Publicado

2012-07-01

Yo, Tituba, la bruja negra de Salem: versiones y per-versiones del discurso histórico en la novela de Maryse Condé

Palabras clave:

novela histórica, imaginación histórica, sujetos racializados, feminismos negros, heroicidad, resistencia (es)

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Autores/as

  • Emiro Santos García Universidad de Cartagena
El presente artículo ofrece una lectura de la novela Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986), de la narradora guadalupense Maryse Condé, que parte de las intersecciones entre raza, género y clase obviadas tanto por las antropologías tradicionales como por los proyectos negristas, americanistas y criollistas de linaje poscolonial. Alejándose de las convenciones de la novela histórica tradicional, así como de la llamada “nueva novela histórica”, Condé construye un discurso literario afianzado en la visión interiorista de los sujetos femeninos como agentes de cambio del orden colonial y de la razón histórica patriarcal.

YO, TITUBA, LA BRUJA NEGRA DE SALEM: VERSIONES Y PER-VERSIONES DEL DISCURSO HISTÓRICO EN LA NOVELA DE MARYSE CONDÉ

I, TITUBA, THE BLACK WITCH OF SALEM: VERSIONS AND PER-VERSIONS OF HISTORICAL DISCOURSE IN MARYSE CONDÉ'S NOVEL

 

Emiro Santos García
Universidad de Cartagena - Colombia
esaga17@hotmail.com

Artículo de investigación.
Recibido: 23/07/12; aceptado: 10/09/12


El presente artículo ofrece una lectura de la novela Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986), de la narradora guadalupense Maryse Condé, que parte de las intersecciones entre raza, género y clase obviadas tanto por las antropologías tradicionales como por los proyectos negristas, americanistas y criollistas de linaje poscolonial. Alejándose de las convenciones de la novela histórica tradicional, así como de la llamada "nueva novela histórica", Condé construye un discurso literario afianzado en la visión interiorista de los sujetos femeninos como agentes de cambio del orden colonial y de la razón histórica patriarcal.

Palabras clave: novela histórica; imaginación histórica; sujetos racializados; feminismos negros; heroicidad; resistencia.


This article proposes a reading of the novel I, Tituba, the black witch of Salem (1986), by the Guadaloupean author Maryse Condé, taking as a starting point some intersections of race, gender and social class that have been ignored as much by the traditional anthropologies as by the "negrista" and "criollista" postcolonial projects. Distancing herself from the conventions of the traditional historical novel and the so-called "new historical novel", Condé's novel constructs a literary discourse based on the interior vision of the female individual as an agent of change of the colonial order and patriarchal historical reason.

Keywords: historical novel; historical imagination; racial individuals; black feminism; heroism; resistance.


LA NOVELA APELA A LA experiencia histórica y subjetiva de los pueblos. En ella, según Miguel Barnet (2011, 10), se funden dos formas de acercarse al mundo, de conjurar sus males: el poder de lo mítico y el poder de la razón. Tal vez aquí pueda encontrarse una de las funciones comunitarias más interesantes del relato, desarticulada por el lenguaje occidental que separa mito y razón como bloques inconexos. Para el escritor y etnólogo cubano, se hace necesario así reelaborar una literatura más allá de abismos y categorías inconmensurables, más allá de la crisis moderna de la ficción occidental. El escritor, en especial el novelista, debe delinear propuestas que contribuyan al acercamiento de las experiencias de los miembros de un pueblo, que articulen una memoria colectiva, pues en su más amplio significado la novela no correspondería más que a "una variante del relato. De los relatos de los viejos griots, de los chamanes, de los sacerdotes y de los juglares" (9)1.

En este sentido, Barnet reclama un lugar en las formas contemporáneas para la novela fundacional o novela-testimonio, donde se tomen "los hechos principales, los que más han afectado la sensibilidad de un pueblo" y se los describa "por boca de uno de sus protagonistas más idóneos" (18). Además, si tenemos en cuenta que, al dejar en interdicto los modos convencionales de representación de lo humano, el narrador asume las historias de los mundos negados, entonces la textualidad misma adquiere una fuerza transgresora, una potencia cognitiva. Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986), de la escritora guadalupana Maryse Condé2, destaca como una de las muestras más interesantes de ello en la actual francofonía3.

Cartografiando ínsulas "extrañas"

Publicada en París bajo el título de Moi, Tituba sorcière... noire de Salem (1986), la novela de Condé ficcionaliza el testimonio de una voz suprimida por la historia oficial: Tituba, la "bruja negra" de Barbados, acusada en los escandalosos juicios de Salem de 16924. Maryse Condé canibaliza en sus veintisiete capítulos diversos documentos históricos y literarios: desde los anales del pequeño pueblo de Massachussets, donde se llevaron a cabo los juicios en el siglo XVII, hasta la obra teatral de Arthur Miller -The Crucible (1953) -, en la que se denuncia alegóricamente la "caza de brujas" del macartismo norteamericano. Pero justo donde los documentos jurídicos y la escritura de Miller se detienen (es decir, en una visión exteriorista), la novela de la guadalupana acude a un "desentrañamiento" imaginado de la realidad, lo que permite que Tituba cuente, sin intermediarios o compromisos foráneos, los hechos vividos: su subjetividad vertiginosa. Podríamos decir que, para Condé, la verdadera historia de Tituba se encuentra "por debajo de las fechas, por debajo de los hechos inventariados [...]", en el territorio donde no puede llegar la metodología del historiador (Bernabé et ál. 2011, 34).

Distanciándose de los presupuestos de la novela histórica tradicional, del ocultamiento de las "costuras" de la ficción, o de la búsqueda de una coherencia realista (véase McHale 1987, 87-8)5, Yo, Tituba... nos adentra en un mundo donde el ímpetu del sujeto esclavizado pervive, a pesar del desprecio del colonizador. Acude para ello a la "pseudoautobiografía" (o testimonio apócrifo), a las destrucciones de la lógica racional y a la exaltada con-fusión entre el mundo de los vivos y los muertos, de modo que desestabiliza la hegemonía de la tradición realista de la novela burguesa. Maryse Condé no inserta a Tituba en el amplio fresco de la historia colonial como garante de verosimilitud, sino que cuestiona los presupuestos de tal historia: notable redimensionamiento del poder nominador de la palabra. Bien ha afirmado Djelal Kadir (1984) que "la apertura del lenguaje significa la apertura y la humanización de la historia, la liberación del hombre de lo irrevocable y del pasado esclavizador" (301).

