimentables –i.e. veraces y corroborables-. El problema surge, señala Haraway (1989: 1991), cuando estas distinciones, entre otras cosas arbitrarias, son extrapoladas para abarcar otras conductas o características. 

El problema no es si en verdad se puede hablar de raza, sexo, o especie, sino qué implican estos conceptos. ¿Qué implica ser negro, ser mujer, o ser humano? Es aquí donde la dominación entra en los discursos científicos, pues estas categorías experimentables, son empleadas para naturalizar conductas y así legitimar acciones frente a ciertas personas, especies, poblaciones o grupos sociales. En consecuencia, un rasgo, digamos la organización social jerárquica y la posición al interior de esta en las sociedades modernas, es visto como inherente a las sociedades animales, naturalizándolo y, por lo tanto, legitimando y perpetuando su existencia dentro de las sociedades humanas en la segunda modernidad (Haraway, 1991). Por esto, es importante resaltar que “el profundo grado en el que está incrustado el principio de dominación en nuestras ciencias naturales no debe subestimarse, especialmente en aquellas disciplinas que buscan explicar el comportamiento y los grupos sociales” (Haraway, 1978: 22). 

Son innumerables los ejemplos en los que una categoría aparentemente científica o neutra se ha empleado –y se sigue empleando- para controlar la conducta de personas humanas o no. Por su posición feminista, Haraway menciona de forma recurrente la naturalización de prejuicios frente a los seres animales humanos femeninos, pero éste no es el único caso que utiliza para ilustrar que la naturaleza opera como discurso legitimador de prácticas de dominación. Volviendo al caso de las teorías sobre el origen de la especie humana, esta autora llama la atención sobre la manera en que el estereotipo moderno ortodoxo de la heteronormatividad es presentado como un atributo natural de la organización social humana. En palabras de esta autora (Haraway, 1991: 137), en la lucha por la perpetuación de la especie, las teorías evolucionistas afirman que “para sobrevivir materialmente cuando los hombres y las mujeres no pueden hacer el trabajo de los otros [i.e. cazar o recolectar alimentos y ocuparse de las crías] y para satisfacer estructuras profundas de deseo dentro del sistema sexo/género, en el que los hombres intercambian mujeres, la heterosexualidad se hace obligatoria”. En otras palabras, la heteronormatividad ha sido de vital importancia en la evolución humana, para asegurar su supervivencia como especie, por lo que conductas homosexuales, implícitamente, significarían la extinción de estos homínidos exitosos. Esta naturalización de la heterosexualidad –y la complementaria exclusión de la homosexualidad- opera como mecanismo para la reprobación de organizaciones sociales distintas a la familia cristiana de comienzos de la modernidad industrial, que tiene como consecuencia, ‘natural’, la imposición y legitimación de los roles tradicionales de género. De esta suerte, Haraway muestra como “la heterosexualidad obligatoria es entonces central a la opresión de la mujer”. 

Esta normalización de comportamientos de género tradicionales va más allá. La idea de lo natural, en la lógica moderna, tiene que tener un opuesto, que en el caso de los discursos sobre el comportamiento toma la forma de lo patológico. Para Haraway (1989: 358), “a la sombra de lo normal acecha el espectro de lo patológico: el placer sexual femenino para la satisfacción personal de las mujeres - como signo de su existencia como fin en sí mismo y no como elemento funcional- y no como mecanismo que se activa dentro del reino del género bajo los roles de madre, esposa o incluso amante, es decir, bajo la dominación masculina”. Con esto Haraway revela como los discursos ‘inocentes’, ‘naturales’, sobre los seres animales humanos implican la dominación de algunos sujetos, mediante la perpetuación de ciertas conductas que son presentadas como naturales, es decir, necesarias. 

En este punto vemos la intrincación de los sentidos de la idea de naturaleza. “El concepto de existir como fin en sí mismo es incompatible con la división binaria entre normal y patológico; este binarismo es sobre funciones y medios y no sobre fines. En la ideología patriarcal, Ser mujer se logra mediante funciones a ellas asignadas y nunca a través de los fines por ellas mismas establecidos” (Haraway, 1989: 358). 

La naturaleza como discurso científico 

Lo anterior nos muestra otro sentido central en la construcción de la idea de naturaleza en las sociedades de la segunda modernidad: la naturaleza como una construcción científica. Efectivamente, la ciencia se ha convertido en la red de discursos que dictamina qué vale como realidad, y por lo tanto, por naturaleza (Wallerstein, 2007: Lyotard, 1998). Por esto, es imposible no ocuparse de la ciencia en un análisis del concepto de naturaleza en la modernidad tardía. 

El aspecto más importante que Haraway resalta en la deconstrucción del concepto moderno ortodoxo de naturaleza como elaboración discursiva científica, es su cambio a través de las elaboraciones discursivas de la ciencia tradicional. Esta autora (1997) menciona que la naturaleza se trasforma primero en biología, para después convertirse en genética. Esto es crucial, pues una de las críticas más fuertes por parte de algunos ecologismos y de la epistemología de la ciencia y la ciencia ortodoxa a los desarrollos posestructuralistas –incluyendo a Haraway- es el rechazo por parte de estos últimos de una idea fija de realidad o naturaleza (Sessions, 1995: Popper, 1997: Sokal y Bricmont, 1999). Que a través de la biología ortodoxa, la naturaleza se haya ido trasformando, muestra cómo la ciencia no puede dar recuentos ahistóricos de sus objetos de estudio. Por lo tanto, nos volvemos a encontrar con el carácter constructivista de la naturaleza, incluso por parte de los más fervientes defensores de un objetivismo trascendental. Esto es central en el discurso liberador de Haraway, pues cuestiona la autoridad científica que tradicionalmente, bajo su argumento de verdad y objetividad, desea presentarse como la “cultura de la no cultura” (1997: 23). 

Un ejemplo claro de constructivismo dentro de la ciencia es la raza. Haraway (1996: 339) señala que “si el escéptico del análisis posestructuralista aún necesita ser convencido con un ejemplo del entrelazamiento inextricable entre una realidad física, científica y discursiva específicamente histórica, la raza puede ser el indicado”. Y agrega que “lo discursivo nunca ha tenido tanta vitalidad como en los siempre vivos corpus de sexo y raza”. Efectivamente, la raza ha sido una categoría ‘natural’donde se han entretejido lo biológico, lo científico, lo político y lo religioso. Si bien la ciencia ha querido pasar el racismo científico de la primera modernidad2 como un evento bochornoso de mala ciencia ya superado, éste es un discurso que sigue haciendo su aparición dentro de las prácticas científicas (Bernal, 1995: Stengers, 2003). Como muy bien señala Haraway, el problema del racismo no se limita a textos puramente científicos, sino perdura en el cruce de múltiples prácticas discursivas. Es más, el nacimiento del racismo científico surge, a finales del siglo XIX, del cruce de las teorías sobre la herencia y el Arianismo, una ideología que se basaba en la supuesta supremacía de las recién ‘descubiertas’razas europeas (Jackson, 2005/2006). 

2. Desde la Revolución industrial hasta la Primera Guerra Mundial.

El Arianismo que, dependiendo de los indicadores elegidos para corroborarla, está en el límite entre ideología y ciencia, muestra lo difícil que puede ser sostener la idea de una división clara entre mala ciencia y buena ciencia. Hoy día, el racismo científico sigue tomando el vestido de la salud, la biología y la higiene –lo que Foucault llamo biopolítica, y que Haraway utiliza constantemente-, pero también se esconde detrás de la omisión, por lo que el claro sesgo ideológico que supuestamente permite identificar fácilmente a la mala ciencia no es tan obvio (Bernal, 1995: Joseph, 1995). 

Por otro lado, Haraway muestra el dinamismo del concepto de raza dentro de los discursos biológicos mostrando no sólo cómo éste cambia con el tiempo, sino también la manera en que ciertos discursos de racismo científico han sido apartados de las prácticas científicas más por razones políticas que por simple refutación. Esta autora comenta que, tras el escándalo del ariocentrismo nazi, fueron las Naciones Unidas las que impulsaron una versión antirracista de las ciencias biológicas y sociales con proyectos como el “Hombre de la Unesco”, y no un avance en biología que obligara el retroceso de ciencias como la eugenesia o la biometría (Haraway, 1989). Esto muestra ciertas limitaciones a las ideas realistas de validación y neutralidad científica desarrolladas por Popper, pues, como apunta Gautero (2003: 70), no existían motivos ‘empíricos’para rechazar los postulados racistas de la primera modernidad, por lo que “el paso de una de esas verdades a la otra se ha debido más a la Segunda Guerra Mundial y la consideración de las mortíferas consecuencias de las ideologías racistas que a descubrimientos científicos decisivos”. 

La naturaleza como discurso dinámico 

Otra consecuencia del enfoque constructivista de Haraway es que el concepto de naturaleza es dinámico. Esto implica que la idea que se ha ido construyendo la modernidad ortodoxa de esta no es una, y por lo tanto no corresponde a una simple concordancia con la realidad como pretende el positivismo. Por ejemplo, esta autora hace un recuento de cómo, antes de la Primera Guerra Mundial, la primatología norteamericana estaba repleta de teorías que estaban en fuerte sintonía con el modelo liberal del momento, basado en el funcionalismo y en los sistemas jerárquicos (Haraway, 1978a). Por el contrario, con el advenimiento de la Guerra Fría y el retorno de los discursos ultraliberales, las relaciones sociales entre los seres vivos dentro de los discursos de la primatología, se trasformaron en un campo de batalla, en el que el individualismo metodológico y las tácticas de guerra y del libre mercado dejaron de ser exclusivas de la especie humana o de las civilizaciones modernas, para ser un rasgo común a los seres vivos, gracias al triunfante discurso de la sociobiología. Así, Haraway (1991: 68) escribe que, en la segunda modernidad, “la naturaleza, incluida la naturaleza humana, ha sido teorizada y construida con base en la escasez y la competencia”. Dicho cambio de enfoque, afirma la autora, no se limita a una mejora de las teorías científicas a través de métodos intrínsecos a ella como la falsación popperiana, sino a un cambio de mentalidad que se dio en la segunda modernidad, donde los discursos del neoliberalismo económico y el militarismo norteamericano, cambiaron las Weltanschauungen modernas hegemónicas. De esta forma, la biología de la primera modernidad no es simplemente recogida por la sociobiología, la biología molecular y la biología genética de la segunda modernidad, sino que estas últimas implican completas revoluciones científicas en el sentido kuhniano del término. 

Sin embargo, el dinamismo del concepto moderno de naturaleza no obedece únicamente a los cambios conceptuales, paradigmáticos y epistemológicos al interior de las ciencias, sino que, de igual forma, aduce a la pluralidad de sentidos del término. Por ejemplo, Haraway (1997: 102) recuerda que, además de su papel dentro de los discursos científicos, “la naturaleza a su vez ha servido como modelo para la acción humana, siendo una base poderosa para el discurso moral”. De esta manera, el concepto de naturaleza dentro de la modernidad ha tenido tanto un sentido moral como de realidad. 

Una clara ilustración de la naturaleza como referencia moral está dada en la heteronormatividad que esta autora menciona en varias ocasiones. Efectivamente, frente al surgimiento de los movimientos por la diversidad sexual en la segunda modernidad, diferentes posturas ortodoxas han acudido a la idea de naturaleza para oponerse a la lucha por la igualdad de derechos por parte de las personas que se adscriben o son adscritas a identidades en función de gustos sexuales diferentes a los establecidos por la tradición moderna hegemónica. Por ejemplo, diferentes personas simpatizantes de Weltanschauungen modernas con un fuerte anclaje judeocristiano argumentan que el homosexualismo constituye un conjunto de “relaciones sexuales contra natura” (Martínez, 1999: 20). Esta afirmación no está basada simplemente en sistemas de creencias o Weltanschauungen premodernas, sino que está apoyada en métodos de discusión y argumentación propios de la filosofía y la ciencia modernas ortodoxas. Independientemente de que las creencias en contra de la diversidad sexual de corte judeocristiano no resistan un análisis riguroso, éstas se han trasformado durante la segunda modernidad, al incorporar elementos de la filosofía y la ciencia en sus Weltanschauungen. En consecuencia, diversas religiones cristianas han empleado discursos provenientes de la ciencia para validar sus posiciones provenientes de la interpretación bíblica (Moon, 2005). Esto ha conducido a Weltanschauungen que a pesar de estar fundadas en tradiciones religiosas que en principio se pueden considerar premodernas, son fruto de la modernidad. Por ejemplo, Martínez legitima su posición antes mencionada tras hacer un análisis del homosexualismo desde diferentes discursos científicos, señalando que, “desde el punto de vista biológico, la función básica de la sexualidad es la reproducción de las especies mediante la unión de gametos de distinto sexo”, por lo que “el ser humano es, no de modo excepcional sino fundamentalmente, bisexual” (1999: 5). Así, Martínez (1999: 3) afirma que no es una persona homófoba, sino que ha llegado a esta posición después de “renunciar de antemano a posturas dogmáticas” y “hacer frente a determinados hechos honestamente, sin someterse de modo incondicional a la tradición [cristiana]”. 

Este último argumento nos permite ver la pluralidad de Weltanschauungen modernas ortodoxas, y la forma en que la idea moderna de naturaleza es empleada con diversos sentidos. Esta última no es un concepto exclusivo de la ciencia, o de las sociedades que las han impuesto en otras regiones. “Si alguna vez lo fue, la naturaleza ha dejado de ser simplemente una imposición social y epistemológica occidental. Como otros lenguajes del colonizador que han sido reinventados para otras conversaciones, los lenguajes de la naturaleza se han vuelto poliglotas e internacionales” (Haraway, 1989: 274). 

La reapropiación de la idea de naturaleza por distintos agentes humanos y los múltiples sentidos que esto conlleva es central en la propuesta de Haraway, pues este acto le da una nueva centralidad a este concepto. Según esta autora, las diversas “construcciones de la naturaleza” son “un proceso cultural crucial para la gente que necesita y espera vivir en un mundo menos invadido por las dominaciones de raza, colonialismo, clase, género y sexualidad” (Haraway, 1991: 2). Esto se debe, en parte, a otro sentido que la palabra naturaleza ha tenido en la modernidad: qué cuenta como ser humano. 

Precisamente, la idea de naturaleza humana ha jugado un papel fundamental en los discursos de reivindicación, construcción, aceptación, rechazo, negación y dominación del otro humano. Haraway (1996) ha escrito que la biología es la continuación de la política por otros medios, pues ésta ha servido para definir “quién puede contar como ‘nosotros’” (1984: 490), al igual que como herramienta para legitimar la reproducción de prácticas sexistas y de dominación (1978). Para esta autora (1991), las ciencias de la naturaleza brindan herramientas para la dominación del cuerpo y comunidades humanas mediante la construcción de la categoría naturaleza, la cual permite imponer límites a la agencia y libertad humanas. Por esto la apropiación y resignificación del concepto de naturaleza es importante en los procesos de reivindicación y liberación social. Esto se puede corroborar, por ejemplo, volviendo al caso del actual debate sobre la diversidad sexual. Justamente, algunos grupos del movimiento por la diversidad sexual han considerado vital definir la homosexualidad como una variación humana normal o natural para legitimar la aceptación de la multiplicidad de comportamientos sexuales, al igual que el reconocimiento de los LGTB como minoría (Miceli, 2005). 

Con el sentido de naturaleza que dan ciertos discursos morales y religiosos, y la idea de naturaleza humana vemos que el concepto moderno de naturaleza, aunque tiene una base científica, es una construcción con múltiples sentidos que escapan a las regulaciones propias de la práctica científica. Algo que nos remite de nuevo al diagnóstico de Lyotard sobre la condición posmoderna: la permeabilidad de las esferas creadas por los discursos de la primera modernidad. 

La naturaleza como espacio de reinvención 

Por último, Haraway, a partir de mediados de los años 1980, se aleja de la idea de intersección entre la diferentes esferas de la agencia humana planteada por Lyotard, para afirmar que éstas implotan en la segunda modernidad. “Si la creencia en la separación estable de sujetos y objetos fue el rasgo distintivo de la modernidad, la implosión de objetos y sujetos en entidades que pueblan el mundo al final del Segundo Milenio –y el amplio reconocimiento de la implosión tanto en la cultura técnica como popular- es el rasgo de otra configuración histórica” (1997: 42). Esto significa, para esta autora, que categorías como naturaleza, cultura, humano, no humano, natural, artificial, vivo, inerte, sexo, género, son trasgredidas por nuevos fenómenos y sujetos. “Para finales del siglo XX la frontera entre humano y animal ha sido completamente traspasada en la cultura científica en Estados Unidos. Los últimos resquicios con características únicas han sido contaminados o trasformados en parques de diversiones. Ni el lenguaje, ni el uso de herramientas, ni el comportamiento social, ni los eventos mentales, logran, hoy día, establecer una separación convincente entre humano y animal” (1991, 151-152). A su vez, estamos ante “una distinción borrosa entre animal-humano (organismo) y máquina. (…) Las máquinas de finales del siglo XX han hecho completamente ambigua la diferencia entre lo natural y lo artificial, entre mente y cuerpo, entre lo autopoiético y lo externamente diseñado, y entre muchas otras distinciones que solían aplicarse a organismos y máquinas” (1991: 152). 

Esta implosión de esferas se hace evidente en una entidad con la que muchos identifican el trabajo de Haraway: el cyborg. Éste es una criatura híbrida, compuesta por entidades que la modernidad tradicional creía separadas. En ella ya no es posible distinguir entre lo natural y lo artificial, entre lo vivo y lo muerto, entre sujeto y objeto. Esto lo ilustra Haraway con el caso del OncoMouse™, un ratón modificado genéticamente por investigadores de la Facultad de Medicina de Harvard con el fin de volverlo propenso al crecimiento de tumores (OMPI, 2006). Esta nueva criatura es un híbrido entre la intervención humana y la reproducción biológica. Distinto a los primeros cyborgs de Haraway (1991), en los que prótesis mecánicas eran introducidas en organismos vivos –algo cercano a la ciencia ficción y la robótica-, el OncoMouse™ es un todo orgánico, donde la hibridación se da por la manipulación genética y no la incorporación de piezas robóticas o mecánicas. 

El OncoMouse™ disuelve el dualismo naturaleza/ cultura en varios aspectos fundamentales. Primero, este ser vivo no es fruto de la evolución biológica –i.e. natural-, sino de la intervención científica que es responsable de la presencia del oncogen que lo hace propenso a padecer tumores. Esto lo torna un invento y no una alteración normal –e.g. una raza-, según concluye la Oficina Europea de Patentes (OMPI, 2006). Segundo, “su hábitat natural, su escenario de evolución corporal/genética, está conformado por el laboratorio tecnocientífico y las instituciones reguladoras de un Estado-nación poderoso” (1997: 79). Esto problematiza el término principal del ambientalismo: el medioambiente. Efectivamente, el ambientalismo –y el ecologismo, pero recurriendo a conceptos como ecosistema o entorno- parte de la protección o cuidado de un medio natural, no de un laboratorio o unas instalaciones tecnocientíficas. Por último, el OncoMouse™, al ser un cyborg sin prótesis robóticas o mecánicas, disuelve la frontera entre organismo y artefacto de manera distinta a como lo había planteado la ciencia ficción. Este ser vivo deja de ser una emergencia puramente natural, no porque se le incorporen componentes no orgánicos, sino porque se le altera artificialmente lo más orgánico o biológico que pueda tener un organismo: su genética. 

Así, el caso de los organismos genéticamente modificados muestra cómo la implosión de los dualismos modernos es inevitable y compleja. Por un lado, evidencia que el cyborg es una producción de la ciencia moderna que ya habita la segunda modernidad y no una invención de las novelas y cuentos de ciencia ficción, que sólo es tratada como ‘real’por autoras posmodernas o posestructuralistas mediante juegos del lenguaje irresponsables. Por otro lado, nos revela que los cyborgs van más allá de la discusión entre hecho/ficción o verdad/impostura, y que asimismo disuelven la frontera entre ética/ciencia, público/privado, naturaleza/cultura, ser vivo/artefacto, modernidad/posmodernidad, creación/destrucción. Así, la posmodernidad no solo surge como una propuesta filosófica –o un “modo”, en términos de Lyotard-, sino también como un diagnóstico de eventos –i.e. hechos- que se dan en la segunda modernidad. 

El ecofeminismo no esencialista de Donna Haraway 

Este primer análisis de la obra de Donna Haraway, enfocado en el estudio de su crítica al concepto moderno tradicional de naturaleza, nos permite hacer unos primeros esbozos de la propuesta ecofeminista de esta autora. Recordamos que nuestra intención en esta investigación es hacer un análisis de la propuesta de la autora y no una crítica a esta. 

En primer lugar, el partir del cuestionamiento posmoderno o posestructuralista a los dualismos y compartimentaciones modernas, para luego declarar la implosión de las esferas modernas en la segunda modernidad, conduce a esta autora a renunciar a la posición esencialista del ecofeminismo clásico o espiritualista. Este último legitima la idea moderna de que la mujer está más cerca a la naturaleza y considera que existe una relación ontológica entre mujer y naturaleza que hace a las primeras algo así como intrínsecamente ecologistas (Sevilla y Zuluaga, 2009). Por el contrario, Haraway se opone a la concepción del feminismo de la segunda ola, en el que se reconoce al género como una construcción social, al mismo tiempo que se ancla al sexo, el cual se sigue viendo como un rasgo natural u ontológico. Para esta autora (Haraway, 1991: 138), “lo que hace a una mujer es una relación específica de apropiación por el hombre. Al igual que la raza, el sexo es una creación ‘imaginaria’del tipo que produce realidad, incluyendo cuerpos que después son percibidos como anteriores a toda construcción. La ‘mujer’solo existe como esta clase de ser imaginario, mientras las mujeres son el producto de una relación social de apropiación, naturalizada como sexo”. De esta forma, Haraway desnaturaliza la mujer al disolver el dualismo sexo/género que ha sido decisivo en el feminismo de la segunda ola, al problematizar el concepto de sexo. 

Por otro lado, Haraway ha querido mostrar la forma en que la ciencia ha sido empleada por la modernidad para presentar sus categorías como universales –e.g. sexo, trabajo, raza, mujer, reproducción, cultura, naturaleza-, negando su carácter de construcciones históricas altamente problemáticas. Esta universalización, a su vez, ha funcionado como mecanismo de legitimación de prácticas de negación y dominación, pues hace pasar particularidades culturales como rasgos constitutivos de la naturaleza humana. Por esto Haraway se centró en sus primeros escritos en la primatología, pues ésta, al tratar del origen del ser humano, ha establecido qué es cultural y qué natural –i.e. obligatorio- en el ser humano. En esta disciplina, esta autora observa, por ejemplo, que las hembras primates son descritas como seres que “simplemente no buscan el poder, evitan todo problema y ayudan a su familia y a sus amigos” (1989: 147). Esta caracterización sirve de herramienta a las personas modernas para negar que la mujer haya sido apartada de la esfera política y relegada a la vida privada y familiar, pues funciona como argumento para sostener que esa es su ‘naturaleza’, ya que no está en su esencia tener un espíritu activo o interesarse por los asuntos públicos. A su vez, la primatología ha naturalizado las conductas del ser humano liberal, al igual que el autoritarismo moderno. En primatología, escribe Haraway, se llega a afirmar que la agresión humana, principalmente la masculina, es una propiedad de los primates. Por ejemplo, en un texto de Washburn y Hamburg, se dice que “en primates no humanos, la agresión es constantemente remunerada y, sostienen los autores, los individuos (machos) agresivos tienen mayor cantidad de crías” (Haraway, 1978b: 52). 

Manifestar, como hacen las ecofeministas espiritualistas, que la mujer está más cerca de la naturaleza, es dejarle la puerta abierta a la naturalización de toda una serie de creencias, discursos y prácticas propias de la modernidad ortodoxa. Haraway, por el contrario, sueña con un mundo sin género, donde la naturaleza es reconocida como “un proceso cultural crucial para la gente que necesita y espera vivir en un mundo menos invadido por las dominaciones de raza, colonialismo, clase, género y sexualidad” (1991: 2). Para esta autora, la pérdida del género no necesariamente tiene que ser negativa para el feminismo o las personas que se insertan –o son insertadas- en la categoría mujer. El (eco) feminismo de la tercera ola ha defendido la posición de que los esencialismos más que beneficiosos son riesgosos, pues han operado como base de los discursos colonizadores. “El sueño [de la segunda ola] feminista de un lenguaje común, como todos los sueños de un lenguaje completamente verdadero en el que se describe la experiencia con una fidelidad perfecta, es totalizante e imperialista” (Haraway, 1991: 173). 

Abandonar los esencialismos y la idea de que se posee la ‘Verdad’conduce a Haraway a ahondar en otro de los grandes aportes del feminismo de la tercera ola: la crítica a la heteronormatividad. Esta autora descubre que los discursos esencialistas provenientes de la biología naturalizan la idea de la mujer como agente encargado de la reproducción de la especie, una figura que es compartida por el ecofeminismo clásico pues, según éste, las mujeres tienen “una relación particular con la naturaleza en virtud de su biología (principalmente por su capacidad de engendrar)” que les da una mayor proximidad con ella, lo que las califica “a hablar en nombre de la naturaleza de forma más sincera” (Buckingham, 2004: 147). Aceptar esto es avalar la heteronormatividad, ya que legitima, mediante la naturalización, el discurso moderno de la coherencia heterosexual. Según Haraway (1991: 138), “desde este punto de vista, las lesbianas no son ‘mujeres’porque están por fuera de la economía política de la heterosexualidad”. Y agrega que “la sociedad lésbica destruye a las mujeres como grupo natural”. De esta forma, la propuesta de Haraway introduce la discusión sobre la diversidad sexual dentro del ecofeminismo. 

De manera similar, el cuestionamiento de la naturaleza humana, y por lo tanto del sexo y el género, va acompañado en Haraway por la defensa del cyborg como posibilidad de nuevas formas de existencia. Esto le ha traído fuertes críticas. Por ejemplo, Sessions (1995: 10) considera que “ella anima a las mujeres a que no busquen una totalidad orgánica”, al sugerirles que “no deben apartarse del nuevo futuro biotecnológico y de las comunicaciones, pues ellas tal vez puedan guiarlo en la dirección de la creatividad y la libertad, disminuyendo así sus impactos negativos”. Sin embargo, Haraway no defiende la tecnociencia incondicionalmente, y es crítica de esta. Aunque es cierto que ella ve en la tecnociencia un mecanismo de liberación, y manifiesta que “desde el principio, la ciencia ha sido utópica y visionaria”, por lo que “la necesitamos” (1991: 192), también ha reconocido que la ciencia ha operado, asimismo, como herramienta de opresión. Asimismo, los cyborgs no son una defensa de un mundo completamente artificial, donde lo no humano ha dejado de ser libre y espontáneo, para convertirse en invento como el OncoMouse™. Los cyborgs, más que un rechazo a “nuestros orígenes orgánicos” (Sessions, 1995: 10), se refieren a la negación de la posibilidad de volver a un pasado sin tecnociencia, donde las esferas creadas por la modernidad vuelvan a ser válidas. La salida a la actual crisis ecológica, según Haraway, es reinventarnos, no devolvernos. Para la autora, los cyborgs representan una regeneración y no un nuevo comienzo. Regenerarse significa sustituir partes, no comenzar de cero. Como sucede con la salamandra, cuando pierde una extremidad, otra le vuelve a crecer, pero bajo el riesgo de que sea distinta, deforme, monstruosa. La salamandra no vuelve a comenzar sino que sigue, pero sustituyendo o regenerando, y no replicando, una de sus partes. Igualmente, la regeneración mediante la hibridación, escribe Haraway (1991: 181), abre la posibilidad de que, como la nueva extremidad de la salamandra, la parte “regenerada sea monstruosa, esté duplicada o resulte más potente”; algo que abre la posibilidad de soñar con “un mundo monstruoso sin género”. 

De esta manera, Haraway no es inocente, como afirma Sessions (1995), sino que es muy consciente de los riesgos que puede acarrear la reinvención tanto de los seres humanos como de su entorno. Además, esta autora toma la ciencia ficción como metáfora y relatos con un fuerte contenido político y crítico de la segunda modernidad, pero no como guía incuestionable. Por ejemplo, en lo que respecta a la escritora Octavia Butler, critica su incapacidad de superar los sesgos heterosexuales de la modernidad; un crítica que, curiosamente, nunca va acompañada de un reconocimiento de las trasgresiones -es decir, del cyborg- que Tiptree, Jr., otra autora de ciencia ficción, realizó al reinventarse como Alice James Racoona Tiptree Sheldon, Jr., un nombre que la identifica como mujer –Alice-, hombre –James-, ser animal no humano –Racoona (mapache)-, vegetal –Tiptree-, ser humano miembro de una cultura específica –Sheldon, un único apellido como en la tradición anglosajona-, la cual es patriarcal –el Jr.-. 

Otro aspecto del planteamiento de Haraway que puede haber dado pie a malentendidos, es la primera definición de cyborg, que da en el Manifiesto para cyborgs. En este artículo, ella escribe que “un cyborg es una criatura híbrida, compuesta de organismo y máquina” (1991: 1). Así, el cyborg se limita a aquella criatura presente en la ciencia ficción donde la hibridación sólo se da entre tecnología de punta y organismo vivo. Sin embargo, para los años 1990, esta autora empieza a ampliar el sentido de cyborg, para incluir entidades como el OncoMouse™, y para mostrar como el cyborg más que una figura que representa la tecnofilia aparentemente ubicua en la ciencia ficción, es una metáfora del mestizaje y la trasgresión. Haraway, al trasgredir las esferas propias de la modernidad tradicional, busca construir un discurso que se opone a los purismos. 

Esta oposición a los purismos no ha sido fácil dentro de los debates ecologistas y ambientalistas, pues incluye una desconfianza a discursos como el conservacionista o los antitrasgénicos. Sin embargo, la posición de Haraway no es de rechazo a espacios aparentemente prístinos o a prácticas agrícolas más sistémicas, no tecnocientíficas, sino a los efectos secundarios que pueden emerger de discursos que se mueven alrededor de la idea de pureza. Para esta autora este tipo de discursos pueden correr el riesgo de asemejarse a los discursos nacionalistas y racistas de la modernidad ortodoxa, donde la pureza es un valor capital. “No puedo evitar escuchar en los debates sobre biotecnología, un subtexto inconsciente de miedo al extraño y de sospecha al mezclado” (1997: 61). En consecuencia, su defensa del cyborg puede interpretarse como una invitación a rechazar los purismos tan propios de la modernidad y que se han manifestado como racismo, nacionalismo, homofobia, conservadurismo, entre otros. 

A su vez, una de las razones por la que el rechazo al purismo de Haraway haya despertado tanta aversión puede deberse a la falta de alternativas que ella ha dado a la modernidad tardía de corte tecnocientífico. Aunque esta autora intenta incorporar en sus textos las críticas que escritoras no blancas, no occidentales, y no heterosexuales han hecho a la modernidad, el ecologismo, y el feminismo anglosajón, su metáfora del cyborg no logra plasmarlo satisfactoriamente. Como bien indica Fischer (1997: 840), en su trabajo, en general, “no hay un estudio serio de perspectivas culturales alternativas”. Por esto las metáforas de Haraway pueden parecer simpatizantes de relatos, como muchos de la ciencia ficción y la tecnociencia, que se articulan cómodamente a las prácticas hegemónicas dentro de la modernidad tardía, donde la tecnofilia y el desprecio a discursos, grupos sociales, o culturas no occidentales son omnipresentes. Precisamente, el ecofeminismo de Haraway, a pesar de su crítica al universalismo científico y al androcentrismo moderno, no logra develar las normas universalistas, las prácticas racistas-sexistas, el antropocentrismo, y el liberalismo centrista que proporcionan el andamiaje cultural-intelectual que hace que la modernidad se imponga y opere en todo el mundo (Wallerstein, 2007). Aunque esta autora propone un conocimiento situado alternativo al universalismo científico, al igual que parte de un feminismo crítico y dedica sus últimos textos a las relaciones interespecies, su ambigüedad frente a la tecnociencia y su escaso estudio de propuestas no provenientes de académicos o escritores no primermundistas, ha facilitado malentendidos dentro del ecologismo que, a veces, han conducido a presentar a Haraway como una académica eurocentrista antiecologista o antiambientalista. 

Por último, el papel que el concepto de naturaleza juega en la propuesta de Haraway es diferente al que juega en otros desarrollos de autoras posestructuralistas. Por ejemplo, para Escobar (1999: 4), la naturaleza “es una categoría específicamente moderna”, ausente en muchas sociedades no modernas. Además, agrega que este concepto se encuentra “conceptualmente ausente” en el dominio posmoderno. Así, aunque esta persona autora conserva el término “por nuestra cercanía histórica al régimen moderno”, su propuesta antiesencialista no le da centralidad a este. Por el contrario, Haraway ve en la naturaleza un concepto que ha sido reapropiado por grupos sociales colonizados por la modernidad, y que ha tomado un papel central en sus luchas por la reivindicación, la supervivencia, y la libertad y la independencia, por lo que el problema no radica simplemente en mostrar que éste es una construcción social o cultural. Haraway adopta la propuesta de algunas autoras frente a la idea de globalización, en la que las prácticas modernas se han vuelto inherentes tanto a sociedades en el centro como en la periferia, por lo que la separación en diferentes regímenes de naturaleza o grupos sociales ya no es posible (Comas, 1998). 

La globalización nos lleva entonces a uno de los mayores obstáculos a los que se ha enfrentado el ecologismo como red de discursos que buscan alterar radicalmente la Weltanschauung moderna ortodoxa: qué cambiar de la modernidad y cómo, cuando ésta es profundamente heterogénea y se ha mezclado con otras Weltanschauungen hasta tal punto que es difícil distinguir qué es moderno y qué no. 

Aquí vuelve a surgir la metáfora del cyborg como una criatura híbrida y bastarda cuya fortaleza radica precisamente en su impureza y no en ser posiblemente la última fuente de una alternativa anterior, ajena completamente a esa extraña Weltanschauungen que llamamos moderna y que hace rato dejó de ser simplemente Occidental o europea. 


SEGUNDA PARTE: CRÍTICA A LA CIENCIA MODERNA TRADICIONAL 

La legitimidad de la ciencia moderna ortodoxa ha resultado problemática incluso para las personas que la defienden, pues los retos a los que se ha enfrentado en la segunda modernidad han sido más amplios y complejos que la distinción metodológica bastante clara entre ciencias y pseudociencias, o la relativamente sencilla detección de fraudes como los de Luk van Parijs o Woo Suk Hwank, que se efectúa a través de la corroboración o la revisión por pares. Por ejemplo, mientras Skybreak (2006: 13) afirma que la evolución es considerada “una de las teorías mejor fundamentadas de la ciencia”, y que es “tan innegable como el hecho que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol”, Popper (1981: 121-123) señala que “la hipótesis evolucionista” no es “una ley universal de la naturaleza, sino una proposición histórica particular”, y “no puede de ninguna forma caer dentro del campo del método científico”, por lo que no puede “ser tomada en serio por la ciencia”. Esta discrepancia no trata de prácticas como la astrología, donde el consenso sobre su invalidez científica supera incluso los límites de la comunidad científica, sino del estatus y legitimidad del evolucionismo, una teoría que está en la base de muchas disciplinas científicas, e incluso de las Weltanschauungen modernas hegemónicas. 

Las críticas que se le han hecho a la ciencia tradicional en los últimos cincuenta años han provenido desde diferentes posiciones y han estado dirigidas a varios aspectos. Solamente en el caso del ecologismo, podemos observar que el cuestionamiento es múltiple y abarca elementos tan diversos como su metodología analítica (Gómez, 2002), su monismo disciplinar (Bryant y Goodman, 2008), su efectividad (Naredo, 2001) y su concepción de objetividad (Maturana, 2002), entre otros. Estos reparos no implican una posición anticientífica. Por el contrario, el ecologismo ha encontrado en la ciencia una de sus herramientas de legitimación más efectivas (Kovel, 1996). Por esto, las críticas a la ciencia tradicional y a las alternativas que proponen no deben ser tomadas a la ligera. 

Szasz (1994: 174) escribía en 1961 que “la existencia de un abismo lógico entre naturaleza y convención es un principio fundamental de la ciencia moderna”, pero a partir de los años 1980, el ecologismo posestructuralista ha visto en este “abismo lógico” uno de los grandes problemas de la ciencia tradicional. Donna J. Haraway ha tratado de eliminarlo al mostrar cómo en los discursos científicos, la cultura irrumpe en todo momento, por lo que estos no pueden desarrollar tanto una idea de naturaleza como de ser humano que sea inseparable del contexto cultural en el que se elaboran. Precisamente, Haraway, a través de su estudio de la historia de la biología -especialmente de la primatología y la sociobiología-, ha intentado ilustrar la forma en que datos y teoría se descubren y construyen a través del lente de una cultura y un momento histórico concretos, lo que invalida las ideas de neutralidad y universalidad que las Weltanschauungen modernas hegemónicas han sostenido de los discursos científicos. 

El cuestionamiento de la neutralidad científica mediante la deconstrucción del concepto de naturaleza es un tema de principal interés para el ecologismo, pues éste ha jugado un papel central en la elaboración de esta esfera discursiva y, en muchas ocasiones, en su legitimación. Además, ciertas autoras como Attfield (2006) han sostenido que la idea de naturaleza es indispensable tanto para la filosofía ambiental como para la ética en general, y otras, como Frank (1997), han mostrado cómo ésta, mediante una resignificación, ha sido fundamental en el surgimiento de tratados internacionales y discursos globales, los cuales conforman dos de los logros más importantes de los movimientos ecologistas y ambientalistas. Por estos motivos, tanto la resemantización como la deconstrucción o la posible eliminación del concepto de naturaleza no pueden tomarse a la ligera por el ecologismo y deben estudiarse detenidamente, pues esta práctica no debe olvidar que al buscar ser una alternativa a las Weltanschauungen modernas ortodoxas, la revisión y crítica de cualquier aspecto de estas últimas puede ser de vital importancia. 

El presente artículo busca analizar lo que consideramos son las principales formas de entrelazamiento entre ciencia y cultura halladas por Haraway. Por claridad, dividiremos el estudio de la ciencia de esta autora en cuatro apartados, sin querer decir que estos sean separables en su obra o que obedezcan a una cronología. El primero comprende las críticas más relevantes que Haraway hace a la biología moderna, principalmente en las áreas de la primatología y la biosociología. El segundo, presenta ciertos aspectos éticos de la práctica científica, especialmente en lo referente al otro no humano y a las personas humanas tradicionalmente distinguidas como mujeres. El tercero se ocupa de la tecnociencia, una forma de hacer ciencia que surgió en la segunda modernidad y que tiene diferencias notables con la ciencia tradicional, especialmente en el aspecto praxiológico, aunque sigue obedeciendo a lógicas propias de una Weltanschauung moderna ortodoxa, algo que se aprecia en sus dimensiones epistemológicas y metodológicas (Echeverría, 2003). Por último, esbozaremos rápidamente la alternativa que esta autora ofrece a la epistemología científica moderna, y que ella denomina conocimientos situados –situated knowledges-. 

Este estudio comprende la obra de Haraway posterior a su primer texto, hasta 1997, pues sus más recientes escritos se dedican fundamentalmente al aspecto del Otro no humano, un asunto central para el ecologismo, del que nos ocuparemos en una tercera parte de la propuesta ecofeminista de esta autora. 