Como heroína, a medio camino entre la realidad y la ficción, la protagonista nos sorprende por ser una suerte de "intelectual" avant la lettre, tal como define Hill Collins (citada por Jabardo 2008, 45) a aquellas mujeres "negras" -no reducidas solo a la restrictiva esfera de la academia- que se han convertido en sujetos determinantes de pensamiento. A modo de heterodoxa confesión6, Tituba cuenta cómo fue engendrada durante el violento encuentro entre una princesa Ashanti (de nombre Abena) y un hombre "blanco" desconocido, mientras viajaban en un barco negrero con destino al puerto de Bridgetown, en Barbados. Allí, en la isla antillana, viene al mundo, y años más tarde pierde a su madre -condenada a la horca-. Yao, su padre adoptivo -el que le diera el nombre de Tituba-, opta por el suicidio como camino hacia una liberación: hacia el encuentro con la infortunada Abena.

Desposeída y abandonada, la pequeña vaga entre esclavos y por parajes agrestes, libre y solitaria -al principio, al margen de sus orígenes africanos, pero también del esquema de la plantación insular-; se inicia con Man Yaya en el arte de los vivos y los muertos, en los secretos de la naturaleza (conciencia de un mundo perdido, pero perdurable en su sangre y en el espesor de los huesos). Con la muerte de la sabia anciana, sin embargo, Tituba afrontará nuevamente la soledad, hasta que el destino dé otro giro, esta vez bajo el nombre de John Indio, un esclavo mestizo que la conduce a la temida esclavitud del amor. Tituba se pondrá bajo el yugo del "ama" de su amado y, después de algunos avatares y de ser vendidos a Samuel Parris -mediocre puritano que fracasa en su intento de un mejor porvenir en las Antillas-, viaja a Boston y al frío y apartado pueblo de Salem. Juzgada por brujería, encarcelada y luego puesta en libertad (no morirá febril en la prisión de Massachussets, como la Tituba de Miller), trasciende la muerte y de ese modo se convierte en una leyenda de Barbados.

El discurso histórico, construido como posibilidad objetiva de conocimiento, palidece en esta novela ante la visión interiorista de Tituba; se desmorona en su cualidad negada de tropo7. Como lectores de una autobiografía a destiempo, comprendemos que no estamos solo ante una versión del pasado, sino ante el reconocimiento de su génesis poética, indispensable para comprender los recursos a los que apela Condé o su paradójica estrategia de verosimilitud -inaceptable en los pactos narrativos de la novela histórica tradicional-: "Tituba y yo hemos vivido en estrecha intimidad durante un año", escribe la autora: "En el curso de nuestras larguísimas conversaciones me ha contado estas cosas que no le había confiado a nadie" (1999, 11). Comprendemos mejor su apuesta no solo revisionista sino contrahegemónica: el hecho de que Tituba deplore "haber jugado en todo aquel asunto [el de los juicios de Salem] solo un papel de comparsa rápidamente olvidada y cuya suerte no interesaba a nadie" (182-183); el hecho de que la novelista de Guadalupe asuma, en este aparente "fantástico" literario, otra alternativa de enunciación.

Asegura Fernando Ainsa (1997) que el "cuestionamiento de la legitimidad histórica puede servir para hacer 'justicia', al convertir personajes marginalizados de los textos oficiales en héroes novelescos" (116). Mientras que varios años después de los juicios son rehabilitadas algunas víctimas de Salem -todas blancas-, en 1697 varios jurados piden perdón, y un siglo más tarde Nathaniel Hawthorne -descendiente de uno de los jueces- expía narrativamente su dolo familiar en La letra escarlata (1850). Tituba, la "esclava de Barbados, que con toda seguridad practicaba el hodoo" (Ainsa 1997, 182), es abandonada al silencio8. El discurso literario, sin embargo, se convierte en una forma privilegiada de conocer a Tituba, de reinventar el pasado más allá de los obstáculos ideológicos de la empresa "civilizadora" europea. Pero ya no se podrá volver a este discurso de manera desinteresada, sino que será necesaria la fuerza ética de la palabra; el discurso tendrá que cargarse de nuevas significaciones.

¿Por qué retomar para esta misión el brumoso pasado de una esclava "negra"? ¿Por qué privilegiar su voz como agente cognitivo, si no contamos con mayores certezas acerca de su vida? Ante las interminables preguntas por la identidad que tanto han preocupado a intelectuales, poetas y narradores, tanto de las Antillas francesas (véase López 1996 y Cortés 1998) como del Caribe en general, una deuda no ha sido suficientemente saldada: el reconocimiento del papel de los sujetos femeninos en los procesos históricos de resistencia, de construcción de nuevas culturas y de una conciencia para los pueblos americanos. Rótulos como mestizo, criollo, mulato o negro -la lista puede ampliarse dependiendo de las estratificaciones localizadas del orden imperial, o de algunas reconvenciones "descoloniales"- han reducido no solo una multiforme diversidad cultural, sino las experiencias particulares de los individuos a una dura objetivación9. Este problema ya lo sugería Stuart Hall (2010, 326-7) al referirse a la imposibilidad de construir una identidad homogénea "negra" como forma de resistencia, pues, afirma el autor, ello ocultaría y silenciaría a otros sujetos, a otras voces o "clases" sociales.

Esto explica bastante bien la dura crítica de un autor como René Dépestre (1996) a las rehabilitaciones raciales centradas en la categoría abstracta, o esencialista de "lo negro" -en la que todavía predomina una sintaxis antropológica de estirpe neocolonial-, así como la réplica de los feminismos negros a una de las grandes omisiones del pensamiento feminista occidental: las diversas singularidades de las mujeres "negras"10. Como categoría emancipadora, o como testimonio de una subalternidad, el "negro" no deja de responder a una imaginación racializada del hombre blanco; tampoco abandona una lógica de representación androcéntrica -la del hombre "negro"11-. De ahí que autoras como bell hooks (escrito en minúsculas), o Mercedes Jabardo, ataquen el racionalismo ilustrado que, dentro de lo negro, sigue construyendo a las mujeres como lo "otro", como aquello que debe ser explicado. Las "mujeres negras", anota a propósito la poeta norteamericana Audre Lorde (citada por Jabardo, 2008), "siempre han sido muy visibles, pero a la vez, se las volvía invisibles mediante la despersonalización del racismo" (39)12.

Yo, Tituba, la bruja negra de Salem asume, con todos los riesgos que ello implica, la construcción de una voz femenina en medio de un orden deshumanizador. Su protagonista se convierte en la precursora de una enunciación histórica, precisamente allí donde la historia no ha estado, o ha sido obliterada, falseada. Pero su voz no corresponde al estereotipo del rebelde cimarrón o del criollo ilustrado -en otras palabras, a la del héroe fundacional masculino que cimenta algunos nacionalismos caribeños-, sino a la lucha heroica cuyos medios, más allá de las armas, se encuentran tanto en la memoria colectiva, como en una visión alterna del mundo. Se trata de una asunción panhumanista que encontramos en una de las primeras páginas de la novela, cuando Tituba nos cuenta sobre su iniciación en un saber sagrado: "[Man Yaya] Me enseñó que todo vive, que todo tiene un alma, un aliento. Que todo debe ser respetado. Que el hombre no es un señor recorriendo a caballo su reino" (22). Esta visión desplaza la legitimidad del logos del sistema mundo-moderno: cuestiona la autoridad de la palabra como propia de los sujetos masculinos, desvirtúa su taxonomía del mundo en categorías de clase, raza o género, asume así, la enunciación femenina como palabra posible, verdadera, solidaria de las formas del ser13.

Maryse Condé cuestiona el proyecto secular de la modernidad europea, su pretensión de sometimiento de la naturaleza, su "máquina generadora de alteridades que, en nombre de la razón y el humanismo, excluye de su imaginario la hibridez, la multiplicidad, la ambigüedad y las contingencias de las formas de vida concreta" (Castro-Gómez 1993, 145), para postular una afirmación de las subjetividades mucho más lábil, más metamórfica. Tituba re-escribe la historia re-contándose a sí misma, volviendo al momento de su gestación, siendo testigo de su nacimiento, habitando nuevamente el mundo de los vivos -a través de la pluma de la novelista como médium o confidente- en ese denso entramado que es la memoria, como forma de persistencia más allá de la violencia epistémica del colonizador. Habría que decir que su testimonio -desde un principio renuente al binarismo racional entre verdad y ficción- viene a ocupar el vacío dejado por aquellos discursos que nunca produjeron una verdadera "ruptura epistemológica", sino que estuvieron impregnados, en su propio orden conceptual, del imaginario colonial (153).

Maryse Condé insiste por un sentido de lo humano que no puede resumirse en la teleología de la "mayoría de edad", en las geografías morales kantianas o en los humanismos de Hobbes, Bossuet, Turgot o Condorcet, para quienes la "especie humana" avanza por diversos estadios hasta la perfección racional (1993, 154), sino que exalta la solidaridad, la compasión y la hermandad como valores primordiales, sobre todo entre los oprimidos, en cuyas relaciones estos valores alcanzan una auténtica significación. "Habría muerto", asegura Tituba, "si la solidaridad de los esclavos, que pocas veces se desmiente, no me hubiera salvado" (Condé 1999, 21); o líneas antes: "Jennifer y mi madre trabaron amistad. Después de todo, no eran más que dos niñas espantadas por el rugido de las fieras nocturnas [...]" (15). En particular, esta solidaridad entre mujeres -menguada en algunas ocasiones por factores de clase y raza14- es la que constituye uno de los nervios centrales de la novela, la que permitirá la transmisión de conocimientos, la angustia y la necesidad de liberación. He allí los fuertes vínculos iniciáticos entre Man Yaya y Tituba, los lazos consoladores entre Tituba y Elizabeth (esposa de Parris); el encuentro intelectual y erótico entre la proto-feminista Hester y Tituba, la prisionera, y el encuentro entre Tituba, como "invisible", y su heredera espiritual, Samantha, o entre ella y Maryse Condé, como escritora.

Sumisas, brujas y adúlteras: las mujeres de Salem

Tres personajes destacables en momentos coyunturales de la novela perfilan una sugestiva tipología femenina, que nos habla de los modos como se asumen y a veces fraccionan las identidades bajo la visión androcéntrica occidental: sus cuerpos inscriben diversas formas de poder; son corregidos, negados o afirmados bajo hexis particulares. Guy Brechtel, en su libro Las cuatro mujeres de Dios (2001), ha descrito cómo las imágenes de la feminidad han sido objetivadas en el pensamiento católico: como bruja, como santa, como puta o como tonta. Podríamos señalar, en este mismo sentido, que las hagiografías y martirologios medievales, centrados en la conservación de la castidad como requisito beatífico adscriben lo femenino a un territorio regulado por valores como el pecado y la virtud, el bien y el mal. La legenda aurea (ca. XIII), de Jacobo de la Vorágine, es uno de los ejemplos más notables; o la colección sobre mujeres ilustres de Bocaccio, De mulieribus claris (1374), donde el florentino exhorta a la virtud y condena la impiedad, o el temible Malleus Maleficarum (1486), compilado por Institoris y Sprenger.

Caroline Walker (1992), al estudiar la disciplina, el control y las somatizaciones de los estados espirituales de las religiosas de la Baja Edad Media, anotaba que, al ser restringidas a lo irracional y lo carnal (como descendientes de Eva), las mujeres de esta época solo podían encontrar su realización en la carne negada, con todas las consecuencias que implicaba un cuerpo femenino sometido a la tentación, pero igualmente evocador de la maternidad encarnada por Cristo15. "El cuerpo del cristiano", escribe Richard Sennett (1997), debe "atravesar los propios límites del placer y del dolor, a fin de no sentir nada, de anular la sensibilidad, de trascender el deseo" (142). Este código negativo -más maniqueo que propiamente cristiano- está presente en las corporalidades sometidas de Elizabeth Parris, segunda ama de Tituba, de su hija Betsey y de su sobrina, Abigail. Corporalidades ocultas por el pudor de los atuendos puritanos, por "la odiosa toca que les daba aspecto de viejas", por el cinturón que enfriaba la sangre (66), o por las blusas y faldas que, en el caso de algunas adolescentes de Salem, aprisionaban los nacientes senos y escondían el derrame de la sangre menstrual (8).