Ciencia moderna ortodoxa, cultura y naturaleza 

Muchas personas de ciencia han encontrado el trabajo de Haraway de escaso valor para la ciencia argumentando que es explícitamente sesgado y poco riguroso. Sin embargo, algunas de las críticas más fuertes que resaltan la falta de rigor en algunos de sus datos, se alejan de la discusión científica al no proporcionar ejemplos que ilustren esta afirmación (Dunbar, 1990: Stanford, 1991). Por otro lado, en el caso de críticas a sus estudios en primatología, se puede encontrar dentro de algunas de las reseñas, el reproche al carácter selectivo de los momentos o personajes dentro de la primatología que decide incluir en sus estudios sobre esta ciencia (Betzig, 1991), sin embargo el problema con este cuestionamiento es que olvida que en historia, y Haraway aunque tiene formación como bióloga escribe en gran parte desde la historia de la ciencia, necesariamente tiene que haber un descarte de ciertos acontecimientos, el cual no obedece a criterios normalizados como puede suceder en otras prácticas discursivas (Zinn, 2006). Si bien puede ser claro para la persona dedicada a la química qué registros reunir en su reporte o investigación, la persona que estudia la historia tiene que decidir por sí misma el enfoque y, por lo tanto, los hechos a incluir, en la historia de un objeto cualquiera –sea una persona, un país, un momento, una disciplina, etc.-. Por lo tanto, el caso de Haraway no es de falta de rigor documental, sino de una tarea que muchos podrían ver de traidora, y por lo tanto la fuerte oposición, pues consiste en cuestionar dos valores que en ciencia ortodoxa se han creído indispensables para su legitimidad: la neutralidad y la universalidad; ambos son invalidados por la autora desde diferentes ángulos que veremos a continuación. 

Heterogeneidad metodológica 

A partir de la Segunda Guerra Mundial, la civilización moderna ha sufrido una gran cantidad de cambios que nos permite hablar de otra época: la segunda modernidad. Usamos este término acuñado por Beck (2002) ya que, a pesar del anuncio del fin de los grandes proyectos (Fischer, 1997) o los grandes relatos modernos (Lyotard, 2006), la Weltanschauung moderna ortodoxa sigue siendo hegemónica, aunque muchos de sus pilares se encuentren profundamente cuestionados o estén en crisis. Efectivamente, Haraway (1997:42), señala que aún seguimos en la modernidad y no en la posmodernidad porque “los tres ejes principales de la episteme moderna planteados por Foucault –la vida, el trabajo y el lenguaje- todavía siguen operando en las configuraciones actuales del poderconocimiento”, además de que “el colapso de los grandes relatos que se supone es un síntoma del posmodernismo, no se ve en ninguna parte de la tecnociencia o el capitalismo trasnacional”. 

Sin embargo, algunos de los diagnósticos de Lyotard están en la base de las críticas de Haraway a la modernidad tradicional. Uno de estos es el aumento observable de la complejidad durante la segunda modernidad (Lyotard, 1996). En su análisis de la primatología, Haraway muestra cómo, después de la Segunda Guerra Mundial, ésta se convirtió en una floreciente disciplina que se expandió hacia la investigación en campo y la paleoantropología. Esto no es de menor importancia, pues ilustra cómo la expansión del discurso científico conllevó a la inexorable heterogeneidad metodológica. 

En la ciencia experimental clásica que se lleva a cabo en un laboratorio, una hipótesis es validada gracias al diseño de un experimento –i.e. evento-, que permite el aislamiento de una cadena causal. Esto significa que, en la ciencia experimental clásica, la validación de hipótesis se da gracias a que se logra que ocurra un mismo evento mediante la eliminación de interferencias y el manejo constante de las mismas condiciones iníciales y de proceso. En otras palabras, en un laboratorio se puede afirmar que X es el resultado esperado cuando ocurre x1, sólo porque no sucede x2, x3,…, xn y porque si se repite exactamente el mismo experimento que llevó a la observación de que X es el resultado esperado cuando ocurre x1, sucede este mismo evento. Por lo tanto, la universalidad y corroboración son posibles únicamente porque se replica el mismo evento, y esto es posible gracias a la posibilidad de aislarlo de interferencias. En este sentido, los equipos de laboratorio, la elaboración de un método para la replicación del experimento, y el manejo de objetos replicables se pueden ver como herramientas diseñadas para la replicabilidad de un fenómeno –i.e. experimento-, que viene a ser lo mismo que su blindaje de interferencias (Cartwright, 1999). 

En el caso de la primatología en campo no sucede lo mismo, pues aislar una variable de otras que puedan interferir en la cadena causal, o trabajar con réplicas está por fuera de las posibilidades. A su vez, el comportamiento de los primates es altamente complejo y su descripción y explicación no son sencillas (Reynolds, 1991). Además, el objeto de estudio no está siempre disponible para la observación directa, por lo que la dicotomía sujeto/objeto propia de la ciencia ortodoxa comienza a ser insostenible (Altmann, 1974). Esto implica que la validez de los discursos emergentes de esta práctica no se puede dar mediante la corroboración a través de la reproducción de un experimento. En consecuencia, las personas primatólogas de campo han tenido que recurrir a otros métodos para validar sus teorías, que amplían los criterios de validación científica. Efectivamente, al ser la primatología en campo un área de “investigación no experimental”, ya no es el rigor y la estandarización de la manipulación del objeto de estudio lo que asegura la confiabilidad de la observación. Las científicas de campo tuvieron que recurrir a otros métodos para que sus “descripciones y explicaciones de regularidades que sucedían en sus estudios de campo de simios y monos fueran tomadas en serio” (Haraway, 1989: 304). Según Haraway (1989) estos empezaron a ser establecidos por Altmann en su primer artículo como autora individual. 

Para Altmann (1974), la investigación no experimental se encuentra con el reto de maximizar la validez de sus teorías tanto interna como externamente, a diferencia de la experimental, en la que la maximización es básicamente interna. Es decir, la maximización de la validez de una teoría, esto es, la minimización “del número de hipótesis alternativas plausibles que son consistentes con los datos”, no se puede lograr únicamente con la observación directa del objeto de estudio, sino que a su vez requiere de “del contraste de las interpretaciones y generalizaciones de la muestra [estudiada] con otras situaciones o poblaciones [reportadas por otras investigadoras]” (Altmann, 1974: 229). Justamente, la legitimidad de resultado en la investigación en campo depende de la posibilidad de compararlo con otros resultados, y para esto, el método no es el diseño estándar de un experimento sino el de pautas de muestreo. En consecuencia, la primatología en campo se ocupa de métodos distintos a los experimentales, y esto muestra una manera de hacer y validar ciencia diferente a la establecida durante el siglo XIX. 

La importancia de la manera en que se toma una muestra en el estudio de comportamientos animales en campo radica en que ésta determina la posibilidad de responder satisfactoriamente las preguntas de investigación planteadas (Haraway, 1989). Por ejemplo, con el método de muestreo ad libitum “rara vez es posible establecer cuáles diferencias en los datos se debe a diferencias verdaderas entre individuos, entre sexos-edades o entre comportamientos, y cuáles son simplemente por errores en el muestreo” (Altmann, 1974: 236). Igualmente, la técnica de muestreo por secuencias no provee “buenos estimativos de las frecuencias relativas de los patrones de comportamiento” (Altmann, 1974: 250). 

En el caso de la paleoantropología, el problema de la validación de resultados se enfrenta a otras dificultades no previstas por la ciencia experimental clásica. En primer lugar, la abducción es una etapa central en la investigación con fósiles. La imposibilidad de observar eventos históricos impide que las científicas en este campo no recurran a la inferencia para construir y concatenar hipótesis y que dichas inferencias puedan después ser validadas a través de la inducción, como tradicionalmente sucede en la ciencia experimental (Haraway, 1984). Así, la abducción se convierte en una herramienta metodológica fundamental, y no en un paso despreciable en la investigación científica como lo han retratado tradicionalmente las epistemologías de la ciencia ortodoxas (Hacking, 1996). Efectivamente, Haraway (1989: 188) resalta que, “el discurso evolucionista en general, y la paleoantropología y la primatología en particular, son altamente narrativas”, y agrega que “la teoría evolucionista es una historia imaginaria en la que el requisito de producir reconstrucciones narrativas es la regla principal del juego”. En segundo lugar, la maximización de la validez de resultados por medio del recurso a la revisión por pares es difícil. Como bien señala Haraway (1989: 343), los trabajos de “los investigadores independientes dependen de las afirmaciones hechas por aquellos que controlaban los fósiles, algo que es inadmisible” dentro de una práctica –la ciencia ortodoxa- cuya legitimidad se basa en la corroboración por parte de terceros -¿sino, cómo hablar de universalidad?-. Efectivamente, la paleoantropología es una disciplina que tiene la particularidad de tener como objeto de estudio algo que no está a disposición de cualquiera, por lo que el argumento de Popper (1973: 218) de que el secreto de la objetividad –i.e. legitimidad- científica es que ella, en principio, es pública, es decir, que “cualquiera que se tome la molestia la puede repetir”, no suena muy convincente en esta disciplina. 

Ficción y hechos en las ciencias modernas ortodoxas no experimentales 

Haraway muestra que en la ciencia en la segunda modernidad surgen una serie de estrategias metodológicas debido a la ampliación y complejización de la práctica científica con el fin de cuestionar la validez de un reduccionismo metodológico aún defendido por algunas personas dedicadas a la ciencia o a la epistemología. Esto ya ha sido tratado con detalle incluso por personas defensoras de las versiones más ortodoxas de la Weltanschauung científica moderna (Bunge, 2006). Se puede pensar, más bien, que su objetivo es advertir que la ciencia moderna ortodoxa en su proyecto de ampliación, ha dejado fisuras por donde su legitimidad como empresa que tiene como finalidad “el conocimiento objetivo” (Bunge, 2006: 52), puede ser y ha sido cuestionada. Esto se debe a que la ciencia no es “la cultura de la no cultura” como tradicionalmente se ha visto a sí misma y ha querido presentarse públicamente (Haraway, 1997: 23). 

Haraway en su estudio sobre la paleoantropología y la biosociología ha revelado como sus teorías evolucionistas y del comportamiento animal humano y no humano están cargadas de creencias y conductas propias de la modernidad. Por ejemplo, la dominación como base social de las relaciones entre sexos ha sido presentada por distintas disciplinas como un rasgo inherente a los seres animales humanos, que jugó un papel fundamental en el paso evolutivo de primates homínidos a seres animales humanos. Haraway escribe que, en el caso de Zuckerman, una persona primatóloga de los años 1930, “la dominación fue íntimamente ligada, en su teoría, a la competición masculina por los recursos (las hembras)” (1978b: 42), y agrega que, de este modo, “el control de la economía fisiológica natural fue la innovación humana” (1978b: 43) que le permitió al ser humano convertirse en esa especie que, según la Weltanschauung moderna ortodoxa, es única. Igualmente, y continuando con la visión ortodoxa patriarcal que posee una idea del macho de la especie como fuerte, competitivo, agresivo, líder –e.g. el ‘macho alfa’-, la agresividad fue naturalizada como un rasgo indispensable para la supervivencia de los primates. Según Washburn y Hamburg, anota Haraway (1978b: 52), “en primates no humanos, la agresión es continuamente remunerada y, sostienen los autores, los individuos (machos) agresivos tienen más prole”. 

Haraway intenta cuestionar la validez de estas hipótesis mostrando, en primer lugar –como ya mencionamos anteriormente- el carácter en gran parte abductivo y no únicamente ‘fáctico’de los postulados realizados en disciplinas, como la paleoantropología, dedicadas a estudiar el pasado, para después pasar a mostrar cómo otras teorías dentro de las mismas disciplinas han creado otros sistemas explicativos para los mismos datos, los cuales no recurren a la naturalización de los mismos comportamientos culturales. En lo que tiene que ver con la hipótesis del carácter inherentemente jerárquico de las sociedades animales –humanas o no-, esta autora comenta, entre otros casos, como Allee, un simpatizante de la Weltanschauung cuáquera “resaltó la cooperación como la fuerza biológica más fundamental” (Haraway, 1989: 89). Con respecto a la agresividad como motor de la evolución humana, Haraway (1989) recuerda cómo, desde una perspectiva feminista, muchas primatólogas han generado hipótesis alternativas, como la de la mujer recolectora, en la que otras conductas, como cargar las crías mediante un cinto, pudieron jugar un papel central en el surgimiento de la especie humana. Con esto, Haraway no pretende rechazar la empresa científica, como algunas personas han querido insinuar (Cartmill, 2003: Pierssens, 2003), sino mostrar su aspecto ineluctablemente cultural. Esto no significa reducirla a mala ciencia, sino a mostrar que necesariamente las teorías científicas vienen impregnadas del momento histórico cultural en el que surgen, y que la búsqueda de la objetividad científica implica el reconocimiento de sus sesgos culturales y la lucha por superar aquellos que considere ética o moralmente inadecuados. En palabras de Haraway (1983: 332), “constantemente me alineo con el complejo esfuerzo feminista de reconstruir las ciencias naturales en medio de una lucha por el conocimiento, los sentidos y las tecnologías, la cual se encuentra social y políticamente cargada de valores”. 

Haraway presenta todos estos ejemplos, con el fin de ofrecer suficientes argumentos para fundamentar su hipótesis acerca del carácter cultural del discurso científico. “Si el escéptico del análisis posestructuralista aún necesita ser convencido con un ejemplo del tejido inextricable de la realidad física, científica e históricamente discursiva, la raza es el lugar que debe observar” (Haraway, 1996: 339). De esta forma, la autora desmonta el dualismo simplista buena ciencia/mala ciencia, donde la última es claramente sesgada, mientras la primera posee una neutralidad gracias al proceso autopurificador de la corroboración científica y la revisión por pares. El asunto es más complejo; el problema de la cultura, los valores o las convicciones políticas no está por fuera de la práctica científica, ni –en caso de escabullirse esporádicamente- lo podemos concebir “como un barniz de arbitrariedad o ideología infortunado que puede removerse del centro objetivo sano de conocimiento que se encuentra debajo” (Haraway, 1978a: 27). Este es el punto central de Haraway: “mi argumento es que las ciencias naturales, al igual que las ciencias humanas, se encuentran inextricablemente dentro de los procesos que las originan, y por lo tanto, son cultural e históricamente modificadas e incorporadas, lo que resulta en hacerlas específicas y no universales” (1989: 12). 

Para Haraway (1978a), la ciencia más que una ventana que nos posibilita acceder al mundo tal como es, es un espejo en el que nos reflejamos al igual que la idea que tenemos de él. Así, es inevitable que ‘descubramos’en él conductas y fenómenos muy similares a los que existen o se dan en nuestra cultura. Esto no significa que todo discurso que tengamos sobre el mundo sea falso o subjetivo, sino que necesariamente está construido a partir de nuestra Weltanschauung. Sin embargo, esto no significa para Haraway un relativismo ingenuo –idealismo arbitrario- o un subjetivismo inevitable, aunque sí un reconocimiento de que la objetividad trascendental que ha desarrollado la modernidad tradicional “convierte en imposible la ‘objetividad concreta’” (1989: 13). De este modo, Haraway no nos pide a quienes pertenecemos a la modernidad tradicional que renunciemos a la ciencia o a la objetividad, pero sí pone en duda la objetividad trascendental ávida de verdades trascendentales y universales. 

La ciencia como continuación de la política por otros medios 

Uno de los mayores intereses de Haraway en el estatus actual de la de la ciencia ortodoxa tiene que ver con su contundente legitimidad política. Al presentarse como conocimiento objetivo o verdadero, la ciencia ha sido vista como un discurso neutro que simplemente se ocupa de revelar el mundo tal como es. Esta concepción ha sido aceptada en igual medida por la ultraortodoxia liberal, su oponente moderno ortodoxo -el comunismo-, y la modernidad progresiva, también de corte tradicional (Friedman, 1977: Bernal, 1997: Sokal y Bricmont, 1999). Este consenso, que se ha logrado a través de “una escisión tajante y necesaria entre naturaleza y cultura, al igual que entre las formas de conocimiento relacionadas con estos dos dominios supuestamente irreconciliables” (Haraway, 1978a: 23), ha hecho que la ciencia haya podido pararse al lado de la naturaleza y mostrar sus teorías como hechos propios de la esencia humana o la dinámica del mundo, es decir, como fenómenos ajenos a nuestra autoría o agencia. Esto, a su vez, ha conducido a que la ciencia se haya convertido en herramienta legitimadora de discursos, prácticas y creencias que tienen serias implicaciones políticas (Haraway, 1989). 

Al ser aceptada la separación naturaleza/cultura realizada por la ciencia, una práctica política sólo necesita entrar al discurso científico para perder su manto ideológico y convertirse en un hecho ‘natural’, y por lo tanto inevitable –i.e. obligatorio-. Por ejemplo, el principio político de dominación “ha sido trasformado en el principio científico legitimador de la dominación como una propiedad con una base fisicoquímica” (Haraway, 1978a: 35) y, en consecuencia, se ha trasformado en una consecuencia ‘natural’de nuestra configuración biológica. De esta forma, gracias a la autoridad científica de la fisicoquímica, la dominación de los sistemas políticos modernos ortodoxos, profundamente jerárquicos, ha pasado a ser legitimada como inherente a nuestra ‘naturaleza’humana y, por lo tanto, inevitable. Igualmente con muchas otras conductas culturales modernas liberales, como la insaciabilidad depredadora del individualismo posesivo, el racismo, el colonialismo, o el estereotipo macho agresivo y chovinista del género masculino, “mediante la construcción de la categoría naturaleza, las ciencias naturales imponen límites a la historia y a la autoafirmación” (Haraway, 1991: 43). 

La unión de lo político con la ciencia ha sido fuente de legitimación de un mundo social fundamentado en la dominación y negación de una gran cantidad de seres animales, humanos y no humanos. Los discursos científicos “han sido herramientas que han servido para la reproducción de ese mundo, tanto por el suministro de ideologías legitimadoras como por su capacidad para aumentar el poder material” (Haraway, 1978a: 25). Pero, para Haraway, la ciencia también ha tenido una gran capacidad liberadora ya que ha servido para realizar “descripciones del mundo que pueden desenmascarar el poder arbitrario” (1990: 9). Por esto, es inadecuado ver a esta autora como anticientífica. Por el contrario, para ella “ignorar o rehusarse a participar en el proceso social de hacer ciencia, y prestarle atención únicamente al uso y abuso de los resultados del trabajo científico, es irresponsable” (1991: 107). 

Para Haraway, su crítica ecofeminista de la ciencia moderna ortodoxa, no busca “perseguir relatos anticientíficos” que desplacen en su totalidad las Weltanschauungen modernas ortodoxas cimentadas en su práctica científica. Todo lo contrario, su propuesta es una invitación a “tomar en serio las reglas del discurso científico [pero] sin idolatrar el fetiche de la objetividad científica” (1978b: 39). Esto quiere decir, aceptar que la objetividad trascendental pregonada por la modernidad ortodoxa es una quimera y que, por lo tanto, las ciencias “son producciones culturales e históricas específicas”, es decir, “son profundamente contingentes” (1990: 9), y por consiguiente, no son neutras. En consecuencia, el problema de la ciencia no se reduce a cuestiones como “sesgo contra objetividad, buen uso contra mal uso, o ciencia contra pseudociencia” (1991: 186). La ciencia es una emergencia cultural y, por lo tanto, no es separable de ella. La propuesta de Haraway es que dejemos de creer que “los únicos aspectos políticos de la ‘buena ciencia’son aquellos que tienen que ver con las aplicaciones que las instituciones hacen de ellas” (1989: 111). “Por dentro y por fuera son metáforas equivocadas. Las fuerzas sociales y la aplicación que diariamente se hace de la ciencia están dentro [de la práctica científica]. Ambas hacen parte del proceso de producción de conocimiento público, y ninguna es fuente de impureza o polución” (1991: 92) (la cursiva es nuestra). 

La ciencia no es una práctica positiva, que a través de sus procedimientos de corroboración se limpia permanentemente de todo sesgo ‘interior’que haya podido tener en un momento dado. Esta tiene valores, presupuestos, y prácticas fruto de su sistema cultural, pero inherentes a ella, y son estos los que Haraway advierte que hay que revelar y analizar. “Los ‘valores’, y no únicamente los ‘hechos’de las ciencias naturales, están legítimamente sujetos a crítica”. Debemos recordar que “la evaluación política y cultural de estas ciencias [las naturales] se puede hacer desde ‘adentro’y no sólo desde ‘afuera’” (1989: 13) y que la ciencia, al ser conocimiento, es fundamentalmente política, pues “produce sentidos y posibilidades” (1989: 110) que “tienen profundos efectos sociales” (1989: 289). En otras palabras, es una forma de poder. 