Abatida en la renuncia de la carne, Elizabeth Parris desconoce las satisfacciones del deseo o la excitación de las caricias; su sexo está sellado, abierto únicamente para la procreación: "Un día, mientras la masajeaba, me atreví a preguntarle al ama Parris", relata Tituba: "¿Qué dice vuestro inflexible esposo ante la transformación de vuestro cuerpo [se refiere a su enfermedad]? Se echó a reír: -Mi pobre Tituba, ¿cómo quieres que se dé cuenta? [...] Me posee sin quitarme ropa ni despojarse de la suya, apurado por terminar con ese acto odioso" (58-59)16. Violencia no solo física, sino simbólica. Pero para Elizabeth no bastaría con tomar conciencia de esas disposiciones -no lo hará-, porque ella sigue siendo una conciencia dominada: se requiere de un cambio de las condiciones sociales (Bourdieu 2003, 55-57). El mundo de Salem figura como ese microcosmos donde el orden colonial inglés, la racionalidad mercantilista y el puritanismo exacerban hasta límites insospechados el sometimiento de los seres, pero especialmente de los sujetos femeninos, débiles por "naturaleza", propensos al mal.

Bajo este orbe opresivo, lo que no se corresponda con una visión moral o normalizada de la realidad es relegado al abismo de lo innombrable, de lo desconocido y, por tanto, de lo temido. El cuerpo negado de Elizabeth, sufriente pero seguro, se opone al cuerpo "deseante" -si bien contradictorio: no olvidemos su cosificación y enajenación en la mirada del "blanco"- de Tituba, quien se relaciona con los seres de una forma demasiado sensualista. Ni Eva ni María, Tituba surge ante los ojos de los habitantes de la aldea de Salem como la más radical Otredad, como la epidermización del pecado (por su color de piel) y como la comprobación de una falibilidad moral (por su sexo). No sorprende, pues, que cuando Elizabeth Parris le pregunta si finalmente no es una maldición ser mujer, Tituba se enoje: "Ama Parris, ¡sólo habláis de maldiciones! ¡Qué puede ser más hermoso que un cuerpo de mujer! Sobre todo cuando el deseo de un hombre lo ennoblece" (60).

El conocimiento trasmitido por Man Yaya -perteneciente a una lógica no tanto pre-racional, como inconmensurable con la moralidad puritana y la tecnificación de los saberes del sistema mundo-moderno- es asumido de manera negativa por los hombres "blancos". Mantener una afirmación simpatética, mágica o panteísta del universo -lo que Tituba llama "ternura", "compasión", "cura"-, por un lado, se vuelve peligrosamente pueril, primitivo, a medida que se afianza la racionalidad instrumental. Pero también, por otro, se impregna de connotaciones maléficas, en cuanto implica una transgresión del orden divino: la posibilidad de la Bruja, del Mal. En otras palabras, se vuelve parte del dominio de lo femenino. ¿Qué implica este conocimiento? ¿Cuál es su "poética"? James Frazer, según una tesis insostenible para Cassirer (1993), defendía la inexistencia de las fronteras entre el "arte mágico" y "nuestros modos de pensar científicos". Tanto la magia como la ciencia -ponderaba- tienen una finalidad, confían en las causalidades universales, en ciertas leyes "que actúan mecánicamente" (118).

Man Yaya declara a Tituba que el universo tiene "reglas que no pued[e] infringir del todo", pues hacerlo "destruiría este mundo y construiría otro en el que los nuestros fueran libres" (33-34). Tituba, por su parte, comparte, al menos armónicamente en un principio, sus conocimientos con el doctor de Salem:

El Dr. Griggs y yo manteníamos excelentes relaciones. Sabía que había hecho maravillas al sanar la debilidad del ama Parris y que gracias a mí ésta era capaz de cantar los salmos el domingo en la casa de reuniones. [...] Incluso una vez, había venido a pedirme un emplasto para una mala llaga que su hijo se había hecho en el tobillo. (103)

Pero asimismo podríamos decir, con Jules Michelet (2004), que paradójicamente la magia de la bruja ya había muerto: "Necesariamente tenía que perecer, a causa, precisamente, del médico, del naturalista, del progreso de las ciencias por las que había trabajado" (343-344). Más próximos de lo esperado -de lo que esperaba la imaginación científica androcéntrica- estos vasos comunicantes son todavía renuentes a encontrar su propio fantasma en el pasado, mucho menos si proviene de una mujer.

El mundo de la naturaleza al que tradicionalmente ha sido confinado lo femenino como depositario de los compromisos de la especie, como continuador de una maternidad nutricia, es ocupado, según la doctrina cristiana, por el mal: aquello que debe ser sometido, la muestra de una caída y la prueba de una corrupción. El mundo se "había hecho un vacío enorme", discurre Michelet, al hablar de la muerte de los dioses paganos: "Los mismos cristianos dicen quién podía llenarlo: el demonio, por todas partes el demonio" (46). Y es especialmente en este juego donde la mujer queda "habitada, hinchada por estos tiranos, que la llenan de un aura infernal" (47). No es esta, sin embargo, la concepción de Tituba, para quien la palabra bruja, en labios de John Indio, su amado, suena denigrante:

La facultad de contactar con los invisibles, de mantener un vínculo constante con los desaparecidos, de sanar, de curar, ¿no es una gracia superior de la naturaleza que inspira respeto, admiración y gratitud? En consecuencia, la bruja, si se quiere llamar así a la que posee esta gracia, ¿no debería ser mimada y reverenciada en lugar de ser temida? (31)

Semejante pregunta no puede ser comprendida por la imaginación puritana; implica la relevancia de la Otredad, la dignidad de lo no aceptado. Tituba pronto pagará por ello, cumpliendo con un destino revelado por los conocimientos ancestrales de Man Yaya: "sufrirás en la vida. Mucho. Mucho. [...] ¡Pero sobrevivirás!" (21). El reto no vendrá de endriago, sino de una sociedad infestada hasta el tuétano de crímenes secretos. Ni siquiera las almas más jóvenes (de las que cabría esperar inocencia) pueden escapar de las seducciones del mal. Todo lo necesario para la terrible máquina será ajustado cuidadosamente: un coro de niñas y adolescentes manifiestan un día la "posesión" del mal. Incluso la preferida de Tituba, la pequeña Betsey, participa del macabro juego: "¡Cómo ardían las adolescentes de envidia por tirarse, ellas también, para atraer las miradas de toda una asamblea!" (98). La sociedad de Salem desata con ello el horror, incluso en lo aparentemente más anodino: la rivalidad de sus familias.