Ciencia moderma ortodoxa y ética 

La legitimidad y trasformación de la ciencia no tiene que ver solamente con la validez epistemológica de sus teorías. Con el surgimiento del posestructuralismo -principalmente Foucault-, el poscolonialismo, el feminismo y el ecologismo, la ciencia también ha sido estudiada como práctica discursiva que se relaciona con seres vivos en función de sus valores, principios y creencias. En consecuencia, ella está sujeta a análisis éticos. 

Desde esta perspectiva, la ciencia tampoco ha podido defender con éxito su estatus de discurso neutro u objetivo. Por ejemplo, las personas que han estudiado la ciencia desde el feminismo frecuentemente (se) han preguntado cómo se puede hablar de objetividad y universalidad de un discurso del que se ha excluido a los seres animales humanos distinguidos por la modernidad como mujeres, es decir, a por lo menos el 50% de la humanidad (Frías, 2001). Asimismo, el poscolonialismo ha mostrado cómo la población humana catalogada por la modernidad como no blanca, también ha estado ausente de esta práctica discursiva y, es más, ha sido negada por mecanismos internos a la ciencia, que deslegitiman sus formas de conocimiento y saber (Deloria, Jr., 1997: Castro-Gómez, 2007). 

Haraway, enmarcada en el posestructuralismo, el feminismo y el ecologismo, ha continuado el enfoque de estas tres posiciones en lo que respecta al desenmascaramiento de actos de dominación dentro de las Weltanschauungen modernas. Al igual que Foucault, y como ya hemos visto, esta autora ha dedicado buena parte de sus estudios sobre ciencia a ilustrar la forma en que ésta es una práctica discursiva que genera mecanismos de dominación. Por otro lado, siguiendo una tradición amplia en feminismo y ciencia, Haraway también ha intentado evidenciar la relación asimétrica que la ciencia tradicional ha establecido con los varones y las hembras humanas, tanto como sujetos y como objetos de esta. Igualmente, esta autora ha mencionado cómo la práctica científica ha implicado un trato de dominación –e incluso muerte- de seres animales no humanos. En esta sección nos ocuparemos brevemente de los aportes de esta autora a las discusiones feministas y ecoéticas. 

Tal vez el aporte más sobresaliente de Haraway a los estudios feministas de la ciencia ha sido la identificación del discurso científico como un espacio en el que tanto se han legitimado como cuestionado prácticas tradicionales de dominación de las mujeres. Efectivamente, como ya mencionamos, la unión, por ejemplo entre lo político y lo fisiológico, “ha sido una gran fuente de justificaciones de la dominación, especialmente de aquella basada en las diferencias vistas como naturales, dadas, inevitables y, por lo tanto, morales” (1978a: 22). Así, configuraciones como el sexo han sido de fácil apropiación de los discursos científicos pues, al legitimarse como naturales o biológicas, caen en el terreno de los términos y la evidencia científica. Sin embargo, la apropiación que diversas disciplinas hacen de estas distinciones culturales, no se da con un proceso conjunto de eliminación de prejuicios culturales anteriores. Por ejemplo, Haraway relata cómo en primatología -debido a la perpetuación del sexismo moderno al interior de esta disciplina-, hasta los años 1960, se tomaron pocos datos sobre la interacción hembra-hembra y la ecología conductual femenina. Esto permitió la elaboración de teorías evolucionistas y etológicas que se basan en observaciones limitadas a los varones de la especie, lo que revistió con un manto de legitimidad científica la asimetría conductual basada en el género que ha existido en la historia de la civilización Occidental. “Aunque posteriormente se vio como un escándalo lógico, el comportamiento femenino no estaba en el centro de las primeras formulaciones sociobiológicas de las selección natural y la aptitud inclusiva”, por lo que conceptos como el de comunidad, se elaboró exclusivamente en términos de “interacciones y asociaciones masculinas” (1989: 175). Esto significó que las hembras fueran desplazadas de la esfera social, algo que coincidía completamente con la concepción de esfera política moderna ortodoxa, como se puede apreciar, por ejemplo, en Chimpanzee Politics, donde de Waal construye una sociedad de primates en la que “las hembras simplemente no buscan el poder, evitan todo problema y ayudan únicamente a su familia y amigos”; mientras “el macho es racional y busca el estatus” (Haraway, 1989: 147). 

Por otro lado, Haraway ha hecho un minucioso estudio para mostrar que las visiones sexistas modernas perpetuadas en la primatología han sido, a su vez, ampliamente cuestionadas. Por ejemplo, esta autora en el decenio de 1980 estudió los trabajos de diversas primatólogas mujeres que han cuestionado los estudios tradicionales de primates en los que el macho de la especie toma el centro de la organización social (Haraway, 1989). Por ejemplo, la biología tradicionalmente ha creído que el dimorfismo sexual necesariamente implica diferencias conductuales. La primatología, con base en esta creencia, construyó una visión de los primates en la que existían diferencias sexuales en la dominación, la asertividad sexual, el apego territorial y social, entre otras. Sin embargo, Haraway (1989:291) escribe que Lancaster mostró que “las hembras 1) son competitivas y toman la dominación en serio; 2) igualmente deambulan y no son corporalizaciones del apego cultural y el conservatismo; 3) son también sexualmente asertivas; y 4) tienen demandas energéticas iguales a las de los machos”. Esto cuestiona profundamente la idea liberal ortodoxa de la diferencia de géneros en la que el varón es un ser social, político, independiente, con necesidades físicas –que incluyen las sexuales- y la hembra es principalmente un ser pasivo que no se define por sí mismo sino en función de su papel social, es decir, como ser sin necesidades propias, sino con imperativos biológicos de especie –i.e. la reproducción y el cuidado de las crías-. 

El aporte de los estudios sobre ciencia de Haraway a la ecoética está relacionado con la praxiología científica. Aunque en sus textos anteriores a 1997, Haraway no se ocupa a fondo del trato que la modernidad ortodoxa establece con los seres animales no humanos, su énfasis en primatología y cyborgs hace que éste sea un tema recurrente en su obra durante este período. Su aporte a las preocupaciones éticas desde el ecologismo, en lo que respecta a este asunto, se puede resumir en dos aspectos. El primero tiene que ver con la manera en que la ciencia ha reforzado el antropocentrismo moderno. Para esta autora, la modernidad ha estado obsesionada con la construcción del Hombre. Según ella, el “acto político supremo de la historia de Occidente” es “la construcción del Hombre” (1984: 489). Esto ha requerido de un establecimiento claro de los límites entre los conceptos modernos naturaleza/cultura, sexo/género y animal/humano, una tarea que ha estado a cargo de la ciencia. 

Así, la ciencia ha establecido los discursos legitimadores que controlan “quién puede contar como ‘nosotros’” (Haraway, 1989: 490). 

Para la política moderna, la separación entre seres animales humanos y no humanos es fundamental. Ésta es una esfera exclusivamente habitada por seres animales humanos construida a partir de la idea ilustrada de Hombre, la cual se fundamenta en su universalidad a través de la separación absoluta con lo no humano. “En la versión masculinista occidental, la separación de la categoría ‘naturaleza’es esencial para el lugar natural del hombre: la autorrealización humana (la trascendencia, la cultura) lo requiere” (Haraway 1984: 511). En consecuencia, el Hombre, no sólo es el único zoon politikon, sino el único ser libre e igual dentro de la política liberal, que se convirtió en el principio de la política moderna ortodoxa en la segunda modernidad. “En las historias fundadoras de Occidente, cada ser autónomo era un hombre. De hecho, cada ser autónomo era el Hombre” (Haraway, 1984: 492). Ningún persona no humana ha contado como subjectum para las Weltanschauungen ortodoxas, sean ultraliberales, comunistas, conservadoras o progresista y, en esto, la ciencia ha jugado el papel principal. Por ejemplo, “la primatología es una práctica en la que se negocian la posibilidad de comunidad, de un mundo público y de la acción racional. La primatología es la negociación del momento del origen de la humanidad, de la familia, de la frontera entre el sí mismo y el otro, homínido y hominoide, humano y animal”, es decir, trata “de las posibilidades y limitaciones de la política” (Haraway, 1989: 284). 

Igualmente, la ética moderna ha dejado a los seres animales no humanos por fuera de sus comunidades. Esto ha permitido que ellos tengan el papel de cosas objeto de apropiación y disposición para cualquier uso; a diferencia del hombre kantiano, los seres animales no humanos son únicamente medios. Esta mentalidad ya era evidente en la ciencia desde la misma Ilustración, cuando Voltaire descabezaba seres animales caracoles en bien del Hombre, pues “el hombre vale más que un caracol” (citado por Witkowski, 2007: 106). 

En el caso de los primates no humanos, Haraway (1989) muestra como estos seres han jugado un papel primordialmente de medio para que el ser animal humano se conozca a sí mismo. Desde comienzos del siglo XIX cuando se empezaron a emplear en la investigación de enfermedades humanas como la sífilis, la poliomielitis o la fiebre amarilla, estos seres animales han operado como ‘sustitutos humanos’. Debido al trasfondo moral moderno que nos ha dado una realidad en la que muchas personas humanas solo sienten dolor, remordimiento, empatía o culpa por seres de su misma especie -pero también por el conocimiento de las restricciones en experimentación con Homo sapiens-, las científicas tradicionales han usado a los primates como un objeto que nos permite conocer la configuración humana de manera indirecta, pues por el carácter cultural –i.e. inconscienteque ha adquirido el evolucionismo, hemos visto en estos seres vivos una gran cantidad de elementos comunes con el ser animal humano, o por lo menos en un estadio ‘anterior’. Esto, ha llevado a que los estudios en primates se den tanto a nivel corporal como mental o psicológico. Por ejemplo, Haraway relata el caso de H.F. Harlow, una persona dedicada al uso en laboratorio de monos Rhesus para investigación en piscología comparada, como caso ilustrativo de la confluencia de ética, ciencia y cultura en la práctica experimental. 

Harlow se convirtió en un icono popular de la psicología en Estados Unidos durante los decenios de 1960 y 1970, gracias a la invención de la “madre de tela”. Esta persona investigaba desórdenes patológicos en infantes, empleando monos Rhesus de muy corta edad que habían sido apartados por el mismo Harlow y su equipo de investigación. Al principio, esta investigadora diseño experimentos para “probar las teorías de [el psiquiatra de Stanford] Bowlby sobre el papel de la separación madreinfante en la génesis de desórdenes emocionales infantiles” (Haraway, 1989: 235). Posteriormente, comenzó a estudiar “los sistemas afectivos maternal e infantil” (Haraway, 1989: 239). Para este fin, Harlow creó la “madre de tela”. Esta era un pedazo de madera cubierto con caucho y tela, que tenía una cabeza de muñeco y que se encontraba recostado sobre una bombilla que proveía calor. Según esta persona, la ‘madre’sustituta, como llamaba a este pedazo de madera cálido y cubierto de tela, “era una madre suave, tierna y cálida, con infinita paciencia disponible las 24 horas del día”, por lo que opinaba, “diseñamos una madre muy superior, aunque esta posición no es compartida de forma unánime por todos los padres monos” (citado por Haraway, 1984: 239-240). 

Después de que trabajó únicamente con la “madre de tela” y tras ‘demostrar’, junto con sus colegas, que “la comodidad del contacto, y no la reducción del impulso primario del hambre, era crítico para un desarrollo emocional temprano saludable de un primate infante”, Harlow pasó a investigar desórdenes patológicos modificando a la “madre de tela” original. Esta científica escribió que todas las variaciones eran “diseñadas para repeler a los infantes que se aferraban a ellas (…). Una madre sustituta lanzaba aire comprimido, otra intentaba zafarse el infante de su pecho, una tercera tenía una incorporada una catapulta que periódicamente expulsaba al infante por el aire, mientras una cuarta tenía púas de cobre debajo de la superficie de su vientre que salían automáticamente o por disposición [de un investigador]” (citado por Haraway, 1989: 238). 

Haraway señala que Harlow llegó a estas investigaciones por cuestiones del destino y un contexto histórico concreto. En primer lugar, esta persona llegó a infantes primates no humanos debido a que, por razones de presupuesto, técnicas y por la expansión de sus investigaciones, comenzó a criar sus propios monos en su laboratorio. Los primates infantes eran separados a muy temprana edad de su madre, en parte, porque se disminuía “el riesgo de lastimar tanto animales y personas”, además de que proporcionaba “a los laboratoristas fácil acceso [a los primates] cuando quisieran” (Haraway, 1989: 238). Esto le permitió observar serios problemas conductuales en personas primates criadas en cautiverio y separadas de sus madres a temprana edad. Por otro lado, el incremento de madres humanas blancas trabajadoras desde la Segunda Guerra Mundial en los Estados Unidos propició un contexto en el que las repercusiones que en la conducta pudiera generar la separación temprana de un ser animal humano de su madre se tornaran de gran importancia. 

El interés de Haraway en narrar la manera en que Harlow llegó a sus experimentos y al diseño de la ‘madre de tela’y las otras ‘madres sustitutas’está en mostrar como la práctica científica está llena de contingencias históricas, contextos éticos y morales, y visiones culturales. Por ejemplo, esta autora intenta mostrar que “la misoginia está profundamente grabada en la estructura mental de la cultura de laboratorio”. Para esto, cita un par de “chistes” sexistas de Harlow –uno se encuentra en una cita en un párrafo anterior-, e ilustra el diseño de experimentos y equipos como el “potro de violación” -rape rack-, que usaban “para inmovilizar a una hembra mientras la inseminaban artificialmente” (Haraway, 1989: 238). 

Los primates no humanos también han operado como cuerpos ‘sustitutos’en la investigación humana, por dentro y por fuera de la primatología. Por ejemplo, a finales de la década de los 80, Haraway (1989: 259) escribe: “la AFRRI [the United States Armed Forces Radiobiology Research Institute] ha asesinado más de 2000 monos Rhesus al exponerlos a dosis letales de radiación, con el fin de estudiar en un ‘sustituto humano’la variabilidad con el tiempo y los síntomas de la disminución de la habilidad de realizar tareas, como volar un jet después de una exposición a radiación severa”. Asimismo, esta autora menciona que en la Escuela de Medicina Aeorespacial de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos en San Antonio, Texas, se asesinaron alrededor de 4000 monos entre 1950 y 1980, estudiando el impacto de la radiación en ellas. El experimento consistía en ubicar estas personas dentro de una especie de cilindro o barril, a diferentes distancias de explosiones nucleares (Haraway, 1989). 

Si bien los casos de maltrato animal descritos por Haraway no indican nunca un intento de crear una comunidad ética que se extienda más allá de los seres animales no humanos, sí ilustran la existencia de unas interacciones complejas que la palabra antropocentrismo no logra manifestar. En primer lugar, la ciencia moderna ortodoxa es fruto del racionalismo clásico, liberal e ilustrado, ésta también ha sido profundamente trasformada por el discurso evolucionista. En consecuencia, aunque la científica tradicional siga concibiendo ética y políticamente al ser humano como un ente único, completamente separable de cualquier otro elemento del mobiliario del mundo, biológica y metodológicamente no puede dejar de concebirlo como otra especie, que no deja de tener un origen y una organización común con los demás miembros del sistema vida terrestre. Así, los seres animales no humanos han tenido un significado simbólico dentro de la ciencia conservadora que los presenta como espejos de los seres animales humanos mismos. Por esto, hemos llegado a crear una práctica científica que afirma que sin la investigación experimental en seres animales no humanos, “los seres humanos sabrían mucho menos de su propio cuerpo y mente” (Haraway, 1989: 64). 

Por otro lado, la palabra antropocentrismo oculta el carácter profundamente androcéntrico de las éticas, morales y prácticas científicas modernas ortodoxas. Haraway como ecofeminista, continúa con el llamado de atención de este discurso al ecologismo, el cual busca resaltar que la civilización moderna concibe a los seres animales humanos como iguales sólo a nivel teórico. El Hombre de la Revolución Francesa que heredó la primera modernidad, es una entidad abstracta, que nunca se ha materializado en ninguna esfera de la sociedad moderna. Por este motivo, las ecofeministas advierten que los discursos ecologistas se deben ocupar de las prácticas modernas de dominación y negación tanto por ‘dentro’como por ‘fuera’de la humanidad. “El holismo, (…), el cultivo de la conexión cognitiva y emocional entre humanos y animales, la ausencia de escisiones dualistas en los objetos de conocimiento, (…) son perfectamente compatibles con el masculinismo en epistemología y el dominio masculino en política” (Haraway, 1989: 256). 

Tecnociencia 

La legitimidad de la práctica científica como búsqueda de conocimiento objetivo o verdadero se ha tenido también que enfrentar a aspectos praxiológicos en la segunda modernidad. Desde el decenio de 1940, se ha ido produciendo una verdadera revolución al interior de la ciencia que ha trasformado profundamente esta práctica moderna. Este cambio, que principalmente ha alterado la práctica científico-tecnológica, ha conducido al surgimiento de la tecnociencia, una forma de hacer ciencia significativamente diferente a la propia de la primera modernidad. Una de las principales divergencias radica en que, en la tecnociencia, el conocimiento se convierte en medio para otros bienes, algo que hace que la alegada neutralidad de la ciencia sea difícil de sostener (Echeverría, 2003). 

Para Haraway (1997: 41), este cambio le da otro mecanismo de legitimación a la práctica científica. La tecnociencia, al operar como medio, es vista, especialmente por fuera de los círculos científicos y tecnocientíficos, como esperanza de alcanzar un sinnúmero de bienes altamente preciados por los seres animales humanos de las sociedades modernas. “La promesa de la tecnociencia es, posiblemente, su principal peso social”. Esta interpretación es una especie de secularización del discurso de salvación de las religiones monoteístas occidentales y, como tal, su legitimidad no es función de su efectividad corroborable. “Que algún día se logre energía limpia ilimitada mediante el pacífico átomo, una inteligencia artificial que supere a aquella simplemente humana, un escudo impenetrable que nos proteja del enemigo interno o externo, o que se prevenga el envejecimiento, es mucho menos importante que vivir siempre en un estado de promesas maravillosas”. Así, la tecnociencia, al igual que la política y la economía –que en el Sur toman la forma de discursos del desarrollo o del progreso-, es una herramienta que legitima al proyecto moderno y sus tácticas de dominación y colonización mediante la promesa y no el cumplimiento. 

El surgimiento de la tecnociencia -que no elimina completamente la práctica científica propia de la primera modernidad- subordina el conocimiento científico a fines que tienden a estar determinados por la industria, el Estado, o grupos militares, por lo que la independencia científica se vuelve casi inexistente. En la segunda modernidad, las universidades u otros centros de investigación no son instituciones independientes de los procesos económicos, políticos o militares, por lo que el planteamiento popperiano de que “el objetivo de la ciencia es el incremento de la verosimilitud” (Popper, 1974: 71), o la idea realista ortodoxa de que “la biología estudia organismos y comunidades, y no tiene nada que decir acerca de la industria, la política, o la cultura”, o que “las ciencias naturales” no “tienen un contenido o referencia social” (Bunge, 1992: 37-38) suenan un tanto inocentes, por no decir sospechosamente ideológicos. La tecnociencia no es producto de mentes curiosas o de caballeros desinteresados que, como en el mejor estilo de romanticismo decimonónico, sólo buscan descubrir los secretos de la naturaleza. Esta está determinada por las instituciones que patrocinan su realización que, en muchas ocasiones, puede resultar bastante costosa (Echeverría, 2003). Por ejemplo, en 1981, el M.I.T. recibió 125 millones de dólares de la empresa privada para el Instituto Whitehead, el cual se dedica a la investigación en biología molecular, una práctica que aumentaría considerablemente a partir de ese decenio, hasta a un punto en que la biología se acerca más a la industria que a la academia. Justamente, Haraway (1997: 92) escribe que para los años 1990, “difícilmente existía un genetista molecular de renombre [en Estados Unidos] sin conexiones comerciales de algún tipo”, y agrega que “esencialmente, tres grupos controlan cómo se hace tecnociencia en Estados Unidos: el Pentágono y los laboratorios de armas nacionales, la comunidad de investigación científica organizada, y la empresa privada” (1997: 95). En consecuencia, para el nuevo milenio, es difícil pensar en científicos críticos sin afiliaciones con la empresa privada, por lo que el sistema de autorregulación de la práctica científica a través de mecanismos como la evaluación por pares está lejos de ser ideal. 

Por otro lado, la tecnociencia se apoya primordialmente en la estadística. Ésta, a diferencia del reduccionismo tradicional, no puede sostener tan fácilmente la existencia de leyes y universales, lo que compromete drásticamente las aspiraciones de consenso, lógicamente esperables de un discurso objetivo trascendental, del discurso científico hegemónico. Según Haraway (1997: 198- 199), la estadística, si bien tiene una historia que “está directamente relacionada con los ideales de objetividad y democracia” de las Weltanschauungen modernas hegemónicas contemporáneas, hace evidente que todo dato y categoría científica está discursivamente constituido y es presentado intencionalmente de cierta manera. La “toma, la estructuración, el procesamiento y la articulación” de los datos científicos determinan los métodos y resultados de la práctica estadística, por lo que estos últimos no son válidos para todas las sociedades como afirma el realismo tradicional con respecto a todo resultado de las ciencias naturales. Para Haraway, la estadística “es una tecnología básica para la estabilización de datos y la construcción de la objetividad”, por lo que ésta apoya más fácilmente los argumentos del posestructuralismo y el constructivismo que los del realismo tradicional. “la objetividad [tal como se deduce de la práctica estadística] tiene que ver más con la intersubjetividad que con el realismo. La impersonalidad de la estadística es un aspecto de la complejidad de la intersubjetividad de la objetividad, es decir, del carácter público del conocimiento tecnocientífico”. Por lo tanto, en la tecnociencia, el “conocimiento sin un sujeto cognoscente” como Popper (1974: 109) llama al conocimiento científico, es fruto de la intersubjetividad y no de la universalidad como ella sostiene. 

Por último, Haraway señala que la tecnociencia ha incrementado las prácticas de control y negación de los seres animales no humanos, al igual que ha desarrollado “formas de dominación más y más horribles” (1997: 41). Aunque esta autora no entra en detalle y no se ocupa de dimensiones de la tecnociencia como la vivisección, ilustra este punto con el caso del OncoMouse™. Este ser, que ha perdido todo estatus de sujeto para quienes se dedican a la investigación tradicional para convertirse en invento y propiedad, evidencia como los seres animales humanos se tornan en medio para bienes humanos. Prácticas tecnocientíficas como la tecnomedicina, la tecnobiología o la tecnoquímica han dispuesto de seres animales no humanos de diversas especies para llevar a cabo sus investigaciones y para alimentar su promesa de salvación. El OncoMouse™ es un mártir en la curación del cáncer de mama, y su sacrificio está justificado en el antropocentrismo moderno que se niega a incluir a los no humanos dentro de su comunidad ética y en los beneficios potenciales que podría traer la experimentación en estos seres animales roedores. 

Para Haraway el uso de seres vivos no humanos en laboratorio no es una conducta que se deba tachar automáticamente de inherentemente inmoral, pues ésta contiene varias dimensiones que la hacen de una mayor complejidad ética, como sucede con muchos de los efectos de las prácticas tecnocientíficas. Por ejemplo, esta autora reconoce que si bien, los seres animales no humanos de laboratorio no son “simples sistemas de realización de pruebas o herramientas para que animales con más cerebro consigan sus fines” (1997: 82), también menciona que, en el caso del OncoMouse™ por ejemplo, éste “sufre físicamente de manera constante y profunda para que mis hermanas y yo podamos vivir” (1997: 79). De esta manera, el conflicto ético en el uso y creación de estos seres vivos no trata simplemente del imperativo moderno –secular, religioso, o legal- del No matarás, sino que involucra la lucha por el quién debe vivir, de qué manera, para quién y por qué. El OncoMouse™ promete avances en la investigación de la cura del cáncer de mama y, por lo tanto, implica potencialmente la salvación y la supresión de un inmenso dolor de gran cantidad de seres animales humanos hembras, por lo que el morir y el sufrir no se evita con suspender la cría y el uso de esta persona roedora. Por otro lado, El OncoMouse™, al ser un organismo genéticamente modificado, revela, a su vez, el conflicto ético alrededor de lo natural y lo artificial, el cual ha estado en el centro de los discursos éticos. Aunque, la lucha por la conservación y la no alteración de seres vivos está fuertemente relacionada con la lucha contra prácticas de dominación, Haraway menciona que éstas también contienen un elemento de pureza, que fácilmente puede estar relacionado por el racismo inherente de las Weltanschauungen modernas tradicionales. “Cuando se habla del atractivo de las naturalezas intrínsecas, escucho una obnubilación por la pureza y el tipo similar a la de las doctrinas de hegemonía racial blanca y de propósito e integridad nacional norteamericanas que tanto permean la historia y la cultura estadounidense” (1997: 61). 

La visión de la tecnociencia que elabora el ecofeminismo posestructuralista de Haraway retoma la crítica al simplismo de Lyotard. Esta última veía las sociedades modernas tardías como sistemas altamente complejos, por lo que afirmaba que “la exigencia [moderna conservadora] de simplicidad aparece en general, hoy en día, como una promesa de barbarie” (Lyotard, 1996: 92). Igualmente, Haraway acepta muchas de las críticas del primer ecologismo, pero advierte sobre los peligros de adoptar prácticas simplificadoras modernas que ven las conductas culturales modernas tardías en términos de blanco y negro, creyendo que estas se pueden dividir fácilmente en natural/artificial, correcto/incorrecto, muerte/vida, dolor/bienestar, moderno/premoderno, creencia/hecho, ciencia/ cultura, falso/verdadero, realidad/metafísica. Para el caso de la tecnociencia, ésta es una práctica compleja que está profundamente imbricada con el ecologismo, la economía, la ética y la política, que no es separable de estas esferas. Por ejemplo, en el caso de los organismos genéticamente modificados se puede apreciar que “en la disputa por el control de los genes –la fuente y motor de la diversidad biológica en el régimen del tecnobiopoder- participan por igual redactores de tratados internacionales, artífices de políticas científicas nacionales, científicos de laboratorio y activistas políticos” (Haraway, 1997: 57). En consecuencia, el negocio -¿la ciencia?- de los organismos genéticamente modificados involucra aspectos que van más allá del antropocentrismo y el trato ético de los no humanos. La cuestión de fondo no es simplemente la existencia o no de estos seres vivos, sino “qué seres vivos, para quién y a costa de quién”, pues estas preguntas descubren que la producción de transgénicos afecta “el corazón mismo de la democracia, la justicia social, la economía, la agricultura, la medicina, el trabajo, y el ambiente” (Haraway, 1997: 58). 

Conocimientos situados 

Uno de los argumentos más fuertes en contra del posestructuralismo y el pensamiento posmoderno tiene que ver con su presunta incapacidad de proponer una Weltanschauung que pueda reemplazar a la de la “razón moderna [tradicional] tan insatisfactoria” para estos, pues “mientras el pensar posmoderno continúe limitándose a expresar insatisfacción y no proponga modelos alternativos, que superen el monoteísmo de la razón instrumental, (…) no pasará de una moda cultural” (Cortina, 2000: 126). Sin embargo, muchos de los desarrollos teóricos que caen bajo estas etiquetas se han esforzado por elaborar ‘salidas’a la modernidad conservadora. En el caso de Donna Haraway, el esfuerzo ha radicado principalmente en una alternativa a la objetividad trascendental que supere las críticas que ella ha hecho a la ciencia moderna ortodoxa. 

Negándose a asumir una posición anticientífica, presente en el feminismo, Haraway retoma la posición narrativa de Lyotard y el particularismo del posestructuralismo para elaborar su propuesta epistemológica. Evitando a toda costa el ‘todo vale’que tanto le achacan las académicas y científicas conservadoras al posestructuralismo y al pensamiento posmoderno, Haraway señala que, aunque la ciencia no puede evitar las historias –i.e. la ficción-, no todo relato “puede convertirse en hecho” pues “no cualquier cosa puede ser vista o hecha y, por lo tanto, contada”. En consecuencia, no cualquier acto del lenguaje es ficción. “Los hechos son contrarios a la opinión, al prejuicio, pero no a la ficción. Tanto la ficción como el hecho están basados en una epistemología que recurre a la experiencia”. Así, el problema de la ciencia no radica en cómo evitar los relatos, sino en crear mecanismos constantes de revisión, pues en estos, siempre se corre “el riesgo de fingir” (1989: 4). 

La ciencia es un sistema discursivo, “un género literario” como el mismo Popper (1974: 185) reconoce, y esto es lo primero que debemos admitir si deseamos que ella supere los críticas válidas que ha recibido durante la segunda modernidad. “Tratar a la ciencia como narración no significa descalificarla, todo lo contrario. Sin embargo, tampoco significa asombro y adoración de un participio [el hecho]” (Haraway, 1989: 5). Para Haraway (1991: 184), el relato no está tiene que ver necesariamente con la fantasía sino con la aceptación de que toda forma de conocimiento es construida. Esto implica que “ninguna perspectiva (…) es privilegiada”, por lo que nadie se encuentra desde un punto neutro, incorpóreo, describiendo el mundo tal como es. Por lo tanto, el problema de la ciencia, es decir, su estatus como discurso legítimo sobre el mundo, no trata de cómo eliminar todo sesgo –cultural o ideológico- para volver a un punto neutro, a “una plataforma neutra de observación a partir de la cual el mundo puede ser nombrado en su esencialidad” (Castro-Gómez, 2007: 14), sino en “cómo tener simultáneamente una descripción con una contingencia histórica radical para toda pretensión de conocimiento y todo sujeto cognoscente (…) y un compromiso significativo con descripciones fidedignas de un mundo ‘real’que puedan ser parcialmente compartidas, al mismo tiempo que amigables, por diversos proyectos alrededor del mundo de libertad finita, abundancia material adecuada, sufrimiento modesto y felicidad limitada” (Haraway, 1991: 187). 

Ubicándose desde una perspectiva feminista, Haraway (1991: 188) escribe que uno de los grandes problemas de la objetividad trascendental es que pretende ser una mirada “desde ningún lado” que ha logrado apartarse del “cuerpo marcado” de la gente del común. Efectivamente, la ciencia conservadora ha creado una imagen desde el siglo XIX de sus practicantes como seres animales humanos que no agregan “opiniones o sesgos personales”, por lo que están dotados “de la grandiosa capacidad de poder establecer los hechos” (1997: 24). Esto se debe, a que ellos no poseen los sesgos inherentes a los cuerpos de otras personas como las feministas. Estas últimas, parten de una posición política y, por lo tanto, siempre ven relaciones de poder en las prácticas sociales –incluyendo la ciencia-. Por el contrario, las primeras no tienen esos intereses o sesgos y, en consecuencia, pueden hacer una descripción del mundo sin proyectarle elementos personales. Para Haraway, esto ha sido una jugada que ha querido mostrar al ser animal humano moderno blanco varón como una entidad sin un cuerpo marcado, es decir, que la condición de blanco, varón o perteneciente a los países modernos no imprime ninguna arbitrariedad a sus formas de ver e interactuar con el mundo. Así, no existe cosa tal como el masculinismo –pero sí el feminismo-, y los recuentos que una persona científica con estas distinciones corporales hace del mundo no tienen carga alguna debida a su género. De la misma manera, el ser animal humano moderno se ha querido presentar como perteneciente a una civilización que ha logrado esferas sociales –primordialmente la científica- libres de mitos, supersticiones o creencias infundadas, por lo que dice es neutro y totalmente referido a la realidad, sin pasar por el tamiz contaminador de la cultura. En la visión científica tradicional, “los ojos han venido a significar una capacidad cruel -que ha sido entrenada para alcanzar la perfección por una ciencia cuya historia ha estado ligada al militarismo, el capitalismo, el colonialismo y la supremacía masculina- para distanciar al sujeto cognoscente de todas y todo en el interés de mantener un poder sin restricciones” (Haraway, 1991: 188). 

Haraway propone una ciencia aún ocucéntrica, que no se presente a sí misma como “completamente trasparente” y que “nos permita construir una doctrina útil, pero no inocente, de la objetividad” (1991: 189). Para ella, aceptar que conocemos a través de la visión nos permitir reconocer que interactuamos con el mundo mediante un cuerpo específico, cuyos sentidos son particulares, como la “visión estereoscópica y cromática de los primates”. Al hacer esto, “la objetividad resulta tratar sobre una corporalidad particular y específica, y no sobre una visión falsa que promete la trascendencia de todo límite y responsabilidad”. Así, la propuesta de esta autora se centra en la idea de que “solo las perspectivas parciales pueden prometer una visión objetiva” (1991: 190). 

Para Haraway (1991: 190-191) “la objetividad feminista es sobre una ubicación limitada y un conocimiento situado, no sobre la trascendencia y la escisión entre sujeto y objeto”. Esto significa ser conscientes de que cuando hablamos, describimos y observamos lo hacemos desde una posición específica que sólo nos puede dar un campo visual limitado del mundo. Sin embargo, algunas prácticas discursivas, como el feminismo y el marxismo, han creído que hay unas posiciones mejor dotadas que otras para ver el mundo. Ellas creen que son más confiables “los puntos de vista de los subyugados” que “las plataformas brillantes de los poderosos”. La propuesta de Haraway se aparta de estas creencias y prefiere advertir que “las perspectivas de los subyugados no se dan desde ubicaciones ‘inocentes’”, sin desconocer que estas facilitan observar fenómenos ‘culturales’–e.g. discursos de dominación y legitimación de la opresión- que para los grupos sociales privilegiados se dan como ‘naturales’y, por lo tanto, muchas veces invisibles. 

La parcialidad y localización de una perspectiva no es una aceptación del relativismo. Por el contrario, “la alternativa al relativismo son los conocimientos críticos, parciales y localizables que mantienen la posibilidad de redes de conexiones, llamadas solidaridad en política y conversaciones comunes en epistemología. En cambio, el relativismo es una manera de estar en ningún lado mientras se alega estar al mismo tiempo en todos lados”. Además, los conocimientos situados no conllevan al todo vale, pues ellos son precisamente la lucha por visibilizar a las personas observadoras para que puedan “ser llamadas a rendir cuentas” (Haraway, 1991: 191). Estos se refieren a perspectivas concretas que, por lo tanto, deben responder por lo que narran, pues siempre lo hacen desde una mirada contingente y limitada, que “no se puede reubicar en otra perspectiva sin tener que rendir cuentas por dicho movimiento” (Haraway, 1991: 192). 

Los conocimientos situados implican dialogar con otras para elaborar una imagen más amplia y ‘objetiva’del mundo, pues este siempre será una imagen segmentada que sólo puede reconstruirse juntando diversas perspectivas. “‘Segmentada’en este contexto quiere decir multiplicidades heterogéneas que son necesarias y al mismo tiempo incapaces de ser acomodadas en retículas idénticas o en listas acumulativas”. Aquí, “el sujeto cognoscente es parcial en todas sus dimensiones, nunca está terminado (…); está en constante construcción y siempre está unido de manera imperfecta, por lo que puede unirse con otro para ver juntos sin aducir ser el otro” (Haraway, 1991: 193). Similar a la idea de objetividad de Arendt (1997: 79), en la que “se trata más bien de darse cuenta de que nadie comprende adecuadamente por sí mismo y sin sus iguales lo que es objetivo en su plena realidad porque se le muestra y manifiesta siempre en una perspectiva que se ajusta a su posición en el mundo y le es inherente”, los conocimientos situados afirman que “no hay forma de ‘estar’simultáneamente en todas, o completamente en alguna, de las posiciones” que observan el mundo (Haraway, 1991: 193). Por lo tanto, se trata de generar una ciencia y epistemología que admita que “sólo se puede ver y experimentar el mundo tal como éste es ‘realmente’al entenderlo como algo que es común a muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se muestra distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo, únicamente es comprensible en la medida en que muchos, hablando entre sí sobre él, intercambian sus perspectivas” (Arendt, 1997: 79). Por supuesto, Haraway, al partir de una posición ecofeminista no limita la construcción del mundo a los iguales, es decir a la especie humana, sino que reconoce que “las relaciones sociales incluyen tanto humanos como no humanos como compañeros socialmente activos”, por lo que no están “excluidos del intercambio de signos y preguntas” (1997: 8). 

La epistemología feminista de Haraway, como todo feminismo, es política. Su propuesta de los conocimientos situados busca darle valor epistemológico y legitimidad política a la voz de todos los grupos de seres animales humanos –e incluso no humanos-, buscando romper el aislamiento, un fenómeno político que sucede cuando a una persona humana le “es destruida la más elemental forma de creatividad humana, que es la capacidad de añadir algo propio al sentido común” (Arendt, 2004: 575). La construcción del mundo es así plural, como afirmaba Arendt, y la ciencia como práctica discursiva que aporta a esta empresa también lo debe ser. “Lo que estoy defendiendo son una política y unas epistemologías de la localización, la posición y la situación, donde la parcialidad y no la universalidad es la condición para ser escuchado en cualquier aseveración de conocimiento racional” (Haraway, 1991: 195). 


TERCERA PARTE: ECOÉTICA 

Introducción 

Para la modernidad tradicional el mundo es un gran espacio compartimentado, en el que cada uno de sus componentes se encuentra separado de los demás, formando una entidad que es explicable por sí misma, y que no tiene relación alguna con el resto del mobiliario del mundo; una especie de bodega gigante repleta de casilleros donde se ubican claramente separados cado uno de los objetos que lo conforman o, tal vez, a una colección gigantesca de muñecas rusas, en la que una categoría contiene a otras pero sin que estas estén inevitablemente unidas a ella, de manera tal que podemos remover una de su interior, ponerla a un lado, y ver como las dos se sostienen por sí solas sin requerirse entre sí. Así la modernidad tradicional nos ha hablado de una naturaleza que, por supuesto, no tiene nada que ver con las prácticas humanas; nos precede, nos trasciende y, lo más importante, se nos presenta tal como es, sin mediación de ningún tipo; las palabras que empleamos para referirnos a ella no contienen ningún vestigio de nosotros, no hablan de nuestra cultura, nuestras creencias, nuestros valores, nuestros intereses; son un simple medio que para nada la contienen o la crean. Las palabras están en una casilla, la naturaleza en otra. Lo mismo sucede con la ciencia, la religión, la política y la ética. Haraway (1997) ha criticado esta idea del mundo, para ella las categorías modernas ya no pueden continuar aislando a los objetos a los que dicen referirse, y el ecologismo es un espacio donde esto se hace evidente. 

En sus inicios, en los países del norte, la ecología se presentó como una especie de ciencia; una disciplina perteneciente a la biología que se ocupaba únicamente de los animales silvestres y las relaciones que estos tenían entre sí. Esta concepción fue la que se abanderó en los años 1970 y 1980 de la lucha ecológica; eran los ecosistemas prístinos los que teníamos que cuidar, salvar, proteger, conservar. Sin embargo, desde muy temprano, en 1975, una persona, Peter Singer, se alejó de la preocupación puramente natural o silvestre para ocuparse de los seres animales no humanos y escribir que existe en las sociedades modernas una “tiranía de los humanos sobre los no humanos”, la cual “ha causado, y sigue causando, un dolor y un sufrimiento sólo comparables a los que provocaron siglos de dominio de los hombres blancos sobre los negros”. De esta manera, la preocupación por la vida no humana ya no se refería a lo natural, entendido como lo salvaje, lo que está en peligro de extinción, sino que empezó a incluir la lucha contra a la opresión animal, la cual “es tan importante como cualquiera de las batallas morales y sociales que se han librado en años recientes” (1999, 19). 