¿Cómo explicar, sin embargo, que Tituba mienta en los juicios y acuse a otras mujeres de practicar la brujería, muy a pesar de saber el engaño de las niñas? Algo, ciertamente, ha logrado quebrantar su fortaleza: "algo en mí se deshacía lenta e inexorablemente [...] me convertía en otra mujer. Una extraña a mis propios ojos" (87). Esta enajenación, epidermizada por la culpa, permite que Tituba se vea a sí misma como una menguada habitante de su propio cuerpo. No es extraño que, confundida, negada, se identifique con la categoría temida de bruja, y se adjudique una función distinta de la del "consuelo" humanitario de Man Yaya: la de receptora de un poder demiúrgico, capaz de levantar -si lo decide- una llamarada que extinga por completo el pueblo de Salem: "Aquella venganza con la que a menudo había soñado, me pertenecía y ¡por expreso deseo de ello!" (118)17.

Tal poder, contrario a una verdadera fuerza liberadora, abate más a Tituba en las lógicas de la dominación (la maldad como algo inherente al sujeto de piel "negra": "¡Eres una negra, Tituba! Sólo puedes hacer el mal. ¡Tú eres el mal" [100]); otorga autoridad a Samuel Parris; aproxima el propio envilecimiento. Tituba se detiene en la encrucijada que fácilmente podría llevarla al vaciamiento de su identidad. ¿Cómo cambiar el orden "natural" de las cosas? ¿Cómo despertar una conciencia, sin ser cegado? ¿Cómo escapar de la anulación ontológica, de la racialización y de la confinación de lo femenino? No existen conciencias engañadas puras, en busca de luz, como afirma Bourdieu (2003); se necesita una transformación social (58). He aquí la aparición de una mujer cuyo nombre, Hester, recuerda a la valiente adúltera del Salem de Hawthorne. Compañera de celda de Tituba, la iniciará en un insospechado protofeminismo, al proponer una sociedad de mujeres libres que modifiquen las condiciones establecidas:

Quisiera escribir un libro, pero ¡lástima!, ¡las mujeres no escriben! Sólo los hombres nos abruman con su prosa [...] ¡sí, quisiera escribir un libro en el que expondría el modelo de una sociedad gobernada, administrada por mujeres! Daríamos nuestros nombres a nuestros hijos, los criaríamos solas [...]. (127)

El personaje de Hawthorne -marcado con la letra del pecado en su pecho- es retomado por Maryse Condé. Así la autora violenta la temporalidad histórica de los mundos de ficción: si los acontecimientos de Yo, Tituba, la bruja negra de Salem ocurren a finales del siglo XVII, los sucesos de la historia de Hawthorne están fechados a mediados del mismo siglo18. Pero es en este encuentro de tiempos, desarticulado de la continuidad del flujo temporal, en el que la escritura de Condé delinea una capacidad epistemológica. No solo nos permite conocer el pasado, sino que puede crearlo o re-escribirlo. En este caso, la Hester de Condé, a diferencia de la Hester Prynne de Hawthorne, no espera la humillante condena -llevar en sus ropas la letra A de Adultery-, sino que toma la decisión de ahorcarse como rechazo y desafío a una sociedad que la ha proscrito.

Hester, amante de los libros, con una "lujuriosa cabellera, negra como ala de cuervo, que a los ojos de algunos debía de simbolizar por sí sola el pecado" (120), se convierte en la amiga y en la consoladora de Tituba. A diferencia de Elizabeth Parris, consciente del sometimiento de la mujer y de la situación ventajosa de los hombres -sean "negros" o "blancos"-, el personaje de Condé es una feminista radical (delicioso anacronismo creativo): dueña de su vientre y de sus libertades. "¡Te gusta demasiado el amor, Tituba! ¡Jamás haré de ti una feminista!" (127). Descubrimos, así mismo, cómo Hester -lo habíamos visto antes con Abena y Man Yaya- cuestiona el discurso del amor-pasión entre mujeres y hombres. Denis De Rougemont (1993), en Amor y Occidente, y Octavio Paz (1997), en La llama doble, se han referido a los modos como el amor cortesano -fundamento de nuestra concepción moderna del amor- reproduce la ideología de la conquista y la servidumbre. Si bien en la tradición provenzal la mujer es enaltecida como objeto de deseo, finalmente se convierte en un medio para alcanzar la perfección moral del amante o, en algunos casos, en el territorio que debe ser vencido por la gallardía del "caballero".

En este orden de ideas, podemos ver cómo el primer encuentro sexual entre John Indio y Tituba está marcado por el vasallaje: "Ven, potranca, voy a domarte", y es metaforizado con un encuentro bélico: "nuestros primeros momentos de amor se parecieron bastante a una lucha" (37), o cifrado en la rendición de Tituba: "Al final me di por vencida" (34). Para Tituba, la esclavitud del amor -la sujeción de las mujeres y la entrega a los hombres- es una elección voluntaria, mucho más terrible que los logros de los "blancos" esclavistas: "Ellos [los negros esclavos] no habían elegido sus cadenas. No habían caminado por voluntad propia [...] para entregarse a los traficantes y ofrecerles su espalda para que la marcase. Eso era lo que yo había hecho" (40). Algo muy distinto, ciertamente, a lo ocurrido en la relación de Yao y Abena, mucho más filial, más hermanada en el dolor: "¿Acaso no conociste el amor cuando estabas en la tierra [?] [...]", pregunta una Tituba desesperada al fantasma de su madre. "A mí no me desagradó", responde éste. "Al contrario. El amor de Yao me hizo recobrar el respeto y la confianza en mí misma" (39).