El movimiento por la liberación animal, como lo denominó Singer en su primer texto, ha tomado una fuerte prominencia en las discusiones relacionadas con la vida no humana, haciendo difícil sostener que el ecologismo solo se ocupa de la naturaleza, es decir, ese espacio donde el ser animal humano no habita y de su preservación o conservación. Además, el ecofeminismo anglosajón se ha construido en gran parte alrededor de los principios relacionados con la liberación animal, como el cuidado, el especismo e, incluso, el vegetarianismo (Birke; 1994; Dunayer, 2004; Adams, 2010). La conexión feminismo e interés por el otro animal no humano es antigua, pudiéndose rastrear hasta la primera ola del feminismo, donde algunas feministas eran las abanderadas del movimiento antivivisección (Yeich, 1991). Tal vez por este estrecho vínculo entre defensores animales y ecofeminismo no viene como una sorpresa que Peta, la asociación pro Derechos de los animales más reconocida en la actualidad, sea liderada por una mujer. 

Bajo este contexto Donna Haraway desarrolla toda su propuesta ética ecofeminista; uniéndose al interés por los animales no silvestres, con un explícito rechazo a la defensa de una naturaleza prístina, esta persona se ha dedicado, en el nuevo milenio a pensar las relaciones humanas con los Otros animales no humanos. Esta autora se ha centrado en los perros para elaborar sus reflexiones y estudios, sin que esto quiera decir que no es una teoría que va más allá de esta especie animal; simplemente es un lugar que conoce y le permite, a partir de la experiencia, construir los argumentos para su propuesta ética y su crítica a otros discursos vigentes y poderosos dentro del contexto moderno contemporáneo. 

Haraway comparte la idea de ciertas posiciones ecofeministas ya mencionadas de que hay una relación entre la opresión moderna a las mujeres y a los no humanos, afirmando que “los escritos sobre perros son un campo de la teoría feminista, o viceversa” (2003, 3), pero alejándose explícitamente de las posiciones más visibles de la corriente de la liberación animal y de la ética ecológica. Justamente, los últimos trabajos de esta persona pueden leerse como un esfuerzo por construir una ecoética que rechace algunos de los puntos fundamentales del ecologismo conservacionista y de la liberación animal. Este escrito presenta lo que consideramos los elementos centrales en la propuesta ecoética de Haraway; el rechazo al ecologismo centrado en lo prístino o natural, al antropocentrismo atómico, y al biocentrismo aséptico que pretende rechazar toda relación asimétrica entre animales humanos y animales no humanos. 

Ariocentrismo y conservacionismo 

Desde la publicación de su Manifiesto Cyborg, Haraway se ha opuesto a todo ambientalismo o ecologismo conservacionista cuyo objetivo sea proteger a las entidades ‘naturales’de toda posible contaminación producto de la interacción –apareamiento, introducción, manipulación, trasformacióncon los seres humanos, sus artefactos, u otras unidades u organismos ajenos a su entorno ‘natural’. Efectivamente, la ecología biológica3 frecuentemente señala a la introducción de especies como una de las principales amenazas para la biodiversidad (Pimentel, Zuniga y Morrison, 2005: Arim, Abades y otros, 2006). De manera similar, existe gente que se opone al cultivo de organismos genéticamente modificados arguyendo que es “una violación de la naturaleza”, estableciendo una posición en la que hasta “la más mínima presencia de trasgenes así sean benignos en el flujo de genes sería inaceptable, aunque no hubieran efectos observables en el entorno” (Thro, 2004: 144). Para Haraway (1997) estos discursos sobre la pureza, esto es, la clara distinción entre naturaleza y cultura o natural y manipulado, tienen varias similitudes con los discursos ortodoxos sobre la pureza racial. Desde la tradición ariocéntrica ortodoxa de la modernidad que tuvo su auge en el siglo XIX con ideas como la de Gobineau, quien lanzó la teoría de que “la decadencia de las civilizaciones es debida a la degeneración de la raza y la decadencia de la raza es debida a la mezcla de sangres” (Arendt, 2004: 237), la cual perdió gran parte de su legitimidad después de la Segunda Guerra Mundial debido al infame genocidio judío ordenado por Hitler, quien pensaba que “la cuestión racial era la clave de la historia del mundo” (citado por Lukacs, 1997: 108), hasta el ariocentrismo contemporáneo en el que grupos como el Círculo Español de Amigos de Europa que aconseja a los europeos blancos: “cuida de mantener tu raza pura”, pues “es la única garantía de mantener una sociedad equilibrada” (citado por Moyano, 2004: 98), la conservación de la identidad racial y cultural ha sido una prioridad. Ambas posiciones manejan la idea de que puro, prístino o anterior es mejor, y que toda entrada de elementos extraños o extranjeros –“especies invasoras” en la terminología de la ecología biológica- es una de las peores amenazas a la integridad, la armonía, el equilibrio, o la salud de un grupo social humano o de una comunidad biótica. Desde esta perspectiva, hay un orden natural que es violado cuando un extraño aparece. Por otro lado, este discurso de la conservación se fundamenta en una lógica de la identidad que va en contra de los enfoques sistémicos en los que se ha venido construyendo el ecologismo (Boff, 1996). 

La visión identitaria de la visión analítica de la ciencia moderna ortodoxa postula que el mundo está poblado por objetos separados entre sí, que son explicables por sí mismos. Un ejemplo contemporáneo de esto es el determinismo genético. Éste señala que existe una serie de conductas esenciales en un organismo que están dictadas por su composición genética. Así, muchas prácticas que realiza un individuo se deben a la existencia de cierto gen en este. Esta creencia llevó a unas personas investigadoras a buscar correlaciones entre la orientación sexual de los seres humanos y marcadores de ADN. Ellas reportaron haber encontrado en el cromosoma X un gen gay que influye en la orientación sexual del macho de la especie (Hamer, Hu y otros, 1993). Esta creencia es válida bajo la convicción de las orientaciones sexuales como identidades ahistóricas, es decir como elementos fijos o esencias que se dan en toda época, cultura o civilización un supuesto que ha sido ampliamente cuestionado recientemente, pues para muchos seres humanos investigadores categorías como heterosexual, bisexual u homosexual son altamente imprecisas, históricas y móviles (Butler, 2007: Halberstam, 2008). 

Por el contrario, Haraway (1999, 150) cuestiona la lógica de la identidad postulando que no existen objetos con esencias fijas y prefiere hablar de “articulados”, toda entidad es un conjunto de articulaciones de diversos elementos y nunca un todo homogéneo que está determinado desde su interior. “Los articulados son animales ensamblados; no son uniformes como los prefectos animales esféricos de la fantasía originaria de Platón en el Timeo”. Ser articulado es ser impuro, ser un conjunto heterogéneo. Pero además, ser articulado implica ser inestable, siempre en cambio, sin esencia o identidad terminada o fija. “Los articulados están ensamblados de manera precaria. Es la condición misma de ser articulado”. 

Uno de los articulados es la naturaleza. “La naturaleza está profundamente articulada”. Esto implica rechazar que existe una única forma, la real o verdadera, de naturaleza. También implica heterogeneidad, es decir impurezas. “Un mundo articulado tiene un número indeterminado de modos y localizaciones donde pueden realizarse las conexiones”. Además, articular es “unir cosas, cosas espeluznante, cosas arriesgadas, cosas contingentes” (Haraway, 1999: 150). De esta manera, el reto ecoético consiste en reflexionar sobre las conexiones que deseamos hacer en nuestro mundo y no en intentar mantener un estado puro u original en el que no hayan articulaciones con humanos u artefactos elaborados por estos. 

La oposición de Haraway al sentido puro o prístino de naturaleza incluye el rechazo a la perpetuación de la visión moderna del mundo como conjunto de objetos asilados que son independientes entre sí. Para este ser humano autor, el concepto de naturaleza dentro de muchas de las prácticas ecologistas y ambientalistas busca perpetuar categorías e escisiones modernas tradicionales que son inadecuadas para el mundo que se presenta ante nosotros. Estamos en un mundo lleno de entidades mixtas –cyborgs, organismos genéticamente modificados, especies ‘mejoradas’tanto dentro de la producción animal como vegetal, seres humanos con modificaciones corporales, poblaciones invasoras- que ya no se ajustan fácilmente a la dupla natural/cultural. Estas entidades resultan inapropiadas e inapropiables para las categorías desarrolladas dentro de las Weltanschauungen modernas ortodoxas. “Ser inapropiado/ble es no encajar en la taxón, estar desubicado en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y tipos de narrativas, pero tampoco es quedar originalmente atrapado en la diferencia” (Haraway, 1999: 126). De esta forma, el mundo que se va descubriendo dentro de Weltanschauungen ecologistas y sistémicas diluye la frontera entre ellos/nosotros, sujeto/entorno, naturaleza/cultura, y descubrimiento/construcción que hace de la analítica y las disciplinas aisladas propias de la modernidad tradicional herramientas prácticas y epistemológicas limitadas frente a estas reconfiguraciones del mundo. Además cuestiona fuertemente la validez de dos de los tres pilares del andamiaje cultural-intelectual del ariocentrismo moderno: la combinación de principios universalistas con prácticas especistas-racistas-sexistas y la división epistemológica entre dos supuestas culturas –cientifismo y humanismo- en la que se parapetan las estructuras de saber modernas tradicionales. 

El énfasis de Haraway en los inapropiados/ables, en los monstruos como los llama, no es un desprecio por configuraciones bióticas silvestres, sino un cuestionamiento a los presupuestos del ariocentrismo. Esta práctica discursiva que se basa en la creencia de que existe un conjunto de seres animales humanos –los ‘blancos’- que han evolucionado y se han desarrollado culturalmente independientemente de los demás grupos sociales humanos y arreglos vivientes, el cual es superior biológica y culturalmente a cualquier otro grupo social humano o forma de vida, subyace y se perpetua en los discursos de la naturaleza prístina. Por un lado, el ariocentrismo ambientalista toma la forma de universalismo científico, superioridad moral y eficiencia cultural, cuando afirma que la civilización moderna (1) es la única que posee conocimientos, técnica y tecnologías que pueden superar la actual crisis ambiental; (2) es la única que tiene la disposición y voluntad para enfrentarse a los problemas ambientales y ecológicos actuales, pues las demás culturas –en su mayoría modernas pero no blancas o paneuropeas- debido a sus prácticas culturales, sus creencias o sus sistemas de gobierno insisten en no acogerse a prácticas más amigables con el medio ambiente; y (3) es la única que posee sistemas económicos, políticos, religiosos/arreligiosos, administrativos y culturales que pueden reducir o eliminar la actual crisis ecológica o ambiental. Por otro lado, el ariocentrismo ambientalista crea una proyección de su xenofobia en los seres vivos no humanos, en la que cualquier mestizaje o irrupción de entes foráneos es una grave amenaza a su supervivencia, grandeza, armonía o salud. Para Haraway ocuparse de los monstruos, de aquellos seres innaturales porque no estamos acostumbrados a ellos o porque no se acomodan a nuestras categorías tradicionales, es descubrir que tanto la vida humana como no humana no obedece a un orden preestablecido y que sus dinámicas están abiertas a la contingencia. “El término ‘otros inapropiados/ables’(…) [sugiere] otra geometría y otra óptica para considerar las relaciones basadas en la diferencia ya sea entre personas o entre humanos, otros organismos y máquinas, sin recurrir a la dominación jerárquica, a la incorporación de partes en todos, a la protección paternalista y colonialista, a la fusión simbiótica, o a la oposición antagonista, o a la producción industrial de recursos” (1999, 126). 

Abogar por los monstruos a su vez implica recordar que el ecologismo rompe con la escisión naturaleza/cultura o humano/no humano. Esto significa que la ecoética no solo se ocupa de lo no humano sino también de lo humano -la pobreza, la injusticia, la discriminación- y estudia sus bases ecológicas/biológicas. Por bases ecológicas/biológicas nos referimos a las estrategias de legitimación que se basan en la naturalización de las prácticas de dominación. Por ejemplo, Haraway (1989) ha dedicado buena parte de sus estudios a mostrar como la primatología ha servido como discurso que naturaliza el sexismo y la heterosexualidad moderna. La ecología al colapsar las categorías modernas de naturaleza y cultura, ayuda a develar los mecanismos de opresión que hay detrás de la naturalización de ciertas prácticas culturales como la competencia, el sexismo, el egoísmo, el monoteísmo o del rechazo de otras como el trasgenerismo el homosexualismo, el autismo. Es de esta manera como, ocuparse de los monstruos es preocuparse por los seres humanos inmigrantes, los trasgeneristas, los homosexuales, los ‘enfermos’mentales, mientras se rechazan conductas conservadoras totalizadoras y enemigas de la diferencia. 

Así, el rechazo al ariocentrismo y a la reducción del ecologismo a un simple conservacionismo consiste en recordar el mestizaje y la simbiosis como dinámicas de la vida, como posibilidades que pueden ser tan fructíferas y viables como la competencia y el egoísmo que postula la modernidad ortodoxa y el neodarwinismo. “Toda la promesa de ‘las promesas de los monstruos’ha sido que ‘presionar la tecla intro’no es un error fatal, sino una posibilidad ineludible para cambiar los mapas del mundo, para construir nuevos colectivos a partir de lo que no es más que una plétora de actores humanos y no humanos. (…) No es un ‘final feliz’lo que necesitamos, sino un no-final” (1999, 153). 

Antropocentrismo atómico 

La articulación de esferas en la ecoética de Haraway también implica la disolución de la escisión humano/no humano. La modernidad tradicional ha desarrollado un antropocentrismo atómico en el que los organismos humanos son vistos como entidades que se construyen a sí mismas sin intervención alguna de otras especies o entidades inertes. Esta separación opera a dos niveles, uno individual y otro cultural. En el primero se sigue teniendo una visión racionalista del ser humano, basada en una larga tradición metafísica, en la que el cuerpo sigue siendo ignorado (Ángel, 2004). Por el contrario, para el ecologismo el cuerpo es una parte constitutiva de nosotros, rechazando las visiones filosóficas modernas ortodoxas que insisten en ver a los seres humanos como mente, i.e. como entidades únicamente pensantes –racionales como prefieren decir los discursos filosóficos tradicionales- en las que su cuerpo no es más que una propiedad accidental que no tiene nada que ver con su prodigioso y exclusivo atributo. Varias personas autoras contemporáneas han señalado la importancia de reconocer nuestra corporalidad biológica, algo que se supone es una trivialidad para las culturas modernas desde los escritos de Darwin (Maturana, 1995: Jonas, 2000: MacIntyre, 2001) pues ellas están ampliamente cimentadas en los sistemas científicos convencionales, que tienen entre sus convicciones fundamentales que no podemos pensar, hablar o existir sin cuerpo. Por esto somos seres biológicos. Sin embargo la filosofía y las ciencias sociales ortodoxas parecen olvidar o pasar esto por alto frecuentemente. El posestructuralismo y otras posiciones que caen dentro del término un tanto suelto de posmodernidad han luchado vehementemente por mostrar lo cultural de los discursos de las ciencias naturales, pero se han rehusado a aceptar que el humanismo está impregnado de perturbaciones no humanas. En consecuencia, no es de extrañar que las teorías que sostienen el carácter genético del comportamiento humano sean frecuentemente acusadas de bordear con la pseudociencia, mientras al mismo tiempo “se da muy poca controversia por atribuirle a los genes una gran cantidad de comportamientos complejos en caninos” (Haraway, 1997: 160). 

Por otro lado, el antropocentrismo atómico a nivel individual sostiene que el ser humano es un organismo autopoiético cuyos componentes están constituidos exclusivamente por genomas humanos. Cuando los seres animales modernos decimos que somos diferentes a los demás seres vivos, hablamos como si partiéramos del supuesto de que nosotros somos distintos y diferenciables de ellos. Sin embargo, como organismos humanos existimos gracias a otros organismos no humanos. Por ejemplo, Haraway (2008) escribe que los genomas humanos sólo se encuentran en el diez por ciento de las células que se encuentran en el cuerpo humano, mientras el otro noventa por ciento corresponde a genomas de múltiples microorganismos. Esto conduce a la pregunta ¿qué me constituye?, la cual es difícil de responder si seguimos inclinados a creer que somos seres exclusivamente humanos distinguibles de otros seres que, a su vez, son exclusivamente no humanos. ¿Acaso no todo lo que llamo cuerpo no es mío, sino que gran parte de él está habitado por seres que no hacen parte de él? Si es así, ¿dónde empieza y termina mí cuerpo y dónde empiezan y terminan los otros organismos que se encuentran en él? Es más, así los otros organismos no sean parte de mí, ¿qué tanto soy yo, y qué tanto soy autónomo como aseguraba Kant si “el tejido intestinal humano no se puede desarrollar normalmente sin la colonización de la flora intestinal” (Haraway, 2008: 220)? 

A nivel cultural, el antropocentrismo atómico afirma que los seres humanos han construido únicamente entre ellos una esfera conductual llamada cultura. Sin embargo, Haraway nos recuerda constantemente cómo otras entidades del mobiliario del mundo han participado en la construcción del mundo que habitamos los humanos. “Los actores no somos solo ‘nosotros’; si el mundo existe para nosotros como ‘naturaleza’, esto designa un tipo de relación, una proeza de muchos actores, no todos humanos, no todos orgánicos, no todos tecnológicos. (…) La naturaleza está hecha, aunque no exclusivamente, por humanos; es una construcción en la que participan humanos y no humanos” (1999, 123). Nosotros entablamos relaciones con nuestro entorno y éstas son bidireccionales, es decir, nuestro entorno participa activamente de dicha interacción. “Los humanos no son los únicos actores en la construcción de las entidades de un discurso científico determinado; las máquinas (delegadas que pueden sorprender) y otros compañeros (no ‘objetos pre- o extradiscursivos’, sino compañeros) son constructores activos de objetos científicos naturales” (1999, 124). 

El rechazo al antropocentrismo atómico es el alejamiento del ariocentrismo hegemónico que ha producido al humanismo. Éste denota la creencia de “que el hombre lo hace todo, incluido a sí mismo, a partir del mundo, que sólo puede ser recurso y potencia para este proyecto y agencia activa”. Así, el humanismo “se refiere al hombre fabricante y usuario de herramientas cuya producción técnica más brillante es él mismo”, un discurso que ha operado como una de las causas de la actual crisis ecológica y el repudio a los discursos ecoéticos, al mismo tiempo que ha sido “el argumento del falogocentrismo” (Haraway, 1999: 124). 

Para Haraway simplemente debemos abandonar las ideas analíticas esencialistas de la modernidad tradicional que dan preponderancia al ser animal humano o, peor aún, al hombre y a la cultura, y aceptar que existimos en un mundo que creamos colectivamente –rechazo al atomismo individualista- actores tanto humanos como no humanos –rechazo al antropocentrismo atomista culturalista-. Lo colectivo nos lleva de nuevo a las articulaciones, es decir, al hecho de que existimos en las relaciones, una visión que responde a una lógica sistémica, de corte pericorético, en lugar de a una lógica de la identidad que insiste en que las cosas son en sí mismas y por sí mismas. “Los seres no preexisten a sus relaciones. (…) Los determinismos biológico y cultural son ambos concreciones erradas, esto es, por un lado, el error de confundir categorías abstractas, provisionales y locales con el mundo y, por otro, tomar incorrectamente consecuencias potentes por fundaciones preexistentes. No existen objetos y sujetos preconstituidos, ni fuentes únicas, actores unitarios o fines últimos” (2003, 6). 