Coda: Yo, Tituba..., el problema de la verdad y la historia

Hayden White (1992), en Metahistoria, se ha preguntado por "el problema del conocimiento histórico" [cursivas del autor], ya que ha sospechado que la conciencia histórica no ha sido más que "una base teórica para la posición ideológica desde la cual la civilización occidental contempla su relación no solo con las culturas y civilizaciones que le precedieron, sino con las que son sus contemporáneas en el tiempo y contiguas en el espacio" (13-14). ¿No es la "conciencia histórica", después de todo, un prejuicio o un pretexto exclusivamente occidental por medio del cual se busca, retroactivamente, fundamentar "la presunta superioridad de la sociedad industrial moderna"? (14). ¿No es este el mundo donde la Otredad de lo femenino se escribe como sujeto pasivo, inmerso en el océano de la maternidad y la conservación, o como sujeto transgresor, al margen de las conductas socialmente aceptables, pero siempre desprovisto de una historia propia? Adquiere aquí particular fuerza la pregunta de Duby y Perrot (1984):

¿Hay que escribir una historia de las mujeres? [...] ¿tienen acaso las mujeres una historia? Elemento frío de un mundo inmóvil, son agua estancada mientras el hombre arde y actúa [...] Testigos de escaso valor, alejadas de la escena donde se enfrentan los héroes dueños de su destino, casi siempre sujetos pasivos que aclaman a los vencedores y lamentan su derrota, eternas lloronas, cuyos coros acompañan en sordina todas las tragedias. (s.p)

Yo, Tituba, la bruja negra de Salem revierte la sintaxis historiográfica tradicional (cargada de valores masculinos, patriarcales, agonísticos) al construir una heroína cuya morfología, si bien dialoga con los patterns o esquemas funcionales del "mito del héroe", no se reduce a la exaltación de la heroicidad característica de los sujetos masculinos, sino que se adjudica la resistencia moral de un pueblo. En su ensayo "'Relato de esclava', recorrido hacia la heroización", Marta Celi (2008, 57-68) ha llevado a cabo un análisis de la novela de Condé como expresión de el camino del héroe, en el sentido del mito canónico, y concluye que Tituba es una heroína fundacional. Pero Celi se apoya para ello en uno de los trabajos del español Hugo Bauzá -El mito del héroe: morfología y semántica de la figura heroica (1998)-, cuya figura paradigmática, curiosamente, corresponde a Heracles (héroe masculino por excelencia).

Como excepción, Bauzá (1998) alude al lugar de la mujer en el mito del héroe, siguiendo la tipología de "heroína sagrada", de Lewis Richard Farnell, vinculada a algún dios en calidad de "sacerdotisas o víctimas de algún sacrificio" (34). Mas, si pretendemos comprender la singularidad heroica de Tituba -como protectora y sanadora, pero también como guerrera vengativa en el marco de las realidades colonialistas del siglo XVII- tendríamos que "desmasculinizar" la categoría de héroe y la morfología del mito heroico. A diferencia de los héroes clásicos -cuyos aedos celebran la eterna victoria en cantos, elegías o epinicios-, Tituba no lucha contra monstruos -muchos en el mito de Heracles ambiguamente "femeninos", como la Hidra de Lerna, la Cierva de Cirenia, o las Gorgonas-, sino contra el poder patriarcal del hombre "blanco". Tendrá que narrarse a sí misma, al margen de la cartografía exteriorista del colonizador. Deberá recontar la historia, destruir la sintaxis del poder colonial, levantando una singular palabra poética: la mirada interior de una mujer "negra".

Maryse Condé, al intentar diluir la dureza de la escritura hegemónica y el pensamiento lógico-racional, o los mitos fundacionales del héroe masculino, no solo re-escribe y ficcionaliza el discurso histórico, sino que privilegia el discurso literario como acontecimiento epistémico: el monólogo introspectivo, la intertextualidad, el anacronismo voluntario y la indecibilidad del lenguaje. Acto poético-transgresor, lo novelístico resulta entonces "no solamente formativo en su propio proceso discursivo, sino, además, reformador y deformador de la trama-historia institucional" (Kadir 1984, 298). Menton se ha referido ya a esta clase de novelas como adscritas a una "nueva novela histórica", caracterizada, entre otras particularidades, por "la subordinación de la reproducción mimética de cierto periodo histórico a la presentación de algunas ideas filosóficas [...] [como] la imposibilidad de conocer la verdad histórica o realidad" (Menton, citado por Grützmacher, 143-144).

Esta perspectiva, sin embargo, podría ser cuestionada a la luz de algunos trabajos de Fernando Ainsa, para quien no existe una separación real entre novela histórica tradicional y "nueva novela histórica". El autor propone considerar que en la narrativa histórica contemporánea se manifiestan "dos tendencias opuestas [...] Por un lado, se sitúan los textos que pretenden reconstruir el pasado, por el otro, los que lo deconstruyen" (1997, 148). Deberíamos anotar, así mismo, que la categoría de Menton no deja de guardar ciertos ecos neocolonialistas, como bien ha señalado Binns (1996) con respecto a las teorías postmodernistas de McHale y Hutcheon, para quienes las novelas del boom latinoamericano podrían incluirse en los debates sobre posmodernidad (posmodernism): por su carácter revisionista, su "reinterpretación y desmitificación de los contenidos habituales" y la "escritura de una historia apócrifa, que viole la historia oficial (historia de los vencederos y los hombres)", o "el uso de anacronismos creativos" y la "integración de lo histórico y fantástico" (McHale 1987, 90, citado por Binns 1996, 160).

No obstante, estas características declaradamente posmodernas en McHale y Hutcheon, propias del fracaso de las utopías europeas y norteamericanas del capitalismo tardío (164), no responden a lógicas poscoloniales americanas, ni a las textuales de la novela de Maryse Condé19. Yo, Tituba... dialoga con escrituras de corte revolucionario, o nacionalista, preocupadas por la fundación de identidades en contextos marginados20, apartándose de las categorizaciones metropolitanas. De ahí que su visión ética del género colinde con las propuestas barnetsianas de una novela integradora, lo que la desprende deliberadamente de una temporalidad occidentalista, para afincarla en una necesidad humana. Si tenemos en cuenta, por lo demás, que para los pueblos antillanos la resistencia en el plano bélico y político no tuvo mayores resultados, como sí los tuvo el cimarronaje cultural (Dépestre 1996, 95-96), la apuesta narrativa de Condé politiza la palabra novelesca y reconoce las paradojas de la escritura y de la novela como territorio de una utopía posible: "No pertenezco a la civilización del Libro y del Odio", exclama Tituba: "Los míos conservarán mi recuerdo en su corazón, sin necesidad de una grafía. En su cabeza" (214).