Incluir otros organismos en la construcción de la cultura también significa dejarlos de ver como entidades determinadas genéticamente, donde el instinto es la ‘causa’de todos sus sistemas conductuales. Para Haraway los seres animales no humanos también participan de acoplamientos estructurales que podemos llamar comunicacionales o cognitivos en los que los genes no son los únicos agentes. Este ser humano autor comenta que el comportamiento animal no puede verse sólo desde teorías evolucionistas en las que una especie actúa en función únicamente de sus genes. “Sabemos por investigaciones recientes que incluso los cachorros de criadero son generalmente más hábiles con pistas visuales, indexicales y de golpecitos (tapping) en pruebas de búsqueda de comida que los lobos más brillantes y los chimpancés antropoides. La supervivencia de los perros como especie y como individuos normalmente depende de su capacidad de leer bien a los humanos” (2003, 50). A su vez, el pastoreo “no funcionaría si las ovejas no entendieran a los perros o si los perros no supieran interpretar a las ovejas” (2008, 233). Aunque la interacción interespecífica ha sido explicada por la etología y el evolucionismo tradicional en términos mecanicistas, utilitaristas, informacionales o evolucionistas en los que términos como intención, pensamiento, emociones o relaciones con las prácticas culturales son descartadas, estos ejemplos sirven para mostrar creencias muy distintas dentro de la propuesta de Haraway. Para esta persona, diversos seres animales no humanos se han articulado a prácticas que llamamos culturales –el pastoreo no es un acto biológico, y la comunicación entre caninos y humanos no es función del linaje o explicable en términos en que la inteligencia es un algo biológico (de ahí la comparación con lobos)- que hacen problemático continuar con la división naturaleza/cultura o prácticas humanas/no humanas. “Es un error ver los cambios mentales y corporales de los perros como biológicos y los de las vidas y los cuerpos de los humanos como culturales y, por lo tanto, no como coevolución, como sucede, por ejemplo, en el caso de la aparición de las sociedades pastoriles o agrícolas” (2003, 31). De esta forma, la propuesta de Haraway al diluir las esferas modernas de cultura y biología condena los determinismos y reduccionismos que tanto le achacan personas autoras de las ciencias sociales y la filosofía al ecologismo, y anota que “una vez que (…) dejemos de ver solo el reduccionismo biológico o la particularidad cultural, veremos de manera diferente tanto a la gente como a los animales” (2003, 31). 

Antes de terminar este apartado es importante señalar que Haraway no busca atribuir lenguaje a los seres animales no humanos. Los ejemplos antes discutidos no son para esta persona evidencias de que algunos animales no humanos tienen lenguaje. Para este ser humano lo que hace la articulación de las esferas cultural y biológica es mostrar la complejidad y multiplicidad de las interacciones en las que se involucran los seres animales. De esta manera, Haraway estima que “ya no es posible científicamente comparar cosas como ‘conciencia’o ‘lenguaje’entre animales humanos y no humanos como si hubiera un solo eje de calibración” (2008, 235), sino que nos enfrentamos a articulados que interactúan con su entorno de diversas maneras que son irreductibles a un solo elemento que permita trazar una línea en la que simplemente se pueden ubicar los diferentes organismos a la derecha o izquierda de esta en función del ‘grado’de adquisición, desarrollo o evolución de dicho elemento. La propuesta de Haraway, y la de muchos ecologismos sistémicos, consiste en reconocer la necesidad de trabajar en diferentes niveles, de renunciar a la simplicidad y universalidad, para reconocer que se habla desde un punto y que por lo tanto no se construyen más que “conocimientos situados”. La ciencia tradicional es insuficiente para abordar los sistemas vivientes y la crisis ecológica precisamente por su simplismo que insiste en creer que el mundo está compuesto por cadenas –no redes- causales, leyes universales y por elementos que son aislables y explicables a partir del análisis convencional. 

Especies de compañía 

Desde una lógica pericorética todos somos relaciones y por lo tanto no existen especies aisladas, tampoco la humana. En primer lugar, todo organismo es una relación que un observador humano establece con su entorno a través de un sistema lingüístico. En el caso de la ciencia, “los organismos son construidos por actores determinados y siempre colectivos en tiempos y espacios particulares como objetos de conocimiento mediante las prácticas continuamente cambiantes del discurso científico. (…) Los organismos son encarnaciones biológicas en tanto que entidades técniconaturales; no son plantas, animales o protistas preexistentes con fronteras ya determinadas y a la espera del instrumento adecuado que los inscriba correctamente. Los organismos emergen de un proceso discursivo. La biología es un discurso, no el mundo viviente en sí” (Haraway, 1999: 124). Ser una construcción producto de una práctica discursiva significa ser una porción del mundo que emerge a través del lenguaje. El mundo es una masa amorfa, que va tomando sentido –perdiendo complejidad- gracias al lenguaje, por lo que cada distinción no es función de un mundo prelingüístico, externo al lenguaje, sino a los juegos propios de sistemas lingüísticos particulares. Esto implica que cada práctica discursiva porciona el mundo de manera distinta, en función de las relaciones que establece con él, por lo que no tiene que haber una equivalencia de mobiliario del mundo para dos grupos sociales con sistemas lingüísticos diferentes. Lo que los seres animales humanos modernos llaman realidad es la manera en que un grupo social o sujeto se relaciona con su entorno. No hay naturaleza ni cultura, hay culturaleza. 

En segundo lugar, los organismos en la segunda modernidad emergen de las relaciones entre sistemas vivientes y sistemas tecnológicos. Algunos seres vivos son cyborgs, es decir unidades cuya organización es posible gracias a articulaciones entre organismo y máquina (Haraway, 1991). Existen diversos ejemplos de estas unidades: seres humanos con marcapasos, sillas de ruedas, o incluso gafas; seres caninos con prótesis debido a configuraciones corporales como la displasia de cadera, o plantas con nanopartículas de sílice. Otros seres vivos no poseen un cuerpo con articulaciones tecnológicas pero existen gracias a la tecnología. Por ejemplo, muchos animales no humanos urbanos han desarrollado formas de vida que se apropian de la tecnología, haciéndolos claramente diferentes de sus contrapartes silvestres. En el caso de los perros, Haraway (2000) escribe que “no es que la tecnología haya otra vez invadido a la naturaleza, sino que los perros han logrado otra victoria, y ahora se han apropiado de tecnología altamente reproductiva para su propia estrategia reproductiva”. Lo mismo se podría decir de microorganismos como el SARM (Staphylococcus aureus resistente a la meticilina), o seres animales como las ratas o las cucarachas que los modos de vida urbanos modernos han beneficiado enormemente en términos reproductivos. De esta forma, “las tecnologías no son mediaciones, algo que se encuentra entre nosotros y otra parte del mundo; más bien, son órganos, compañeros completos” (Haraway, 2008: 249). 

La tecnología no es una contaminación, sino un conjunto de entidades que cuando entran a ser componentes de un sistema, le permiten nuevos arreglos estructurales y capacidades. La base de la sistémica es que toda unidad es un arreglo de elementos. De manera similar, Haraway (2008, 250) anota que “las cosas [los sistemas para nosotras] están compuestas; están hechas a partir de la combinación de otras cosas que se encuentran coordinadas para ampliar el poder, para hacer que algo pase, para acoplarse con el mundo, o para arriesgarse en actos mundanos de interpretación. Las tecnologías están compuestas”. Estas últimas, para este sujeto autor, no denotan únicamente máquinas o artificios humanos. Las tecnologías son agentes que “pueden ser humanos o partes de seres humanos, otros organismos completos o parte de ellos, máquinas de muchos tipos u otra clase de arreglo de cosas hecho para operar en el complejo tecnológico de las fuerzas conjuntas”. En este orden de ideas, las tecnologías se refieren a posibilidades, a formas de lidiar con la complejidad del entorno, que están a disposición no solo de los seres humanos y que, en ciertos contextos, pueden por el contrario aumentar esa complejidad y llevarnos a la desintegración como sistemas culturales, civilizatorios o incluso vivientes. Las tecnologías no son en sí perturbaciones destructivas. 

En tercer lugar, los organismos existimos gracias a otros. “Las estructuras en un organismo no se desarrollan normalmente si no se dan ciertas interacciones con otros organismos asociados en momentos determinados” (Haraway, 2008: 219). No somos humanos y luego nos relacionamos con otros seres, existimos como humanos porque somos compañeros de otros seres vivos. “los compañeros no son anteriores a su relación ellos son precisamente el resultado de las inter- e intrarrelaciones entre seres corporales, importantes y semioticomateriales” (Haraway, 2008: 165). Somos especies de compañía. Este término, que surge en Estados Unidos en las escuelas de veterinaria para denotar un nuevo modo de relacionarse entre los seres humanos y otros seres no humanos diferente a la interacción amo/mascota, ha sido resignificado por Haraway para expresar “el moldeamiento conjunto a todos los niveles en todo tipo de temporalidades y corporalidades” (2008, 164). Así, este término es reapropiado por este sujeto autor para referirse a todos los organismos gracias a los que un organismo existe. De esta suerte, las especies agrícolas son especies de compañía para los seres humanos, al igual que aquellos miembros no humanos de la familia y todas las especies que han impedido que nuestra civilización actual no haya aún colapsado –abejas que polinizan, insectos que controlan otros organismos, aves que controlan insectos, seres animales carroñeros que disminuyen el riesgo de ciertas enfermedades humanas, etc.-. A su vez, somos especies de compañía de estas especies. “No existe una sola especie de compañía; tienen que haber por lo menos dos” (2003, 12). 

El ser especies de compañía refuerza la idea de culturaleza, pues reconocemos la agencia de nuestras especies compañeras. Para el caso de los perros, Haraway (2008, 134) apunta que “el término especie de compañía se refiere al antiguo vínculo coconstitutivo entre perros y gente, en el que los perros han sido actores y no solo recipientes de acciones”. Igualmente, este concepto impide un constructivismo ingenuo en el que los seres humanos son creadores únicos del mundo. “Los humanos no inventaron los perros, estos últimos se inventaron a ellos mismos y se apropiaron de los primeros como estrategia reproductiva” (Haraway, 2000). A su vez, los humanos se inventaron a sí mismos y se apropiaron de sus especies de compañía, por lo que “somos tanto sujetos como objetos en todo momento” (Haraway, 2008: 76). De esta manera, Haraway (2008, 164) propone “un no humanismo en que las especies de todo tipo son cuestionadas”, y en que se abandona tanto el solipsismo individual como el de especie propios del antropocentrismo atómico. 

Por último, existen las relaciones afectivas que nos hacen como seres humanos. Éstas se establecen con un Otro que nos importa, el cual, afirma Haraway, no es necesariamente humano. “Somos constitutivamente especies de compañía. Nos creamos mutuamente en carne y hueso; importante para el otro, en diferencia específica, connotamos en carne y hueso una fuerte infección del desarrollo llamada amor” (2003, 2-3). Haraway apunta que en la segunda modernidad se ha ido configurando una nueva relación humano/no humano diferente a la de mascota que, usando el caso de la relación humano/canino, ha dado pie a una “especie de animales emergentes que no son animales de producción, ni de laboratorio, ni perros de guerra, ni perros parias o plagas, sino que son parte de una relación histórica muy particular. No se trata de ‘perro’y ‘hombre’” (2000). La especie particular se diluye para dar paso a relaciones en que el Otro y uno cohabitan y emergen gracias a dicha relación. Uno cambia cuando se relaciona con otro, y viceversa. “Una vez que ‘nos’hemos encontrado no volveremos a ser ‘los mismos’” (Haraway, 2008: 287). 

En las relaciones basadas en el amor la vida de uno adquiere sentido y cambia porque hay Otro que no soy yo que es importante para mí. Esta idea es crucial en los ecologismos que ven los discursos de liberación animal como parte de su historia. El ecologismo tiene otra corriente en la que el Otro vale por sí mismo y por lo tanto se vuelve importante para los ejecutores de esta práctica discursiva. Por esto, ya no se trata únicamente del Otro silvestre, del Otro porque es silvestre, o de la función ecológica del Otro –el Otro como medio-, sino del Otro porque es vivo, porque siente, porque tiene rostro, es decir porque nosotros surgimos gracias a que nos relacionamos con él. El rostro, en el sentido que le da Levinas, no se refiere a un rasgo del Otro, sino a algo que surge en la relación. Para esta persona autora el rostro no es una cara, una nariz, una boca, unos ojos; es una comunicación que se dirige a mí y me exige que le responda -lo que este ser humano llama “el lenguaje original de sus ojos sin defensa” (Levinas, 2001: 88)-, es decir el reconocimiento de que es una alteridad importante. 

De manera similar, Haraway le reconoce rostro a todos los seres vivos, incluyendo aquellos monstruos no silvestres o naturales producto de la civilización moderna. “Los animales de laboratorio, incluyendo el Oncorratón, tienen rostro” (2008, 76). Esto se debe a que, desde una posición ecoética, las relaciones afectivas se multiplican, pues no se basan en una esencia, en un requisito para reconocer la legitimidad del Otro. En un sistema ecoético, “estar enamorada es ser mundana, estar conectada con una alteridad importante y con otros que importan, en muchas escalas, en capas de lo local y lo global, en redes que se extienden” (Haraway, 2003, 81). Dicha extensión se amplía hasta abarcar aquellos seres que el ariocentrismo y los otros discursos basados en la pureza y el origen rechazan con vehemencia. Tal es el caso del Oncorratón, el monstruo por antonomasia junto al cyborg, el humano no heterosexual y el organismo genéticamente modificado (Haraway, 1997). Esta persona roedora que nació y ha vivido siempre en un laboratorio, no tiene nicho, no es componente de un ecosistema en el sentido biológico del término. En el Oncorratón la ecología biológica encuentra su límite: no puede hablar de naturaleza, pues su entorno y origen no responden a esa categoría moderna; no puede estudiar su ecología, pues su entorno no encaja dentro de su objeto tradicional de estudio; no puede luchar por su valor ecológico, pues este sujeto no presta ningún servicio ecológico, ni es vital para la supervivencia de otras especies o poblaciones silvestres. Sólo cuando construimos un ecologismo a partir de la alteridad importante y no la pureza o el conservacionismo, es que nos preocupamos por estos monstruos, pues:

    "tanto los cyborgs como las especies de compañía juntan de maneras inesperadas lo humano con lo no humano, lo orgánico con lo tecnológico, el carbono con el silicio, la libertad con la estructura, la historia con el mito, el rico con el pobre, el Estado con el sujeto, la diversidad con la destrucción, la modernidad con la posmodernidad, y la naturaleza con la cultura. Además, ni un cyborg ni un animal de compañía satisfacen al purista que sueña con mejores fronteras para las especies protegidas y con la esterilización de los desviados de categorías (Haraway, 2003: 4)." 

Biocentrismo aséptico y liberación animal 

La opción por los monstruos ha llevado a Haraway a rechazar el ecologismo que se ocupa únicamente de los seres silvestres y que crítica relaciones que destruyen esta condición. Para este ser humano, los seres animales domésticos también importan. La ecoética no puede olvidar a la gran cantidad de sujetos no humanos que no habitan sistemas silvestres, pues su interés es el Otro, humano o no, silvestre o no. 

La preocupación por los seres animales no silvestres implica todo un reto para la ecoética, pues, entre otras cosas, son una minoría difícil de despreciar. Para comienzos del Siglo XXI, alrededor de 69 millones de hogares en los Estados Unidos, es decir el 63 por ciento, tenían mascota. Unos 90.5 millones de gatos, 73.9 millones de perros, y unos 16.6 millones de aves, entre otros seres animales no humanos, comparten vivienda con seres animales humanos en Norteamérica (Haraway, 2008). Esto es una cifra importante si tenemos en cuenta que para el 2009, la población humana estimada en este país era de unos 307 millones de individuos, de los cuales alrededor de un 16 por ciento eran latinos, la minoría étnica más grande en este territorio (48.4 millones), y un 12 por ciento afroamericanos (37.7 millones), nombre que emplean en esta región para denominar el grupo étnico que en ese momento ocupaba el segundo lugar en cantidad (USCB, 2009). En el Reino Unido, un estudio realizado en 2007, estima que el 57 por ciento de los hogares británicos tienen mascota, siendo la población de gatos la más alta, alrededor de 10,5 millones (Murray y otros, 2010); una población que para una región con un estimado de 61.8 millones de humanos para mediados del 2009 es bastante considerable (ONS, 2010), especialmente si se tiene en cuenta que para mediados de 2007 se estimaba que toda la población humana categorizada como minoría étnica sumaba alrededor de 8.5 millones (aproximadamente el 16 por ciento) en Inglaterra y Gales (ONS, 2007). 

Para Haraway uno de los principales retos que tiene la ecoética al reflexionar sobre este tipo de seres animales es el conjunto de principios en los que se ha ido construyendo el discurso de la liberación animal, el principal movimiento político-ético-académico preocupado por los seres animales no silvestres. Para este sujeto autor esta práctica discursiva parte de tres principios a los cuales se opone. El primero es el rechazo a la muerte de cualquier ser animal no humano. Para los defensores animales, los seres humanos no deben terminar la vida de seres animales no humanos a menos de que sea para el beneficio propio de estos, como en el caso de la cacotanasia. De esta forma, el movimiento de liberación animal y de derechos de los animales se opone al asesinato de animales no humanos con fines de alimentación, vestido o experimentación, por lo que el veganismo se ha vuelto uno de los principios éticos básicos de los sujetos humanos simpatizantes con este movimiento (Adams, 2010: Animal Times, 2010: Marcus, 2010: PETA, 2011). Para Haraway postular el imperativo cristiano del No matarás no es adecuado, pues es un elemento inherente a la dinámica que hace posible el sistema vida. 

La partición radical, ontológica, entre vegetales y animales que realizan los discursos de liberación animal y derechos de los animales, bajo el criterio de que los primeros no tienen capacidad de sufrir, ha permitido que el asunto del comerse a Otro como acto inevitable de seres vivos no autótrofos quede por fuera de la propuesta ética de estos (Singer, 1999). Sin embargo, el asunto es más complejo bajo la perspectiva sistémica del ecologismo. La Vida es un sistema que tiene como operación de distinción la obtención de energía mediante el flujo total de sus componentes, lo que implica que sus componentes animales también sean digeridos por otros componentes. Desde una perspectiva sistémica, la biosfera es un sistema en el que “ninguna comunidad opera sin comida, sin comer juntos” (Haraway, 2008: 294), en el que “no hay forma de comer sin matar” (Haraway, 2008: 295). Esto “no es un asunto moral, sino un hecho semiótico y material que tiene consecuencias” (2008, 294). Pretender que los seres animales humanos se aparten de esta operación es perpetuar la creencia humanista de que la especie humana está por encima de las dinámicas mundanas de la biosfera. 

Conforme a esta concepción de la biosfera, Haraway apunta que el asunto no consiste en llevar el imperativo cristiano del No matarás al plano de la ética ecológica, sino “en aprender a vivir responsablemente con la necesidad y el trabajo inevitables de matar” (2008, 80). Esto implica ser conscientes de que si bien “no hay forma de comer sin matar” (2008, 295), “no existe una categoría que haga el matar inocente” (2008, 106), es decir, la inevitabilidad de matar no hace de este acto algo libre de responsabilidades, restricciones, condenas, reproches y consecuencias. “Que no se pueda separar el comer y el matar de forma aséptica, no significa que toda forma de comer y matar este bien o que sea simplemente cuestión de gusto y cultura” (2008, 295). 

El preguntarnos por nuestras formas de comer y matar nos lleva a enfrentarnos con nuestro largo historial de prácticas crueles e inhumanas. Sólo el siglo XX fue testigo de actos de barbarie únicos como los genocidios judío y gitano durante la Segunda guerra mundial, o la implantación de técnicas de producción como las granjas fábricas que sólo en Estados Unidos cobra anualmente la vida de más de nueve millones de seres animales G. gallus domesticus tras haber llevado una existencia en lugares de confinamiento donde sufren dolor agudo y crónico debido a las condiciones de hacinamiento, selección antrópica, trasporte y muerte (HSUS, 2006). Son estas prácticas las que Haraway tiene en cuenta para formular su propuesta ética: “el problema no consiste en establecer a quién se debe aplicar una mandamiento de este tipo [No matarás] de manera que ‘otra’muerte pueda continuar como siempre lo ha hecho y alcanzar proporcionas históricas nunca vistas”, por lo que “tal vez el mandamiento debería ser ‘no harás matable [killable]’”. El punto es, escribe Haraway, “no es el matar lo que nos lleva al exterminismo, sino el convertir a ciertos seres en matables” (2008, 80). Efectivamente, el que los gobiernos modernos mataran gente no condujo a que la Alemania Nazi se embarcara en un proyecto de exterminio. La Endlösung fue el resultado de una escisión de la humanidad entre aria y judía en la que toda persona asignada a la segunda categoría era vista como “un ser fuera de la naturaleza” que “tiene que haber salido de otra cepa humana” (Goebbels citado por Steinert, 2004: 188). De manera similar, el genocidio indígena llevado a cabo durante la conquista de América no fue producto de la práctica del asesinato, común en la Europa de los siglos XV y XVI, sino por un etnocentrismo de fuerte corte religioso que veía a los indígenas como “hombrecillos [humunculos] en los cuales apenas encontrarás vestigios de humanidad” (Sepúlveda, 1996: 105). Igualmente, no es la tradición omnívora de un gran cantidad de sociedades humanas la que ha conducido a actos atroces contra seres animales no humanos, sino la lógica económica liberal y la idea de antropocéntrica de que “tenemos dominio sobre las plantas, los animales y los árboles” (Coulter, 2007). 