Maryse Condé acude, por supuesto, a la grafía del francés, pero no negrificándolo, como pretendía Césaire, sino conquistándolo, metamorfoseándolo, habitándolo (véase Bernabé et ál. 2011, 43). "El "yo" narrador [...]", afirma Celi (2008), "es una estratagema de la novelista Condé para darle la voz a los suprimidos y volverse texto leído por quienes no usan la facultad de la memoria para recordar en sus discursos a los oprimidos de siempre" (67). Se trata de una asunción ética, la más tenaz que podrían oponer los pueblos esclavizados a la empresa del colonizador. Desde ella, las voces rotas, las historias devastadas y los rostros borrados adquieren una inesperada relevancia en la otra historia -la no escrita- de los pueblos americanos y de los sujetos femeninos racializados: "Mi verdadera historia comienza donde ésta termina y no tendrá fin". Leemos al final de la novela: "No hay rebelión que yo no haya alumbrado. Ni una insurrección ni una desobediencia" (Condé 1999, 213). Es el amanecer de un nuevo heroísmo; poderosa expansión de la palabra que ha renunciado a las dictaduras de la razón.


1 "Encasillar todo género literario que narre una acción fantástica o real, con caracteres fantásticos o reales, con una línea de desarrollo dentro de la categoría de novela", afirma Barnet, "es tan falso como pasajero y externo. Porque eso que llamamos novela no es más que una manera de narrar, de organizar quizá, que tiene su relación más primigenia con el relato" (9).

2 Maryse Condé, nacida en la isla de Guadalupe en 1937, es autora, entre otros títulos, de Heremakhonon (1976), Ségou (1987) y Une saison à Rihata (1988). Más que la pregunta por una identidad colectiva caribeña, en su obra se encuentran la reflexión sobre el lugar de las mujeres en la historia y sus posibilidades de emancipación.

3 La propuesta de Barnet nos permite acercarnos a una noción distinta de no- vela, más afincada en un carácter antropológico que en una exclusiva adscripción esteticista eurocentrada. Nos ayuda a encontrar en Yo, Tituba... no solo una oposición a la tradición de la novela occidental, sino una afirmación legítima y auténtica de los sujetos diaspóricos.

4 En los citados juicios se llevó a tribunal, entre otros, a un grupo de mujeres acusadas de pactar con el diablo. La aldea norteamericana de Salem, donde ocurrió la supuesta conflagración del mal, se había caracterizado ya por padecer obsesiones, casi delirios, de la cosmovisión puritana. Tituba es acusada de posesión demoniaca y de haber asistido a algunas jovencitas blancas en actos satánicos. La acusada cargaba con dos rasgos que, de antemano, la predestinaban a la condena: 1) su piel era "negra": a la mirada puritana, el más claro indicio de la presencia del mal, y 2) un oficio asociado a la brujería: la elaboración de pócimas para fines diversos (Celi 2008, 59).

5 Para Brian McHale, como señala Niall Binns (1996, 159-160), la novela moderna -o novela histórica "tradicional"- se caracteriza, a diferencia de las inquietudes ontológicas de la novela histórica postmoderna, por una pregunta epistemológica. Esta posición no la comparte Linda Hutcheon, para quien la

"metaficción historiográfica" de la novela postmoderna "está obsesionada con las dificultades epistemológicas compartidas tanto por el novelista como el historiador en sus esfuerzos por reconstruir el pasado" (161). Debemos coincidir con Binns, no obstante, en que ni McHale ni Hutcheon se plantean, al estudiar en este caso el boom de la novela latinoamericana, la "excentricidad" de una novelística menos interesada en la crítica a los grandes relatos (propia del post-utopismo europeo y norteamericano) que en la construcción de una posible identidad (164). Una prueba más de las pretensiones deslocalizadas del saber metropolitano.

6 Rosa Guzmán (2000), al estudiar otra autobiografía del siglo XVII, como la del puertorriqueño Alonso Ramírez, nos habla de "relato de la historia propia y colectiva desde un género de naturaleza híbrida que suscita la reflexión sobre lo que dicen esas narraciones de nuestra cultura, a través de la individualidad del sujeto autobiográfico y su realidad circunstante" (XV).

7 En su artículo "Historia y novela: tramatización de la palabra", Kadir (1984) reconoce que la "historia y lo histórico se originan en los hechos -hechos que dependen del lenguaje y de las posibilidades del lenguaje para su concreción. En esa medida el hecho historiado es poética discursiva, es decir, tropos" (297).

8 Esta rehabilitación, como puede verse, no estaba motivada por "la humillación del hombre en sí", sino por el "crimen contra el hombre blanco", "la humillación del hombre blanco" (Césaire s.f., s.p.).

9 "Desde luego", anota Simone De Beauvoir (2010), "la mujer es, como el hombre, un ser humano, pero tal afirmación es abstracta; el hecho es que todo ser humano concreto está siempre singularmente situado" (16). Esta "situación", sin embargo, no aparece en muchas de las teorías descolonizadoras, o incluso en algunas de las teorías feministas blancas.

10 bell hooks (2010), a propósito, se refiere al trabajo de la norteamericana Betty Friedan -La mística de la feminidad (1963)-, que soslaya la interdependencia clase-sexo-raza en la configuración de la opresión femenina, centrándose exclusivamente en un grupo selecto de mujeres "blancas", amas de casa. Debemos señalar, aun así, que "la crítica literaria en Estados Unidos también ha marcado una diferencia con el discurso feminista hegemónico, considerado producto de mujeres académicas, 'blancas' y de clase media. Como alternativa, Alice Walker propuso el término womanist para hacer referencia a la obra de escritoras negras, vinculadas a la identidad cultural afroamericana [...]. Frente a esto, Rosemary Geisdorfer-Feal se preocupa por la dificultad que implica aplicar teorías feministas vinculadas a las mujeres negras europeas o norteamericanas (Angela Davies, bell hooks, entre otras) a la literatura afro-hispanoamericana" (Valero 2011, 150). Por otro lado, ante un enunciado como "mujeres negras", tendremos que evitar los peligros de una esencialización: no todas las mujeres "negras" corresponden a un mismo tipo homogéneo, ni es, por ejemplo, equivalente la experiencia norteamericana a la del Caribe francés.