El segundo principio de los discursos de liberación animal y derechos de los animales con el que Haraway no está de acuerdo es la lucha contra cualquier forma de explotación animal. El uso de sujetos animales no humanos para diversas labores es visto por esta persona autora como una relación legítima que no conduce necesariamente a un maltrato de estos. Por ejemplo, comparando con la idea de que una entidad canina se encuentra mejor cuando ejerce el rol de mascota que el de animal de trabajo, Haraway escribe que en el caso del primero, para sociedades modernas como la norteamericana, ésta corre “el riesgo de abandono, ya sea porque el afecto humano se esfuma o porque el perro no logra satisfacer la fantasía del amor incondicional”. Por el contrario, “mucha de la gente que (…) toma en serio a los perros resalta la importancia que el trabajo tiene para estos, pues los hace menos vulnerables a los caprichos consumistas de los humanos. (…) El valor y la vida de los perros [en estos casos] no es función de la percepción humana de que los perros los aman” (2003, 38). 

En lo que respecta a la experimentación animal, Haraway (2008, 75) escribe que la ética que propone no implica “que la gente no pueda realizar experimentos de laboratorio con animales, incluso si estos causan dolor o la muerte”. Para Haraway (2008, 70), lo central es tener presente que “sin importar que tan fuertes sean la necesidad y las justificaciones [que se tengan para experimentar en un animal no humano], éstas no eliminan la obligación de cuidado y de compartir el dolor”. El punto de esta persona es que en una existencia mundana como la que tenemos, todos somos objetos y sujetos en función del contexto en que nos encontremos, y eventualmente todos moriremos, sufriremos, haremos sufrir y cargaremos con la responsabilidad de la muerte de otros -así no intervengamos directamente-, pero esto no nos salva de la responsabilidad de responder al Otro, de preocuparnos por él. 

Por último, Haraway no comparte la táctica de las prácticas de liberación animal y derechos de los animales de la defensa de los seres animales no humanos mediante la extensión de la figura jurídica de los derechos. Para Haraway los derechos de los animales no deben ser la base de la discusión sobre la explotación animal, pues estos parten de la idea de sujeto, la cual es parte del problema. Según este sujeto autor, ver los seres animales no humanos como sujetos, tal como se entiende esta categoría dentro de prácticas discursivas como la de los derechos humanos, pasa por alto “la diferencia específica [la cual] es al menos tan importante como las continuidades y similitudes entre especies” (2008, 67). Para esta persona es fundamental que tengamos presente que la ética ecológica no se puede fundamentar en la idea de igualdad, pues ésta olvida aspectos vitales de las particularidades de especie y de persona. “Todos los animales no son iguales. Su particularidad de clase e individuo importa. La especificidad de su felicidad importa, y esto es algo que hay que hacer emerger” (2003, 52). 

Por otro lado, Haraway piensa que la idea de derechos perpetúa una visión atómica de las entidades vivientes, en el que el carácter relacional que esta persona resalta bajo la categoría de especies de compañía no logra emerger. Para ella “no llegamos muy lejos con las categorías que normalmente emplean los discursos de los derechos de los animales, en los que los animales terminan dependientes permanentes (‘menos humanos’), completamente naturales (‘no humanos’), o exactamente iguales (‘humanos en trajes peludos’)” (2008, 67). 

Lo anterior evidencia otro problema que ha acarreado la ampliación de la idea de derechos: la humanización de los animales no humanos. En el caso de los seres animales caninos, Haraway señala que es común que estos sean tratados como niños, algo que para este sujeto autor “degrada a perros y niños, así sea [que se les diga a los primeros ‘niño’] de manera metafórica” (2003, 37). Efectivamente, ver a estas entidades como infantes humanos conduce a “la infantilización de los caninos adultos” (2003, 96) y a la proyección de deseos o comportamientos propios que conducen a negarles su alteridad, tratándolos como entidades cuya felicidad y bienestar se alcanza a través de vestuario, joyas, o bienes materiales que no tienen mucho sentido o el mismo sentido para ellos que para los seres humanos modernos embarcados en la ideología del consumismo. Reconocer que ellos son Otros que nunca serán nosotros nos permite darnos cuenta que “los perros no tratan de uno mismo” y eso es, precisamente, “lo bello de ellos. Los perros no son una proyección, ni la realización de una intención, ni el telos de nada. Son perros, es decir una especie relacionada de forma obligatoria, constitutiva, histórica y proteica con los seres humanos” (2003, 11-12). 

Responsabilidad y alteridad 

Haraway propone como alternativa al discurso de los derechos de los animales y de la igualdad interespecífica una ecoética basada en la responsabilidad. Para esta persona responsabilidad significa “capacidad de responder” (2008, 71), i.e. embarcarse en el juego de la intersubjetividad, en el que se presta “atención a la danza conjunta, cara a cara, con una alteridad que importa” (2003, 41). En otras palabras, responder quiere decir aprender a devolver la mirada al mismo tiempo que nos percatamos que nos están mirando. A diferencia de la ciencia tradicional que le exige a la persona de ciencia “ser tan neutral como sea posible”, es decir “no estar disponible” (2008, 23), la responsabilidad nos exige responder a los actos que se dirigen hacia nosotros; hacernos disponibles no implica tanto ver en el Otro un rostro como develar el nuestro al Otro. Como escribe Haraway (2008) acerca de la etología, cuando el sujeto de ciencia ignora las pistas sociales que los organismos no humanos le están dirigiendo, éste es quien no está siendo un sujeto social; en esta situación, es la gente la que no tiene rostro, no los seres no humanos. 

Responder a su vez significa tener que dar razones, siendo conscientes de que éstas nunca serán suficientes para el dolor, el sufrimiento o la muerte que podamos causar con nuestros actos, por muy inevitables que sean. “Los cálculos –razones- son obligatorios y radicalmente insuficientes para la mundanidad de las especies de compañía” (Haraway, 2008: 88). En el caso de la imposibilidad del No matarás, Haraway apunta que “los seres humanos tienen que aprender a matar responsablemente, y a ser matados responsablemente, anhelando la capacidad de responder y de reconocer cuándo el otro responde, siempre teniendo razones pero siendo conscientes de que nunca habrán razones suficientes” (2008, 81). Igualmente para el caso de la experimentación animal, responder “significa que esta práctica nunca debe dejar a los laboratoristas con una tranquilidad moral, convencidos de que hacen una buena labor”, pues “la sensibilidad moral que se requiere en estos casos es brutalmente mundana y no será aplacada mediante cálculos de medios y fines” (2008, 75). A su vez dar razones, calcular, cuando respondemos, implica señalar “para quién, para qué y por quién son hechos los cálculos de costo-beneficio” (2008, 87), al mismo tiempo que involucra el “responder a y [el] responder con” (2008, 92), esto es hacer que, “de alguna manera, las decisiones sean tomadas en frente de quienes sufrirán las consecuencias” (2008, 83). Así responder en el contexto de las especies de compañía es tener en cuenta al Otro en todo el proceso de toma de decisiones, revelando que los costos y los beneficios nunca son abstractos ni distribuidos simétricamente. 

Responder está emparentado con respetar, es decir con reconocer la alteridad del Otro. Esto se logra suspendiendo nuestros prejuicios, como es el caso de la idea totalitaria de la ciencia ortodoxa de que ella nos dice cómo es el Otro realmente. Reconocer en el Otro una alteridad irreductible -nuestra imposibilidad de predecirlo completamente- tiene la consecuencia de quitarnos la autoridad de hablar por él. Por ejemplo, cuando nos enfrentamos a la enfermedad terminal de un ser no humano amado, nunca tendremos certeza de lo que él quiere, por lo que las preguntas “¿cómo el humano de un animal de compañía juzga cuándo es el momento de que su perro muera o, incluso, de sacrificarlo? ¿Cuándo es mucho cuidado? ¿El problema es la calidad de vida? ¿El dinero? ¿El dolor? ¿El de quién?” (Haraway, 2008: 50) siempre quedarán abiertas al mismo tiempo que tendrán relevancia. Por otro lado, reconocer la alteridad del Otro tiene que ver con aceptar que las relaciones son asimétricas y, en consecuencia, con admitir que siempre corren el riesgo de transformarse en relaciones de dominación. En consecuencia, la igualdad, o la extensión de “una membrecía honoraria [a los animales no humanos] a la abstracción expandida de lo Humano” (2008, 73) no es la condición necesaria para un trato respetuoso; por el contrario, olvidar que el Otro no humano tiene necesidades, gustos, florecimientos diferentes a los de los humanos conduce a interacciones de dominación, ya que el Otro es negado cuando su particularidad es negada. La dominación siempre tiene que ver con el imponerse. 

Igualmente, responder al Otro no significa darle el estatuto ontológico de sujeto. Este es un rol, el ecologismo no busca esencias. Responder es reconocer que los otros “no han sido una materia prima pasiva ante la acción de otros” (Haraway, 2008, 62), sino que ellos han participado, a través de sus actos, en la interpretación de diversos roles. Existir junto a otros y gracias a otros implica admitir que, incluso los humanos, “somos tanto sujetos como objetos en todo momento. Responder a esto quiere decir aceptar la copresencia en las relaciones de uso” (Haraway, 2008: 76). En consecuencia, “minimizar la crueldad, aunque necesario, no es suficiente; la responsabilidad pide más que eso. (…) Las relaciones instrumentales entre gente y animales no son las que vuelven a los animales (o a la gente) cosas muertas, (…) que no tienen (…) un rostro”. Por lo tanto, “la intraacción instrumental no es el enemigo; (…) la instrumentalidad (…) [es intrínseca] al ser y al existir corporalmente imbricado y terrenalmente mortal” (Haraway, 2008: 71). 

Para Haraway el primer paso para la responsabilidad es la curiosidad. Ésta es “una de las primeras obligaciones y uno de los placeres más profundos de las especies de compañía” (2008, 7). Gracias a ella estamos dispuestos a despojarnos de nuestros prejuicios, acercarnos al Otro, prestarle atención. Además, la curiosidad nos permite bajar la guardia y dejarnos afectar por el Otro. Cuando somos curiosos disminuimos la desconfianza y, literalmente, nos interesamos por el Otro de una manera tal que recibimos algo nuevo, así sea en forma de conocimiento. Uno no siente curiosidad por lo que ya conoce a menos de que haya algo de lo que uno no se había percatado antes. A su vez, la curiosidad, para Haraway, está ligada al cuidado, i.e. “volverse presa de la inquietante obligación de la curiosidad, la cual exige que sepamos más al final del día de lo que sabíamos al comienzo” (2008, 86). 

Haraway al anteponer la alteridad irreductible del Otro rechaza toda forma de universalismo, privilegiando un conocimiento situado. En consecuencia, la ética no es un área de la filosofía como postula la tradición moderna ortodoxa, sino una práctica emergente, histórica y contextual, en la cual uno responde a y con Otros concretos y particulares. “Todos los actores se convierten en quienes son mediante el baile de relacionarse, no desde cero, ni ex nihilo, sino a partir de los patrones heredados a veces en común, a veces por separado, antes y paralelamente a este encuentro” (2008, 25). Son precisamente estas historias que son “heredadas” y “dispares” las que traemos a la mano en nuestro esfuerzo ético por construir lo que hoy parece un “escasamente posible pero completamente inevitable futuro compartido” (2003, 7). De igual manera, los principios planteados por Haraway para su ecoética son concretos. “Responsabilidad, cuidado y ser afectado no son abstracciones éticas; son cosas mundanas y prosaicas producto de la interacción” (2008, 36). Precisamente estas exigencias, con las que nos encontramos a diario, son más políticas que filosóficas, pues “tener en cuenta, responder, observarse mutuamente, notar, prestar atención, tener una consideración cortés, estimar, todo esto está relacionado con (…) la conformación de la polis, el lugar donde y cuando las especies se encuentran” (2008, 19). En inglés, la lengua que emplea Haraway, se derivan de la palabra griega polis, las palabras política –politics-, cortés –polite-, cortesía –politeness- y la expresión forma de gobierno –polity-. 

Ver la ética ecológica como un asunto político en lugar de filosófico nos lleva a considerar que muchos de sus problemas deben ser abordados a través de la discusión, pues no son asuntos cerrados para siempre por una razón incuestionable o un argumento de impecabilidad lógica. ¿Tenemos derecho a probar medicamentos en animales? ¿Qué pasa en el caso del cáncer, una enfermedad común a humanos y caninos longevos? En Estados Unidos en 2006 el Instituto Nacional de Cáncer se asoció con algunos hospitales veterinarios para probar drogas en pacientes caninos que padecían la enfermedad. Estas personas no eran animales de laboratorio y “podían beneficiarse de los medicamentos, pero estos serían probados en momentos en que aun tuvieran estándares inferiores a los necesarios para poder ser probados en humanos” (Haraway, 2008: 61); ¿es esto éticamente válido? ¿Es un acto cruel? ¿Acaso inhumano? Tanto seres humanos como caninos podrían beneficiarse de estas pruebas. La decisión de involucrar a los segundos no es cuestión de principios abstractos, ni únicamente de expertos, sino de comités de ética, médicos veterinarios y no veterinarios, investigadores, miembros de la familia de los pacientes, patrocinadores, pacientes de cáncer, familiares de dichos pacientes. Como señala Haraway (2008, 76), con respecto a la decisión de emplear animales en la experimentación, 

    "Responder a esto significa aceptar la copresencia en las relaciones de uso y, en consecuencia, recordar que ninguna hoja de balance costo-beneficio es suficiente. (…) No tengo ninguna razón suficiente, sólo el riesgo de hacer algo malo porque también puede ser algo bueno en un contexto de razones mundanas. Es más, éstas deben ser inextricablemente afectivas y cognitivas para que valgan la pena." 

De manera similar, Haraway (2008, 136) apunta que la bioética debe dejar de ser “un discurso regulador” que parte de “una necesidad de prohibir, limitar, vigilar, frenar las tecnoviolaciones potenciales, [o] responder por el daño de una acción o prevenir ciertas acciones” para centrarse en la pregunta “qué hay que hacer”. La ética para este sujeto debe abandonar sus pretensiones axiológicas y deontológicas, pues en un mundo contingente en el que el Otro no es reducible al mismo, los principios universales e inamovibles no pueden ser el punto de partida de nuestros actos. La ética debe estar movida por la preocupación y la obligación de responder al Otro y no por principios personales que operen como fines últimos. No hay fines últimos, la cuestión es “cómo florecer juntos en la diferencia sin el telos de una paz perpetua” (2008, 301), ó “tratar de ser mejor especie de compañía individual y colectivamente, a pesar de estar comprometida con la evaluación permanente de qué es mejor” (2008, 280). 

La ecoética se ocupa del vivir en mundo sistémico en el que “infección, sexo y comer son viejos compañeros” (Haraway, 2008: 287), y por lo tanto no ofrece fórmulas o salidas seguras sin implicaciones nocivas, dañinas, dolorosas o mortales para alguien. Por el contrario, la ética ecológica al ampliar la preocupación personal y colectiva a los seres animales no humanos se torna más compleja, más problemática. En ella el No matarás no puede ser una opción, pues esto implica la muerte o el sufrimiento de Otro. Preguntas como “¿mataría a nuestros gatos asilvestrados si supiera que son un problema para las codornices locales u otras aves?” (Haraway, 2008: 280) son inevitables para aquel que intenta adoptar una visión ecológica del mundo. Como escribe Haraway (2008, 106) 

    También estoy convencida de que el florecimiento mutuo de múltiples especies implica verdades contradictorias y simultáneas si en vez de tomarnos en serio el mandamiento que fundamenta el excepcionalismo humano, ‘No matarás’, adoptamos el mandamiento ‘No harás matable’, el cual nos hace enfrentarnos con el criar y el matar, dos componentes inevitables en la imbricación que son las especies de compañía. No existe una categoría que haga el matar inocente como tampoco existe una categoría o estrategia que lo exima a uno de tener que matar. 

Por otro lado, la ecoética parte de la coexistencia interespecífica, las especies de compañía, y por lo tanto lucha por la legitimación de los lazos que formamos con Otros no humanos importantes para nosotros. Como señala Haraway (2003, 96) en su caso personal, “me niego a ser llamada la ‘mamá’de mis perros porque temo a la infantilización de los caninos adultos y a la malinterpretación del hecho importante de que quería perros no niños. Mi familia multiespecífica no tiene que ver con sustitutos, nosotros estamos tratando de vivir otros tropos, otros metaplasmas”. Efectivamente, la ética ecológica también trata de los monstruos, de esas nuevas configuraciones anteriormente prohibidas o condenadas, en las que se dan nuevas posibilidades de existir, y por lo tanto de relacionarse. Ocuparse de los llamados animales de compañía en la ecoética es responder al llamado de esos millones de seres humanos alrededor del mundo en la Civilización Moderna que han decidido que para que Otro sea importante, para que reciba amor y sea acogido como miembro de la familia no tiene que cumplir con el requisito de ser humano o de ser racional o de tener lenguaje. No humanos, autistas, comatosos, bebés son seres queridos no por lo que fueron, lo que serán, lo que pudieron haber sido, sino por lo que son y porque hacen parte de nuestra existencia, es decir, porque existimos gracias a ellos. 


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GÓMEZ, L. F. (2012). EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY. Gestión y Ambiente, 15(2), 165–206. https://revistas.unal.edu.co/index.php/gestion/article/view/30839

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[1]
GÓMEZ, L.F. 2012. EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY. Gestión y Ambiente. 15, 2 (may 2012), 165–206.

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(1)
GÓMEZ, L. F. EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY. Gest. Ambient. 2012, 15, 165-206.

ABNT

GÓMEZ, L. F. EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY. Gestión y Ambiente, [S. l.], v. 15, n. 2, p. 165–206, 2012. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/gestion/article/view/30839. Acesso em: 29 mar. 2024.

Chicago

GÓMEZ, LUIS FERNANDO. 2012. «EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY». Gestión Y Ambiente 15 (2):165-206. https://revistas.unal.edu.co/index.php/gestion/article/view/30839.

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GÓMEZ, L. F. (2012) «EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY», Gestión y Ambiente, 15(2), pp. 165–206. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/gestion/article/view/30839 (Accedido: 29 marzo 2024).

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L. F. GÓMEZ, «EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY», Gest. Ambient., vol. 15, n.º 2, pp. 165–206, may 2012.

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GÓMEZ, L. F. «EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY». Gestión y Ambiente, vol. 15, n.º 2, mayo de 2012, pp. 165-06, https://revistas.unal.edu.co/index.php/gestion/article/view/30839.

Turabian

GÓMEZ, LUIS FERNANDO. «EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY». Gestión y Ambiente 15, no. 2 (mayo 1, 2012): 165–206. Accedido marzo 29, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/gestion/article/view/30839.

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GÓMEZ LF. EL ECOFEMINISMO DE DONNA J. HARAWAY. Gest. Ambient. [Internet]. 1 de mayo de 2012 [citado 29 de marzo de 2024];15(2):165-206. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/gestion/article/view/30839

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