11 "Blancos o negros", exclama uno de los personajes femeninos de Condé, "¡la vida trata demasiado bien a los hombres!" (126).

12 Este ocultamiento incluso ha tocado los mismos intentos por la reivindicación de los sometidos. Las voces predominantes siguen siendo las del "hombre blanco" o del "hombre negro". Movimientos de reivindicación, como la negritud, la americanidad y la creolidad, no han incluido en sus programas una pregunta concreta por las experiencias femeninas en el contexto de la historia antillana, caribeña o americana. Recuerda Teri Hernández (1998), a la luz de Cotenette-Hage, que el movimiento creolista, por ejemplo, está "todavía bajo la sombra "falocéntrica" de sus predecesores [...] sus defensores excluyen cualquier participación de la mujer". Citando a James Arnold, "créolité is the latest avatar of the masculinist culture of the French West Indies [la Creolidad es el último avatar de la cultura machista de las Indias Occidentales francesas]".

13 Al preguntarse por la visión del mito en las sociedades arcaicas, Ernst Cassirer (1963) en su Antropología filosófica señalaba, si fuera posible decirlo así, cierta "ley" de las metamorfosis, donde habita una fluctuación, una labilidad de las formas: los "límites entre las diferentes esferas no son obstáculos insuperables, sino fluyentes y oscilantes" (126).

14 Pensamos en el caso de las mujeres "blancas" como Susanna Endicott, o incluso la desvalida Elizabeth Parris. hooks (2010) destaca que "las identidades de raza y clase crean diferencias en la calidad, en el estilo de vida y en el estatus social que están por encima de las experiencias comunes que las mujeres comparten; y se trata de diferencias que rara vez se trascienden".

15 La humanidad de Cristo, violentamente corpórea (Misterio de la Encarnación) y perfectamente "femenina" (Ecclesia nutricia y salvífica) (Walker 1992, 179), abre el camino al conocimiento de la verdad del Padre. En cuanto a su materialidad, Catalina de Siena afirma que "la carne de Cristo era de María, lacrada como cera caliente por el Espíritu Santo", e Hildergard de Bingen, que "María era la túnica humanitatis que Cristo vestía" (186).

16 "Por una monstruosa perversión de ideas", leemos en Michelet (2004), "la Edad Medía consideraba la carne y a su representante la Mujer (maldita después de Eva) como impuras. La Virgen, exaltada como virgen y no como Nuestra señora, lejos de elevar a la mujer real, la había rebajado al situar al hombre en la vía de una escolástica de pureza en la que se iba más lejos en cuanto a sutileza y a falsedad. La misma mujer había terminado por compartir el odioso prejuicio y se creía inmunda. Se escondía para dar a luz. Enrojecía al amor [sic] y al ser amada. [...] [E]lla casi pedía perdón de ser, de vivir, de cumplir las condiciones de la vida. Humilde mártir del pudor, se imponía suplicios hasta querer disimular, anular, suprimir casi este vientre adorado, tres veces santo, de donde nace y renace eternamente el dios hombre" (129). [cursivas del autor].

17 Relata Michelet (2004, 195) cómo, en 1609, un comisionado de la Inquisición, atendiendo algunos casos de brujería en el País Vasco, se dejó engañar y manipular por una mendiga de solo diecisiete años -La Murgui- que había encontrado en el cargo de brujería una forma de lucro y de atacar a otras mujeres y jóvenes a las que odiaba. La Murgui aterró, divirtió y atrapó a los jueces, los manejó como si fueran imbéciles. No podemos sino recordar aquí, con Moreno (2006, 2), la noción de "poder" foucaultiana: detrás de un poder legitimado ilegítimamente se oculta una red de relaciones de fuerza de doble vía, en la que el sujeto dominado también puede, con sus acciones, legitimar y tomar posición ante el sistema de conocimientos hegemónico.

18 En otras palabras, es imposible, según las convenciones de la novela histórica tradicional -la verosimilitud, la adecuación a la temporalidad oficial, la narrativización de las lagunas históricas- que Hester y Tituba se hubieran conocido. Por otra parte, uno de los ascendientes de Hawthorne es descrito en la novela de Condé como uno de los jueces implacables en los procesos: "Oí decir que habían nombrado unos jueces, miembros del tribunal supremo de la Colonia, conocidos por la rectitud de sus vidas y la intransigencia de su fe: John Hathorne [sic] y Jonathan Corwin" (1999, 128).

19 Jane Moss (1999), en su ensayo "Postmodernizing the Salem Witchcraze: Maryse Conde's, I, Tituba, Black Witch of Salem", acude a la categoría de la metaficción historiográfica de Hutcheon para estudiar las estrategias de ironía y auto-conciencia narrativa en la novela de Condé; si bien no repara en la paradójica legitimación del término metaficción historiográfica bajo el hecho de "postmodernizar" la caza de brujas en Salem.

20 El intento por reescribir, cuestionar y redimensionar el discurso histórico en la novela propiamente postmoderna se hace a favor o en contra del logocentrismo europeo. Pero, si bien en este proceso se visibilizan sujetos antes silenciados, puede acabar por imponerse una nueva lectura subjetiva de la historia. Por ello, Grützmacher prefiere hablar de "historia postoficial": "la presuposición de que todo discurso sobre el pasado es ideologizado, dominado por la retórica y subordinado a las convenciones" (Binns 1996, 164).


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Santos García, E. (2012). Yo, Tituba, la bruja negra de Salem: versiones y per-versiones del discurso histórico en la novela de Maryse Condé. Literatura: teoría, historia, crítica, 14(2). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37139

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SANTOS GARCÍA, E. Yo, Tituba, la bruja negra de Salem: versiones y per-versiones del discurso histórico en la novela de Maryse Condé. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 14, n. 2, 2012. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37139. Acesso em: 19 abr. 2024.

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